David Moody - Odio

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Sucede sin previo aviso, ataques súbitos, salvajes y letales. ¿Por qué la gente ataca a sus amigos, a su familia, incluso a desconocidos? ¿Se trata de un virus, de un ataque terrorista o es algo más primitivo? Un opresivo horror domina el país y no queda nadie en quien confiar, ni siquiera en uno mismo.
En la tradición de H. G. Wells, Anthony Burgess y Richard Matheson, Odio es la historia de un hombre y de su papel en un mundo desquiciado, un mundo infectado por el miedo, la violencia y el odio.
«Un viaje delirante, una fábula acerca del sentimiento predominante del siglo XXI. Odio te perseguirá mucho después de que hayas leído la última página.» – Guillermo del Toro, director de El laberinto del fauno
«Un lúcido acercamiento al estado del terror en el que vivimos y una fábula espeluznante acerca de sus últimas consecuencias. Ten cuidado con Odio, se adentrará en tu alma capítulo a capítulo hasta que encuentre la semilla de maldad que acecha en ella.» – J. A. Bayona, director de El orfanato

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– Tu cena está en el horno -gruñe.

– Gracias -susurro mientras abro la puerta del horno y tengo que dar un paso atrás ante la súbita bocanada de aire caliente que sale de él. Cojo un paño de cocina y lo utilizo para coger por el borde un plato con empanada, patatas fritas y guisantes secos y recocidos-. ¿Estás bien?

– En realidad no -contesta con una voz apenas audible. Está de rodillas, metiendo la ropa en la lavadora.

– ¿Qué ocurre?

– Nada.

Muerdo una patata quemada y rápidamente baño el resto de la cena con una salsa para quitarle un poco el sabor a carbón. No me quiero arriesgar a que Lizzie piense que no me gusta. Odio estos juegos. Resulta obvio que algo va mal, entonces ¿por qué no me dice sencillamente qué ocurre? ¿Por qué tenemos que pasar por esta estúpido rutina cada vez que algo le preocupa? Decido intentarlo de nuevo.

– Ya veo que algo va mal.

– Muy perceptivo por tu parte -murmura-. No tiene importancia.

– Evidentemente sí la tiene.

– Mira -suspira, conecta la lavadora, se pone de pie y estira la espalda-, si realmente quieres saber lo que ocurre, ¿por qué no se lo preguntas a los niños? Quizás ellos te explicarán por qué yo…

En ese preciso instante dos de ellos entran en la cocina, peleándose por ser el primero. Edward clava su codo en las costillas de su hermana pequeña. Ellis lo empuja hacia atrás para tener el camino libre y después se golpea contra la mesa, derramando el café de Liz.

– Papá, ¿se lo dirás? -escupe Ed apuntándola con un dedo acusador.

– ¿Decirle qué? -le pregunto, distraído por la pila de facturas que acabo de ver sobre la mesa.

– Dile que me deje de seguir a todas partes -chilla-. Se está burlando de mí.

– ¿Por qué no os dejáis en paz? Id a jugar cada uno a su habitación.

– Quiero ver la tele -protesta Ed.

– Yo la estaba mirando primero -se queja Ellis.

– Ella se irá muy pronto a la cama -suspiro, intentando razonar con Edward-. Deja que la mire un rato y cuando se vaya a la cama puedes cambiar de canal.

– Pero mi programa empieza ahora -lloriquea, sin ninguna consideración-. No es justo, siempre te pones de su lado. ¿Por qué siempre te pones de su lado?

Ya es suficiente.

– Entonces apaguemos la televisión -le digo a los dos. Ambos empiezan a gritarme, pero el ruido de mil demonios que arman queda ahogado por Lizzie, que les grita que desaparezcan de su vista a un volumen ensordecedor. Ed empuja a su hermana mientras salen. Ellis lo golpea en la espalda cuando pasa a su lado.

– Qué bien los has manejado -murmura Liz, sarcástica.

– Son unos cabroncetes -murmuro.

– Por eso ya tengo bastante -replica con brusquedad-. He tenido que soportar constantemente sus tonterías desde que han salido de la escuela y ya no lo aguanto más. ¿De acuerdo?

Sale de estampida de la cocina. No me preocupo en seguirla. Es inútil. No hay nada que pueda hacer o decir para mejorar la situación, de manera que tomo la decisión fácil y no hago ni digo nada.

VIERNES

II

– Me estaba mirando a mí.

– ¡Piérdete! Me estaba mirando a mí. ¡Tú no le interesas!

Josie Stone y su mejor amiga, Shona Robertson, iban bajando por Sparrow Hill y cruzaban el parque cogidas del brazo, riendo mientras hablaban sobre Darren Francis, un chico dos cursos por delante de ellas con el que se habían cruzado delante de la casa de Shona.

