Para empezar, Big Paulie está cagado de miedo por culpa del Caso de la Comisión, porque el nuevo fiscal del distrito de la zona este de Nueva York, Giuliani, amenaza con colgarles un siglo de cárcel a los capos de las cuatro familias restantes. De modo que Paulie no les deja hacer nada para ganarse la vida. Nada de robos, nada de atracos y, por supuesto, nada de droga. Y cuando comunican que se están muriendo de hambre, la respuesta es que tendrían que haber invertido su dinero.
Tendrían que haber montado negocios legales en los que apoyarse.
Lo cual es una chorrada, piensa Peaches. Todos los obstáculos que tienes que superar para… ¿para qué? ¿Vender zapatos?
A la mierda.
El cabrón de Paulie es como una puta mujer.
Peaches ha empezado a llamarle la Madrina. El otro día, Little Peaches y él estaban hablando del asunto por teléfono.
– Eh -dice Peaches-, ¿sabes esa tía que la Madrina se está tirando? ¿Estás preparado? Por lo visto, utiliza un hinchador de pollas.
– ¿Cómo funciona? -pregunta Little Peaches.
– No quiero ni pensarlo -dice Peaches-. Supongo que es como un neumático deshinchado, y le metes aire para que se te ponga dura.
– ¿Lleva un tubo dentro de la polla?
– Supongo -dice Peaches-. De todos modos, lo que hace está mal, follarse a la tía en la casa donde vive su mujer. Qué falta de respeto. Gracias a Dios que Cario no está vivo para verlo.
– Si Cario estuviera vivo, no habría nada que ver -dice Little Peaches-. Paulie no tendría huevos, y mucho menos una polla hinchable, para follarse a una puta ante las narices de la hermana de Cario. Paulie ya estaría muerto.
– Que Dios te oiga -dice Peaches-. Si quieres algo raro, pues vale, ve a buscar algo raro. Si quieres algo extraconyugal, ve a buscar algo extraconyugal, pero no en casa. La casa es el hogar de la esposa. Tienes que respetar eso. Es la costumbre.
– Tienes razón.
– Todo va mal ahora -dice Big Peaches-. Y cuando el señor Neill muera al fin… Te lo digo yo, será mejor que el trabajo de lugarteniente sea para Johnny Boy.
– Paulie no nombrará a John lugarteniente -dice Little Peaches-. Le tiene demasiado miedo. El trabajo será para Bellavia, ya lo verás.
– Tommy Bellavia es el chófer de Paulie -resopla Big Peaches-. Es un taxista, por el amor de Dios. No pienso recibir órdenes de un puto chófer. Mejor que sea John, te lo digo yo.
– De todos modos -dice Little Peaches-, no podemos correr riesgos con este cargamento. Tenemos que cogerlo, ponerlo en la calle y ganar algo de dinero.
– Me doy por enterado.
Callan piensa más o menos en lo mismo, sentado en la parte posterior del camión en plena y fría noche del desierto. Ojalá se hubiera traído algo más que esta vieja chaqueta de cuero.
– ¿Quién iba a suponer que haría frío en el puto desierto? -dice O-Bop.
– ¿Qué está pasando? -pregunta Callan.
No le gusta esa mierda. No le gusta estar lejos de Nueva York, no le gusta estar en el culo del mundo, ni siquiera le gusta lo que están haciendo aquí. Ve lo que está pasando en las calles, lo que el crack está haciendo al barrio, a toda la ciudad. Se siente mal, no es una forma correcta de ganarse la vida. La mierda del sindicato es una cosa, la mierda de la construcción, la usura, el juego, incluso los contratos, pero no le gusta ayudar a Peaches a colocar crack en las calles.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó O-Bop cuando apareció-. ¿Decir que no?
– Sí.
– Si esto se jode, nosotros también nos jugamos el culo.
– Lo sé.
Y aquí están, sentados en la parte trasera de un camión sobre armas suficientes para conquistar una pequeña república bananera, esperando a que aterrice un avión para efectuar el intercambio y volver a casa.
A no ser que los mexicanos se rajen; en ese caso, Callan tiene diez balas del calibre 22 en el cargador y otra en la recámara.
