David Moody - Odio

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Sucede sin previo aviso, ataques súbitos, salvajes y letales. ¿Por qué la gente ataca a sus amigos, a su familia, incluso a desconocidos? ¿Se trata de un virus, de un ataque terrorista o es algo más primitivo? Un opresivo horror domina el país y no queda nadie en quien confiar, ni siquiera en uno mismo.
En la tradición de H. G. Wells, Anthony Burgess y Richard Matheson, Odio es la historia de un hombre y de su papel en un mundo desquiciado, un mundo infectado por el miedo, la violencia y el odio.
«Un viaje delirante, una fábula acerca del sentimiento predominante del siglo XXI. Odio te perseguirá mucho después de que hayas leído la última página.» – Guillermo del Toro, director de El laberinto del fauno
«Un lúcido acercamiento al estado del terror en el que vivimos y una fábula espeluznante acerca de sus últimas consecuencias. Ten cuidado con Odio, se adentrará en tu alma capítulo a capítulo hasta que encuentre la semilla de maldad que acecha en ella.» – J. A. Bayona, director de El orfanato

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«¿Así es como me tengo que sentir? -pensó Pearson-. Tengo frío. No me encuentro bien. ¿Tiene que ser así o algo va mal?»

– No me encuentro bien… -murmuró.

La enfermera lo miró y le colocó de nuevo la máscara de oxígeno sobre la cara. El movimiento repentino hizo que el doctor Panesar levantase la mirada.

– ¿Todo bien por ahí? -preguntó con una voz artificialmente alegre y animada-. ¿Se encuentra usted bien, señor Pearson?

– Está bien -contestó la enfermera, su voz también despreocupada y artificial-, un poco mareado, eso es todo.

– Nada de qué preocuparse -comentó el cirujano al dar un paso alrededor de la mesa y mirar su paciente a la cara. Los ojos de Pearson, muy abiertos y asustados, danzaban alrededor de la sala, bizqueando bajo la luz intensa que caía sobre su cuerpo tendido. El doctor Panesar se quedó parado, mirándolo fijamente.

– ¿Doctor Panesar? -preguntó la enfermera.

Nada.

– ¿Está todo en orden, doctor Panesar?

Panesar se tambaleó hacia atrás, hasta el otro extremo de la mesa, los ojos aún fijos en el rostro de Pearson.

– ¿Se encuentra bien, doctor Panesar? -preguntó su asistente. No hubo respuesta-. ¿Doctor Panesar -preguntó de nuevo-, se encuentra bien?

Panesar se volvió a mirar a su colega y aferró con más fuerza el escalpelo. Volviéndose a inclinar dio un tajo de través a los genitales expuestos de Pearson, cortándole los testículos y el paquete escrotal. La sangre empezó a manar de las venas y arterias seccionadas, salpicando toda la mesa de operaciones.

– ¿Qué demonios está haciendo? -preguntó el asistente. Empujó a un lado a Panesar e intentó agarrarle la mano y quitarle el escalpelo. Delirando de pánico, Panesar se giró y cortó al hombre con la hoja en una línea diagonal desde el hombro derecho.

El pánico se adueñó del quirófano. El equipo se alejaba a medida que el cirujano se les acercaba. Pearson estaba tendido, indefenso en la mesa de operaciones, girando la cabeza desesperadamente de un lado al otro, intentando ver lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Cubierto de sangre y blandiendo aún el escalpelo, Panesar huyó del quirófano. Pearson vio que corría. ¿Qué demonios estaba pasando? Joder, de repente se sintió raro. Se sentía frío y tembloroso, pero sus piernas estaban calientes. ¿Y por qué estaba todo el mundo tan asustado? ¿Por qué todos esos movimientos súbitos? ¿Por qué se han ido las enfermeras al otro extremo de la mesa y de dónde sale toda esa sangre?

Aún anestesiado, ajeno e ignorante del caos que se estaba extendiendo rápidamente por el hospital privado y del hecho que se estaba desangrando con rapidez, Pearson miró hacia la luz e intentó pensar en algo que no juera el hecho de que su cirujano acababa de desaparecer en medio de su vasectomía.

12

Hoy se percibe por todas partes una atmósfera extraña. Todos parecen estar al límite. Nadie está seguro de nada. Es como si todo el mundo se pensara dos veces lo que hace y se preocupase más de lo normal de lo que están haciendo los demás. Nuestra vida cotidiana y la rutina diaria se nos antojan de repente más complicadas que antes y aun así no estoy seguro de que haya cambiado nada.

