De modo que, cuando corre, dos guardaespaldas van tras ella. Siguiendo instrucciones concretas de Adán, uno corre mientras el otro trota, y se van turnando. No quiere que los dos estén sin aliento al mismo tiempo. Si se produce un tiroteo, quiere qué al menos uno tenga la mano firme. Además, les ha dicho: «Si algo le pasa, moriréis los dos».
Sus tardes son largas y lentas. Como Adán trabaja a la hora de comer, ella come sola. Después hace una breve siesta, se acomoda en una tumbona bajo la sombrilla para protegerse del sol. Por el mismo motivo, pasa la mayor parte de la tarde dentro, leyendo libros y revistas, viendo la televisión mexicana, esperando a que vuelva Adán para cenar tarde.
– Tengo que irme en viaje de negocios -dice él-. Puede que esté fuera unos días.
– ¿Adónde vas?
Adán sacude la cabeza.
– A Colombia. Las FARC quieren negociar.
– Te acompañaré.
– Es demasiado peligroso.
Ella le dice que lo comprende. Irá a San Diego durante su ausencia. Irá de compras, verá algunas películas, saldrá con Haley
– Pero te echaré de menos -dice.
– Yo también.
– Vamos a la cama.
Se lo folla con energía demoníaca. Le sujeta con el coño, le aferra con las piernas y él siente que se corre a borbotones dentro de ella. Le acaricia el pelo cuando él apoya la cara sobre sus pechos y le dice:
– Te quiero. Tienes mi alma en tus manos.
Putumayo, Colombia
1997
Adán va sentado en la parte de atrás de un jeep que traquetea sobre una carretera embarrada y llena de baches, practicada en la selva amazónica del sudoeste de Colombia. El aire que le rodea es tibio y fétido, y ahuyenta con la mano a las moscas y mosquitos que vuelan alrededor de su cabeza.
El viaje ha sido difícil.
Rechazó la idea de volar en uno de sus 727. Nadie puede saber que Adán va a reunirse con Tirofijo, el comandante de las FARC. En cualquier caso, volar habría sido demasiado peligroso. Si la CIA o la DEA interceptaran el plan de vuelo, los resultados serían desastrosos. Además, hay cosas que Tirofijo quiere que Adán vea en route.
Adán subió primero a bordo de un yate deportivo particular en Cabo, y después cambió a un viejo barco de pesca para el largo y lento viaje que le dejó en la costa del sur de Colombia, en la boca del río Coqueta. Fue la parte más peligrosa del viaje, porque la costa está bajo el control del gobierno y patrullada por milicias privadas, contratadas por las compañías petroleras para vigilar sus torres de perforación.
Adán subió desde el barco pesquero a un pequeño esquife de un solo motor. Se internaron en el río de noche, guiados por las llamas escupidas por las torres de refinería, como si fueran hogueras del infierno. La boca del río estaba llena de sedimentos y contaminada; el aire, irrespirable y sucio. Subieron río arriba, dejaron atrás las propiedades de la compañía petrolera, protegidas por vallas de alambre de espino de tres metros de altura y torres vigía en las esquinas.
Tardaron dos días en subir por el río, esquivando patrullas del ejército y escuadrones de seguridad privados. Por fin se internaron en la selva tropical, y ahora hará el resto del viaje en jeep. Su ruta les lleva más allá de los campos de coca, y Adán ve por primera vez los orígenes del producto que le ha reportado millones.
Bien, a veces los ve.
Otras veces ve los campos muertos y marchitos, envenenados por los helicópteros que lanzan defoliantes. Los productos químicos no son especializados. Matan las plantas de coca, pero también las judías, los tomates, las hortalizas. Envenenan el aire y el agua. Adán atraviesa pueblos desiertos que parecen objetos de museo: perfectos objetos antropológicos de una aldea colombiana, salvo que nadie vive en ella. Han huido de los defoliantes, han huido del ejército, han huido de las FARC, han huido de la guerra.