– Aquí hay un arsenal -dice O-Bop-. ¿Para qué quieres una veintidós?
– Es suficiente.
Joder, ya lo creo, piensa O-Bop cuando se acuerda de Eddie Friel.
Joder, ya lo creo.
– Averigua qué está pasando -dice Callan.
O-Bop golpea en la pared.
– ¿Qué está pasando?
– ¡No pueden localizar el puto avión!
– ¡No jodas!
– ¡Sí jodo! -grita Peaches-. ¡El avión aterrizó, dimos el cambiazo y todos estamos sentados en Rocco comiendo linguini con salsa de almejas!
– ¿Cómo se pierde un avión? -pregunta Callan.
Aquí no hay nada.
Ese es el problema. El piloto está a dos mil cuatrocientos metros sobre el desierto, y solo ve oscuridad abajo. Puede localizar Borrego
Springs, puede localizar Ocotillo Wells o Blythe, pero a menos que alguien toque la bocina y le facilite el lugar del aterrizaje, tiene tantas probabilidades de localizar esa pista como de ver a los Cubs ganar las Series Mundiales.
Zip.
Es un problema porque lleva el combustible justo, y muy pronto tendrá que empezar a pensar en dar media vuelta y regresar a El Salvador. Prueba la radio de nuevo y obtiene el mismo chirrido metálico. Después sube media frecuencia y…
– Adelante, adelante.
– ¿Dónde coño estabais? -pregunta el piloto-. Os habéis equivocado de frecuencia.
Que te crees tú eso, piensa Art.
San Antonio es el patrón de las causas desesperadas, y Art toma nota mental de darle las gracias con una vela y un billete de veinte dólares.
– ¿Quieres quejarte o quieres aterrizar? -pregunta Shag por la radio.
– Quiero aterrizar.
El pequeño grupo de hombres acurrucados alrededor de la radio en esa noche gélida se miran y sonríen. Les conforta considerablemente, porque faltan poco para que un vuelo de la SETCO aterrice con un cargamento de cocaína.
A menos que todo se tuerza.
Cosa que podría suceder.
A Shag le da igual.
– De todos modos, mi carrera se ha ido a la mierda.
Da al piloto las coordenadas de aterrizaje,
– Diez minutos -dice el piloto.
– Recibido. Corto.
– Diez minutos-dice Art.
– Diez minutos muy largos -dice Dantzler.
Muchas cosas pueden suceder en diez minutos: En diez minutos, el piloto podría ponerse paranoico, cambiar de idea y dar media vuelta. En diez minutos, la verdadera pista de aterrizaje podría abrirse paso en la radio interferida de Dantzler y ponerse en contacto con el avión, para guiarlo hasta el lugar correcto. En diez minutos, piensa Art, podría producirse un terremoto que abriera una grieta en mitad de esta pista y tragárselos a todos. En diez minutos…
Exhala un largo suspiro.
– No jodas-dice Dantzler.
Shag le sonríe.
Adán Barrera no sonríe.
Tiene el estómago revuelto, la mandíbula apretada con fuerza. Esta operación no puede salir mal, le había advertido Tío. Tiene que coronarse con éxito.
Por numerosas razones, piensa Adán.
Ahora es un hombre casado. Lucía y él se casaron en Guadalajara, y el padre Juan presidió la ceremonia. Fue un día maravilloso, y una noche todavía más maravillosa, después de años de frustraciones al fin poder metérsela a Lucía. Había sido una sorpresa en la cama, una compañera más que entusiasta, no paraba de retorcerse y chillar su nombre, el pelo rubio desparramado sobre la almohada en una involuntaria simetría con sus piernas abiertas.
La vida de casado es estupenda, pero con el matrimonio llega la responsabilidad, sobre todo ahora que Lucía está embarazada. Eso, piensa Adán mientras sigue sentado en el desierto, lo cambia todo. Ahora va en serio. Ahora estás a punto de ser pap á , con una familia a la que mantener, con su futuro en tus manos. Esto no le disgusta, al contrario, está emocionado por asumir la responsabilidad de un hombre, complacido sobremanera por la idea de tener un hijo… lo cual significa que, más que nunca, esta operación no puede salir mal.
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