He recibido una llamada de Lizzie justo cuando salía a comer. Teníamos una cita esta tarde para llevar a Josh a un reconocimiento en el hospital y, con todo lo que pasó ayer en la escuela, ambos lo habíamos olvidado. Josh se cayó de una silla en el parque hace tres semanas y se abrió la cabeza. La visita sólo es para comprobar que la herida se ha curado correctamente y que el niño está sano y en forma. Lizzie también había olvidado decirle a Harry que la escuela estaba cerrada, de manera que a las ocho de la mañana estaba en la puerta dispuesto a cuidar de Josh como siempre. Liz ha acordado con él que la lleve a ella y a Josh a la ciudad, y que vuelva con Ellis y Ed a casa. Le he dicho que me encontraré con ellos en el hospital y que volveremos a casa juntos después de ver al médico. He conseguido convencer a Tina Murray de que necesito estar presente en la visita. Por una vez se ha tragado la historia sin oponer demasiada resistencia.

A pesar de que he intentado salir pronto, ya iba con retraso cuando he salido de la oficina (me he parado a charlar con alguien) y he tardado una eternidad en cruzar la ciudad. La visita de Josh era las tres, hace tres cuartos de hora. Pero bueno, los hospitales siempre van retrasados y con todo lo que está ocurriendo lo más normal es que hoy haya más retrasos de los habituales. Me apuesto algo a que ni siquiera han entrado a ver al médico. Avanzo con rapidez por el descuidado camino que atraviesa el aparcamiento. El hospital parece muy concurrido. La tarde es gris y oscura y en las incontables ventanas del edificio relucen brillantes luces amarillas. Es un lugar jodidamente lúgubre. No me gustaría quedarme aquí por…

– ¡Danny!

¿Quién demonios ha dicho eso? Me doy la vuelta y veo a Lizzie viniendo hacia mí con Josh en su sillita.

– ¿Estás bien? -pregunto confundido.

– ¿Dónde te has metido?

– No he podido llegar antes -contesto, mintiendo con los dientes apretados-. ¿Acabas de llegar? Ella mueve la cabeza.

– ¿Estás bromeando o qué? Ya hemos acabado.

– ¿Qué? ¿Ya lo han visitado?

– Era a las tres. Menos mal que no lo has traído tú.

– Lo sé, pero…

– Te he estado esperando veinte minutos. Entramos y salimos en segundos. Han ido muy rápidos.

– Lo siento, yo…

Vuelve a mover la cabeza y empieza a empujar a Josh cuesta arriba, hacia la calle principal.

– No importa -murmura. Joder, está de muy mal humor.

– ¿Y está todo bien? -pregunto, gritando tras ella mientras se aleja a paso rápido-. ¿Está bien Josh?

– Está bien -gruñe volviendo la cabeza.

La tarde va de mal en peor. Lizzie me vuelve a hablar pero no está contenta. Tampoco yo lo estoy. Hemos caminado de vuelta a través de la ciudad hacia la estación pero ha habido un problema en la línea y han cancelado nuestro tren. No podemos llamar a Harry para que nos recoja (no hay suficiente espacio en el coche), de manera que la única alternativa es un largo viaje de vuelta a casa en tres buses. Liz acaba de llamar a Harry y le ha dicho que volveremos tarde. No le ha sorprendido.

La jornada laboral está llegando a su fin. La luz empieza a desvanecerse y aquellos oficinistas que acaban a las cuatro ya están empezando a llenar las calles. Tenemos que salir de la ciudad con rapidez o nos vamos a ver en medio de la hora punta.

– ¿Qué autobús? -pregunta Lizzie, teniendo que gritar para que se la oiga por encima del tráfico.

– El 220 -contesto justo a sus espaldas. Ahora soy yo el que va empujando a Josh y parece que nos movemos en la dirección opuesta a casi todos los demás peatones. Es difícil avanzar en línea recta-. La parada está justo ahí delante.

Nuestra parada se encuentra hacia la mitad de una calle de un solo sentido. Lizzie se refugia bajo la marquesina y yo la sigo. Josh se está quejando. Tiene frío y hambre.

– Mira, siento no haber llegado al hospital a tiempo -le digo-. Por el momento las cosas son complicadas. Ya sabes lo que ocurre cuando…

– No importa -me interrumpe, poco interesada en mis explicaciones.

Miro hacia el final de la calle y aparece un autobús. Esperanzado, bizqueo en la distancia para intentar ver el número, pero no es el nuestro. Vuelvo de nuevo a la marquesina.

– ¿Qué ha dicho el médico?

– No demasiado. Entramos y salimos en cinco minutos. La herida se ha curado y no hay ningún daño permanente. Le quedará una pequeña cicatriz pero quedará oculta bajo el pelo.

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