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David Moody: Odio

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David Moody Odio

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Sucede sin previo aviso, ataques súbitos, salvajes y letales. ¿Por qué la gente ataca a sus amigos, a su familia, incluso a desconocidos? ¿Se trata de un virus, de un ataque terrorista o es algo más primitivo? Un opresivo horror domina el país y no queda nadie en quien confiar, ni siquiera en uno mismo. En la tradición de H. G. Wells, Anthony Burgess y Richard Matheson, Odio es la historia de un hombre y de su papel en un mundo desquiciado, un mundo infectado por el miedo, la violencia y el odio. «Un viaje delirante, una fábula acerca del sentimiento predominante del siglo XXI. Odio te perseguirá mucho después de que hayas leído la última página.» – Guillermo del Toro, director de El laberinto del fauno «Un lúcido acercamiento al estado del terror en el que vivimos y una fábula espeluznante acerca de sus últimas consecuencias. Ten cuidado con Odio, se adentrará en tu alma capítulo a capítulo hasta que encuentre la semilla de maldad que acecha en ella.» – J. A. Bayona, director de El orfanato

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– Pero ¿por qué lo hizo? ¿Qué le había hecho ella?

– Ni idea. Maldita sea, no estaba de humor para preguntarle.

– ¿Y sencillamente fue a por ella? -murmura Daryl, como si no se creyera ni una palabra de lo que yo acababa de decir. Asiento y los miro a uno y a otro.

– Nunca había visto nada igual -sigo-. Él corrió hacia ella y la apuñaló con un paraguas. Un paraguas grande. Directo a la barriga. Tenía sangre por todo el impermeable y…

Tina ha levantado la mirada. Bajo la mía y empiezo a teclear, intentando recordar qué estaba haciendo.

– Y, ¿qué más? -susurra Kieran.

– El muy idiota se revolvió contra la multitud. Empezó a golpear a la gente que había a su alrededor. Entonces apareció la policía -explico, mirando a la pantalla pero sin hacer nada-. Se lo llevaron a rastras y lo metieron en un furgón.

La conversación cesa de nuevo. Murray está en movimiento. Durante un momento el único sonido que puedo oír es el de nuestros tres teclados mientras hacemos como que estamos trabajando. Después de recorrer con la mirada toda la sala y mirarme a mí en particular, abandona la oficina. Kieran y Daryl paran inmediatamente de teclear.

– Entonces, ¿no estaba bien? -pregunta Daryl tontamente.

– Por supuesto que no estaba bien -contesto-. Joder, a veces pareces idiota. ¿Crees que apuñalaría a una anciana con un paraguas si no estuviera mal?

– Pero ¿no dijo nada? ¿Gritaba, chillaba o…?

Me pregunto si vale la pena responder a esa pregunta formulada a medias.

– Ambas cosas -gruño.

– ¿Estaba bebido, drogado o…?

– No lo sé -contesto y me empiezo a enfadar. Me paro y reflexiono durante un segundo antes de hablar. En mi cabeza aún veo la cara del hombre-. Parecía totalmente aterrorizado -les explico-. Parecía que fuera él el atacado.

2

Hay una chica que se sienta al otro lado de la oficina que se llama Jennifer Reynolds. No la conozco mucho. No la trato demasiado en el día a día. De hecho sólo he hablado con ella un puñado de veces desde que me trasladaron a la TMA. Hoy no ha venido y odio cuando no está. Cuando no está Jennifer Reynolds sus deberes se reparten entre todos nosotros, y la tarea que tengo que cubrir hoy es la peor de todas: Recepción. La dirección de la TMA no hace una difusión activa de su dirección postal, pero aparece en la correspondencia que enviamos y en el listín telefónico, y el público no tarda demasiado en descubrir dónde estamos. Tenemos un montón de visitantes, demasiados en mi opinión. Si alguien viene aquí es casi seguro que lo han multado o le han puesto el cepo. Probablemente ya han intentado que les quiten la multa o el cepo y cuando llegan a nosotros para discutir su caso en persona con frecuencia es la única opción que les queda. De manera que la mayoría de la gente que aparece por aquí está muy cabreada. Gritos, chillidos y comportamientos amenazadores no son inusuales. El primer lugar al que llegan esas personas es Recepción, y a la primera persona a la que gritan, chillan o amenazan es al pobre cabrón que está sentado tras el mostrador.

