No, capta la idea de que los Barrera pueden llevarte de un día a otro a lugares a los que no accederías en años, si lo consigues alguna vez, trabajando catorce horas en la oficina de tu padre.
Se oyen cosas acerca de los Barrera (el dinero que van tirando a su alrededor procede de las drogas, bueno, ¿y qué?), pero sobre todo acerca de Raúl. Una de las historias que les han contado entre susurros sobre Raúl dice así:
Está sentado en su coche delante de casa, con música bandera sonando en los altavoces a toda pastilla y el bajo a máximo volumen, cuando uno de los vecinos sale y llama con los nudillos a la ventanilla del coche.
Raúl baja la ventanilla.
– ¿Sí?
– ¿Podría bajar el volumen? -chilla el tipo por encima de la música-. ¡La oigo dentro de casa! ¡Las ventanas vibran!
Raúl decide tocarle un poco los cojones.
– ¿Qué? -grita-. ¡No le oigo!
El hombre no está de humor para mamonadas. También es un machito.
– ¡La música! -grita-. ¡Bájela! ¡Está demasiado alta, joder!
Raúl saca la pistola de la chaqueta, la apoya en el pecho del hombre y aprieta el gatillo.
– Ahora no está demasiado alta, ¿verdad, pendejo?
El cuerpo del hombre desaparece, y nadie se vuelve a quejar de la música de Raúl.
Fabián y Alejandro han hablado de esta historia y han decidido que debe de ser una chorrada, no puede ser cierta, es demasiado al estilo de El precio del poder para ser real. Pero, cuando Raúl ha terminado su canuto sugiere: «Vamos a matar a alguien», como si sugiriera ir a Bassin-Robbins a comprar un cucurucho de helado.
– Vamos -dice Raúl-, seguro que querréis desquitaros de alguien.
Fabián sonríe a Alejandro.
– De acuerdo…-dice.
El padre de Fabián le había regalado un Miata. Los padres de Alejandro le habían regalado un Lexus. La otra noche estaban haciendo carreras, como tantas otras noches. Pero esa noche Fabián adelanta a Alejandro en una carretera de dos carriles y otro coche viene en dirección contraria. Fabián consigue meterse en su carril y evitar un choque frontal por un pelo. Resulta que el otro conductor es un tipo que trabaja en el edificio de oficinas de su padre y reconoce el coche. Llama al padre de Fabián, que se cabrea como una mona y le confisca el Miata durante seis meses, y ahora Fabián se ha quedado sin coche.
Fabián se lo cuenta a Raúl.
Es una broma, ¿verdad? Una bobada, una gracia, cosas de colgados.
Hasta que el hombre desaparece una semana después.
Una de esas raras noches en que el padre de Fabián va a casa a cenar, encuentra a Fabián y empieza a hablarle de un hombre de su edificio que ha desaparecido, borrado de la faz de la Tierra, y Fabián se excusa de la mesa, va al cuarto de baño y se lava la cara con agua fría.
Más tarde se encuentra con Alejandro en un club y comentan el asunto protegidos por la música estridente.
– Mierda -dice Fabián-. ¿Crees que lo habrá hecho?
– No lo sé -dice Alejandro. Mira a Fabián y se echa a reír-. Noooo.
Pero el hombre no aparece. Raúl nunca dice ni una palabra al respecto, pero el hombre no aparece. Y Fabián está acojonado, digamos. Era una broma, solo le estaba poniendo a prueba, ¿y por eso ha muerto un hombre?
¿Y cómo te sientes?, se pregunta, como haría un consejero escolar.
La respuesta sorprende a Fabián.
Se siente alucinado, culpable y…
Estupendo.
Poderoso.
Señalas con un dedo y…
Adi ó s, cabronazo.
Es como el sexo, pero mejor.
Dos semanas después hace acopio de valor para hablar de negocios con Raúl. Suben al Porsche rojo y van a dar una vuelta.
– ¿Cómo entro? -pregunta Fabián.
– ¿Dónde?
– La pista secreta -dice Fabián-, No tengo mucho dinero. Quiero decir que no tengo mucho dinero propio.
– No necesitas dinero -dice Raúl.
– ¿No?
– ¿Tienes una carta verde?
– Sí.
– Por ahí se empieza.
