En cambio, suben a otro vuelo comercial, a Cali, Colombia.
Con pasaportes diferentes y nombres falsos.
Es todo tan estimulante y excitante, y cuando por fin llegan a Cali, Fabián le dice que van a quedarse unos días. Toman un taxi hasta el hotel Internacional, donde Fabián les consigue dos habitaciones contiguas bajo nombres diferentes de nuevo, y ella experimenta la sensación de que va a estallar, mientras están todos sentados en una habitación hasta que los niños se duermen, agotados.
Él la toma por la muñeca y la conduce a su habitación.
– Quiero ducharme -dice Pilar.
– No.
– ¿No?
No es una palabra que esté acostumbrada a oír.
– Quítate la ropa. Ya.
– Pero…
Fabián la abofetea. Después se sienta en una silla del rincón y la mira mientras ella se desabrocha la blusa y se la quita. Se quita los zapatos de una patada, se baja los pantalones y se queda en ropa interior negra.
– Fuera.
Dios, la polla está palpitando. Sus pechos blancos aplastados contra el sujetador negro son tentadores. Quiere tocarlos, acariciarla, pero sabe que eso no es lo que ella desea, y no osa decepcionarla.
Pilar se desabrocha el sujetador y sus pechos caen, pero solo un poco. Después se quita los panties y le mira.
– ¿Y ahora qué? -pregunta al tiempo que enrojece violentamente.
– Sobre la cama -dice-. A cuatro patas. Exhíbete.
Está temblando cuando sube a la cama y baja la cabeza entre las manos.
– ¿Estás mojada para mí? -pregunta Fabián.
– Sí.
– ¿Quieres que te folie?
– Sí.
– Di «Por favor».
– Por favor.
– Aún no.
Se quita el cinturón. Agarra las manos de Pilar, las levanta (Dios, qué bonitos son sus pechos cuando tiemblan), rodea las muñecas con el cinturón y después lo pasa alrededor de la barandilla de la cabecera de la cama.
Agarra un puñado de pelo, tira su cabeza hacia atrás, arquea su cuello. La cabalga como a un caballo, al tiempo que azota su grupa, la conduce hasta el final. A Pilar le encanta el sonido de las palmadas, el escozor. Lo siente muy dentro de ella, una vibración que la conduce al orgasmo.
Duele.
Rabiar.
Pilar está rabiando. Su piel arde, su culo arde, su coño arde cuando él la acaricia, la abofetea, la folla. Se retuerce en la cama, de rodillas, con las muñecas inmovilizadas, atada a la cabecera de la cama.
El dolor es fantástico porque ha esperado mucho tiempo. Meses, sí, de flirteo, después las fantasías, después los planes, pero también la emoción de la huida.
Ay. Ay. Ay. Ay.
La golpea al ritmo de sus gemidos.
Pam. Pam. Pam. Pam.
– ¡ Voy a morir! ¡ Voy a morir! -gime ella-. ¡ Voy a volar! -chilla.
Después grita.
Un largo, gutural y tembloroso grito.
Pilar sale del cuarto de baño y se sienta en la cama. Le pide que suba la cremallera de su vestido. Él obedece. Su piel es hermosa. Y su pelo. Acaricia su pelo con el dorso de la mano y besa su cuello.
– Más tarde, mi amor -ronronea ella-. Los niños están esperando en el coche.
Fabián vuelve a acariciarle el pelo. Con la otra mano le roza el pezón. Ella suspira y se inclina hacia atrás. No tarda en estar de cuatro patas otra vez, esperando (él la hace esperar; le encanta hacerla esperar) a que se corra dentro de ella. Él la agarra del pelo y tira su cabeza hacia atrás.
Entonces Pilar siente el dolor.
Alrededor de su garganta.
Al principio piensa que es otro juego sadomaso, que la está estrangulando, pero no se detiene y el dolor es…
Se retuerce.
Arde.
Rabiar.
Se revuelve y sus piernas patalean de forma involuntaria.
– Esto es por don Miguel Ángel, bruja -susurra Fabián en su oído-. Te envía su amor.