Pasan junto a otros pueblos que han sido quemados, sin más trámites. Círculos carbonizados en el suelo señalan el lugar donde se alzaban las cabañas.
– El ejército -explica su guía-. Queman los pueblos que creen conchabados con las FARC.
Y las FARC queman los pueblos que creen conchabados con el ejército, piensa Adán.
Llegan por fin al campamento de Tirofijo.
Los guerrilleros con uniforme de camuflaje de Tirofijo utilizan boinas y portan AK-47. Hay un número sorprendente de mujeres. Adán se fija en una impresionante amazona de pelo negro que le cae por debajo de su boina. Ella sostiene su mirada, como diciendo y tú qué miras, y él desvía la vista.
Hay actividad por todas partes (escuadrones de guerrilleros se están entrenando, otros están limpiando armas, haciendo la colada, cocinando, patrullando el campamento), y toda esta actividad parece organizada. El campamento es grande y ordenado. Pulcras hileras de tiendas verde oliva están montadas bajo redes de camuflaje. Varias cocinas han sido construidas bajo ramadas de paja. Ve lo que parece ser una tienda hospital y un dispensario. Incluso pasan ante una tienda que parece albergar una especie de biblioteca. Esto no es una pandilla de bandidos en fuga, piensa Adán. Es una fuerza bien organizada que controla su territorio. Las redes de camuflaje, para protegerlos de la vigilancia aérea, constituyen la única concesión a cierta sensación de peligro.
Su acompañante conduce a Adán hasta lo que parece la zona del cuartel general. Las tiendas son más grandes, con avances de lona sujetos para crear porches, bajo los cuales hay jofainas, así como sillas y mesas hechas de madera toscamente labrada. Un momento después, el acompañante vuelve con un hombre mayor y corpulento, vestido con uniforme de camuflaje verde oliva y boina negra.
Tirofijo tiene cara de sapo, piensa Adán. Más gordo de lo que cabría esperar en un guerrillero, con profundas bolsas bajo los ojos, gruesos mofletes y una boca ancha, que parece permanentemente fruncida. Tiene los pómulos altos y afilados, los ojos estrechos, las cejas arqueadas plateadas. No obstante, aparenta menos edad de sus casi setenta años. Camina hacia Adán con vigor y energía. Sus piernas cortas y pesadas no tiemblan.
Tirofijo mira a Adán un momento, como tomándole la medida, y después indica una ramada de paja bajo la cual hay una mesa y unas cuantas sillas. Se sienta y señala con un gesto a Adán para que haga lo mismo.
– Sé que colaboró en la Operación Niebla Roja -dice sin más preámbulos.
– No fue una cuestión política -dice Adán-. Simples negocios.
– Sabe que podría retenerle para pedir rescate -dice Tirofijo-. O podría ordenar que le mataran ahora mismo.
– Y usted sabe -replica Adán- que tal vez solo me sobreviviría una semana.
Tirofijo asiente.
– Bien, ¿de qué tenemos que hablar? -pregunta Adán.
Tirofijo saca un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta y ofrece uno a Adán. Cuando Adán niega con la cabeza, Tirofijo se encoge de hombros y enciende el cigarrillo, y da una larga calada.
– ¿Cuándo nació usted? -pregunta.
– En mil novecientos cincuenta y tres.
– Yo empecé a luchar en mil novecientos ochenta y cuatro -dice Tirofijo-. Durante un período que ahora llaman de la «Violencia». ¿Ha oído hablar de eso?
– No.
Tirofijo asiente.
– Yo era leñador, y vivía en un pueblo pequeño. En aquellos tiempos, no estaba politizado. Izquierda, derecha, todo era indiferente a la madera que cortaba. Una mañana estaba en las colinas cortando leña cuando la milicia local de extrema derecha entró en nuestro pueblo, reunió a todos los hombres, les ató los brazos a la espalda y los degolló. Dejó que se desangraran hasta morir como cerdos, en la plaza del pueblo, mientras violaban a sus mujeres e hijas. ¿Sabe por qué lo hicieron?
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