Así de sencillo. Dos semanas después, Raúl regala a Fabián un Ford Explorer y le dice que cruce la frontera por Otay Mesa. Le dice a qué hora tiene que cruzar y qué carril tiene que utilizar. Fabián está acojonado, pero es una pasada, un chute de adrenalina. Cruza la frontera como si no existiera. El hombre le indica con un ademán que pase. Conduce hasta la dirección que Raúl le ha dado, donde dos tíos suben al Explorer, él sube al de ellos y vuelve a Tijuana.
Raúl le da diez de los grandes.
En metálico.
Fabián también enrola a Alejandro.
Son cuates, colegas.
Alejandro le acompaña dos veces, y luego entra en el negocio. Está bien, ganan dinero, pero…
– No estamos ganando mucho dinero -le dice a Alejandro una tarde.
– A mí me parece que sí.
– Pero se gana mucho más dinero transportando coca.
Va a ver a Raúl y le dice que está dispuesto a prosperar.
– Genial, hermano -dice Raúl-. Todos estamos dispuestos a prosperar.
Le cuenta a Fabián de qué va el rollo y hasta le pone en contacto con los colombianos. Se sienta con él mientras redactan un contrato de lo más habitual: Fabián recibirá cargamentos de cincuenta kilos de coca, que un barco de pesca desembarcará en Rosario. Los pasará a través de la frontera a mil el kilo. No obstante, cien de esos grandes irán a parar a Raúl, a cambio de protección.
Bam.
Cuarenta de los grandes, así de fácil.
Fabián hace dos contratos más y se compra un Mercedes.
Puedes quedarte el Miata, papá. Aparca ese cortacésped japonés, y no lo muevas. Y entretanto: Ya puedes dejarme de dar la paliza con las notas, porque he sacado sobresaliente en Marketing 101. Ya soy corredor de materias primas, papá. No te preocupes por meterme en la empresa, porque lo último que deseo en este mundo es un T-R-A-B-A-J-O.
No podría soportar el recorte salarial.
Si crees que Fabián ligaba antes, tendrías que verle ahora.
Fabián tiene D-I-N-E-R-O.
Tiene veintiún años y vive a lo grande.
Los demás chicos se dan cuenta, los demás hijos de médicos y abogados y corredores de Bolsa. Se dan cuenta y quieren imitarle. Muy pronto, casi todos los chicos que frecuentan el pequeño círculo de Raúl en el Árbol, practicando kárate y fumando hierba, están en el negocio. Introducen la mierda en Estados Unidos, o hacen sus propios contratos y dan su parte a Raúl.
Están metidos (la siguiente generación de la estructura de poder de Tijuana) hasta el cuello.
Muy pronto, el grupo recibe un mote. Los Junior.
Fabián se convierte, pues, en el Junior.
Una noche, está tomando unas copas en Rosario cuando se topa con un boxeador llamado Eric Casavales y su promotor, un tío mayor llamado José Miranda. Eric es un boxeador muy bueno, pero esta noche está borracho y no se da cuenta de quién es aquel blandito cachorro de yuppy. Bebidas derramadas, camisas manchadas, intercambio de palabras. Sin dejar de reír, Casavales saca una pistola del cinturón y la agita ante las narices de Fabián, antes de que José consiga llevárselo.
De modo que Casavales se aleja tambaleante, riendo de la expresión asustada del niñato rico cuando vio el cañón de la pistola, y todavía continúa riendo cuando Fabián se dirige a su Mercedes, saca su pistola de la guantera, alcanza a Casavales y a Miranda, que están parados ante el coche del boxeador, y les mata a tiros.
Fabián tira la pistola al mar, sube a su Mercedes y regresa a Tijuana.
Y se siente muy bien.
Satisfecho de sí mismo.
Esa es una versión de la historia. La otra, muy popular en Ted's Big Boy, es que el encuentro de Martínez con el boxeador no fue accidental, que el promotor de Casavales estaba retrasando un combate que César Felizardo necesitaba para ascender y no daba su brazo a torcer, ni siquiera después de que Adán Barrera le abordara con una oferta muy razonable. Nadie sabe cuál es el verdadero motivo, pero Casavales y Miranda están muertos, y ya avanzado ese mismo año, Felizardo consigue su combate por el campeonato de los pesos ligeros y lo gana.
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