Aprieta y tira hasta que el cable le secciona la garganta, después las vértebras, y luego la cabeza da un salto antes de caer en el suelo de cara con un golpe sordo.
La sangre salpica el techo.
Fabián levanta la cabeza por el lustroso pelo negro. Sus ojos sin vida le miran. La guarda en una nevera portátil, y después mete la nevera dentro de una caja que ya lleva puesta la dirección. Envuelve la caja con varias capas de cinta de embalar.
Después se ducha.
La sangre de Pilar baila sobre sus pies antes de desaparecer por el desagüe.
Se seca, se pone ropa limpia y sale a la calle con la caja, donde un coche está esperando.
Los niños van sentados en el asiento trasero.
Fabián sube con ellos e indica a Manuel con una seña que se ponga en marcha.
– ¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mamá? -pregunta Claudia.
– Se reunirá con nosotros allí.
– ¿Dónde?
Claudia se pone a llorar.
– Un lugar especial -dice Fabián-. Una sorpresa.
– ¿Cuál es la sorpresa? -dice Claudia. Seducida, deja de llorar.
– Si te lo dijera, no sería una sorpresa, ¿verdad?
– ¿La caja también es una sorpresa?
– ¿Qué caja?
– La que has puesto en el maletero -dice Claudia-. Te he visto.
– No -dice Fabián-. Es algo que tengo que enviar por correo.
Entra en la oficina postal y deja la caja sobre el mostrador. Es sorprendentemente pesada, piensa, la cabeza de Pilar. Recuerda su abundante cabello, su peso cuando jugaba con él, lo acariciaba, durante el cortejo. Era maravillosa en la cama, piensa. Siente -algo horrorizado, teniendo en cuenta lo que acaba de hacer, lo que está a punto de hacer- un escalofrío de deseo sexual.
– ¿Cómo quiere que lo enviemos? -pregunta el funcionario.
– Para esta noche.
El funcionario lo deposita sobre una balanza.
– ¿Lo quiere certificado?
– No.
– De todos modos, va a ser caro -dice el funcionario-. ¿Está seguro de que no quiere que lo envíe urgente? Tardará dos o tres días en llegar.
– Tiene que llegar mañana -dice Fabián.
– ¿Un regalo?
– Sí, un regalo.
– ¿Una sorpresa?
– Eso espero -dice Fabián. Paga el envío y vuelve al coche.
Claudia se ha asustado otra vez durante la espera.
– Quiero a mamá.
– Voy a llevarte con ella -dice Fabián.
El puente de Santa Isabel salva una garganta del mismo nombre, a través de la cual, doscientos diez metros más abajo, el río Magdalena corre sobre rocas afiladas en su largo y tortuoso viaje desde su origen en la Cordillera Occidental hasta mar Caribe. Durante su trayecto atraviesa casi toda Colombia central, y pasa cerca, aunque no las cruza, de las ciudades de Cali y Medellín.
Adán comprende por qué los hermanos Orejuela han elegido este lugar. Está aislado, y desde cualquier extremo del puente es posible detectar una emboscada desde varios cientos de metros de distancia. Al menos eso espero, piensa Adán. La verdad es que podrían estar cortando la carretera detrás de mí en este mismo momento y no me enteraría. Pero es un riesgo que hay que correr. Sin la fuente de cocaína de los Orejuela, el pasador no puede confiar en ganar la guerra contra Güero y el resto de la Federación.
Una guerra que, a estas alturas, debería estar irrevocablemente declarada.
El Tiburón ya tendría que haberse fugado con Pilar Méndez, tras convencerla de que robara millones de dólares a su marido. Tendría que aparecer aquí en cualquier momento, con el dinero para seducir a los Orejuela y lograr que abandonen la Federación. Todo es parte del plan de Tío para vengarse de Méndez, convirtiéndole primero en un cornudo, y después añadiendo a la humillación que sea su esposa quien aporte el dinero para declararle la guerra.
O quizá Fabián está colgando de un poste telefónico con la boca llena de plata y los Orejuela vienen a asesinarme.
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