Así que aquí estoy, sentado y solo en el mostrador de Recepción, mirando fijamente a la estropeada puerta de entrada de cristal oscuro, esperando ansiosamente a los visitantes. Lo odio. Es como estar sentado en la sala de espera de un dentista. Constantemente estoy mirando el reloj que hay en la pared. Está colgado encima de una gran tablón de anuncios, cubierto con noticias y carteles del ayuntamiento que nadie lee y que no sirven para nada. Justo a la izquierda del tablón, también sin leer y sin utilidad, se encuentra una pequeña señal que advierte al público contra toda intimidación o ataque a los funcionarios municipales. Pero nada de eso hace que me sienta más seguro. También hay una alarma contra ataques personales bajo el escritorio, pero eso tampoco hace que me sienta más seguro.

Son las cuatro y treinta y ocho. Veintidós minutos y habré acabado mi jornada.

Estoy seguro que Tina disfruta enviándome aquí fuera. Siempre soy yo el que acaba sustituyendo a Jennifer. Estar en Recepción es una especie de tortura. No está permitido traer ningún tipo de papeles (por algo relacionado con la protección de datos confidenciales) y la falta de cualquier distracción provoca que el tiempo se arrastre con dolorosa lentitud. De todas formas, esta tarde únicamente he tenido que lidiar con dos llamadas telefónicas, que sólo eran llamadas personales para miembros de la oficina.

Las cuatro y treinta y nueve.

Venga reloj, acelera.

Las cuatro y cincuenta y cuatro.

Ya casi está. Ahora no dejo de mirar el reloj, deseando que las manecillas se muevan con rapidez para que pueda irme. Ya estoy imaginando la huida de la oficina. Sólo tengo que apagar el ordenador y recoger el abrigo del guardarropa para salir corriendo hacia la estación. Si puedo irme con la suficiente rapidez es posible que coja el primer tren y que pueda llegar a casa hacia las…

Maldición. Suena de nuevo el maldito teléfono. Odio cómo suena. Te araña los oídos como si fuera un despertador desafinado. Te atraviesa. Descuelgo y me encojo ante lo que me puede estar esperando al otro lado de la línea.

– Buenas tardes, TMA, habla Danny McCoyne -murmuro con rapidez. He aprendido a contestar al teléfono en voz baja y rápida, lo que dificulta que la persona que llama pueda entender tu nombre.

– Por favor, ¿puedo hablar con el señor Fitzpatrick, de Nóminas? -pregunta una voz femenina con un acento muy fuerte.

Gracias a Dios, no se trata de un ciudadano gritando a causa de una queja, sólo un número equivocado. Me relajo. Casi todos los días nos llegan algunas llamadas para Nóminas. Sus extensiones son parecidas a las nuestras. Estaría bien que alguien hiciera algo. En cualquier caso, es un alivio. Lo último que quiero es un problema a las cuatro cincuenta y cinco.

– Ha llamado al departamento equivocado -le explico-. Ha marcado el 2300 en lugar del 3200. Voy a intentar a pasar la llamada. Si se corta, marque 1000 y se pondrá en contacto con la centralita…

De repente me distraigo y mi voz se quiebra cuando la puerta de entrada se abre de par en par. Instintivamente me echo hacia atrás en la silla, intentando poner la mayor distancia posible con quien sea que va a irrumpir en el edificio. Finalizo la llamada telefónica y me permito relajarme un poco cuando veo entrar por la puerta las ruedas delanteras de un cochecito de niño. El cochecito se queda atrancado en la puerta y me levanto para ayudar. Una mujer bajita y calada hasta los huesos, vestida con un anorak amarillo y morado entra en Recepción. La acompañan el bebé del cochecito (que es imposible ver porque está cubierto por un grueso plástico impermeable) y dos niños más. La empapada familia se queda en el centro de Recepción y deja caer chorros de agua sobre el sucio suelo que imita el mármol. La mujer parece nerviosa y está preocupada por los niños. Habla con brusquedad con el más alto y le dice que «Mamá tiene que solucionar un problema con este señor y después iremos a casa a comer algo».

La mujer se quita el sombrero y veo que está a finales de la treintena o principios de la cuarentena. No es nada agraciada y sus grandes y redondas gafas, cubiertas de gotas de lluvia, se están empañando. Tiene la cara roja y gotas de lluvia le caen desde la punta de la nariz. No me mira a los ojos. Deja caer ruidosamente el bolso encima del mostrador y empieza a buscar algo en él. Para un momento para retirar la cubierta impermeable (que también ha empezado a empañarse a causa de la condensación) y le echa un vistazo a su bebé, que parece que está durmiendo. Devuelve su atención al contenido del bolso y yo vuelvo al otro lado del mostrador.

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