– En cualquier caso -bromeó Josie-, todo el mundo sabe que Kevin Braithwaite está loco por tus huesos. Liga con Kevin y déjanos solos a Darren y a mí.

– ¡¿Kevin Braithwaite?! -exclamó Shona-. Ni muerta dejaría que me vieran con él. Es más tu tipo.

– ¡Calla!

Las dos amigas tropezaron y resbalaron por la amplia extensión de hierba. Riendo y cogidas del brazo intentaron mantener el equilibrio. Su velocidad se incrementó cuando siguieron bajando por la cuesta y llegaron al final de la bajada. Josie resbaló cuando corrían por en medio de un embarrado campo de fútbol. Shona la agarró instintivamente y consiguió levantarla antes de que cayese al suelo.

– ¡Cuidado! -rió mientras se esforzaba por mantenerse en pie como un mal patinador.

Josie y Shona eran como hermanas. Se habían conocido en la escuela hacía tres años y, siendo ambas hijas únicas, muy pronto se habían vuelto inseparables. Pasaban la mayor parte de su tiempo libre juntas y a menudo dormían en casa de una o de la otra. El último verano Josie incluso había pasado dos semanas en España con Shona y su familia. Nada se podía interponer entre las dos, ni siquiera los chicos.

– He oído que Dayne rondó la casa de Phillipa anoche -dijo Shona, recordando de repente un chismorreo vital que había oído en el camino desde la escuela a casa-. Esa Phillipa es una golfa.

Josie dejó de andar.

Shona siguió adelante durante unos segundos, sin darse cuenta.

– Danni dijo que la vio con sus manos bajo…

Cuando se dio cuenta de que estaba sola se paró, se dio la vuelta y miró a su amiga.

– ¿Qué pasa contigo? -preguntó. Josie no contestó-. Vamos, tía pedorra, las demás se habrán ido si no corremos.

Josie seguía sin moverse. Estaba allí, de pie, y miraba fijamente a Shona. Ésta, al no comprender la actitud de su amiga, se dio la vuelta y siguió andando hacia las tiendas y el grupo de chicas de la escuela con las que habían quedado.

De repente Josie echó a correr. Corrió directamente hacia Shona y la golpeó entre los omoplatos, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera en la húmeda hierba. Shona intentó levantarse pero, antes de que pudiera hacerlo, Josie le dio una patada en el estómago. Shona rodó sobre su espalda y gimoteó de dolor.

– ¿Qué demonios estás haciendo, hija de puta?

Josie no contestó. En su lugar se dejó caer de rodillas sobre el pecho desprotegido de Shona, haciendo que saliese hasta la última bocanada de aire de sus pulmones. Sorprendida y con los ojos muy abierto se quedó mirando la cara de Josie.

– ¿Por qué lo has…? -empezó a decir. Josie no estaba escuchando. Cerca había una piedra medio enterrada entre la hierba y el barro. Los dedos de Josie se cerraron alrededor de sus bordes para sacarla del suelo. Jadeando por el esfuerzo levantó la pesada piedra, del tamaño de un ladrillo, y la alzó por encima de su cabeza.

– Josie, no… -suplicó Shona.

Agarrándola con las dos manos, Josie golpeó el pecho de su amiga con la piedra. Shona sintió cómo sus costillas se rompían y astillaban bajo la fuerza del impacto que no había podido impedir. Demasiado dolorida para gritar, Shona profirió un gruñido de agonía y contempló indefensa cómo Josie volvía a levantar la piedra y la golpeaba por segunda vez. La golpeó con una fuerza tan salvaje que una costilla rota le atravesó un pulmón. Su respiración se volvió errática y rasposa, después desesperadamente superficial y forzada. Su destrozada caja torácica empezó a agitarse con sacudidas y movimientos convulsivos mientras su cuerpo luchaba por seguir en funcionamiento.

Josie se inclinó sobre su moribunda amiga y la miró fijamente a la cara. Su rostro estaba blanco como el de un fantasma, manchado con salpicaduras de barro y gotas de sangre, que ahora salía a borbotones por las comisuras de su boca. Sus oscuros y aterrorizados ojos empezaron a volverse vidriosos y perdieron fijeza. Shona se dio cuenta de que Josie volvía a levantar la piedra. Pero nada más.

Sabía que su amiga estaba muerta, pero Josie debía estar segura. Dejó caer la piedra en su cara, rompiéndole el pómulo derecho y casi desencajándole la mandíbula. Exhausta por el esfuerzo se apartó del cuerpo y se quedó sentada sobre la húmeda hierba.

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