El hotel Golden West.
Alojamiento de habitaciones individuales.
La última parada antes del cartón en la calle o la losa del forense.
Porque el hotel Golden West transforma cheques de la asistencia social, cheques de la (in)Seguridad Social, cheques del paro, cheques de invalidez, en alquileres de habitaciones. Pero en cuanto los cheques se acaban, te conviertes en una mierda. Lo siento, chicos, a la puta calle, el cartón, la losa. Algunos afortunados mueren en sus habitaciones. No han pagado el alquiler, o el olor de la descomposición se cuela por debajo de la puerta y al final se impone al Lysol, y un reticente empleado se tapa la nariz con un pañuelo y gira la llave maestra. Después hace la llamada y la ambulancia realiza su lento y acostumbrado trayecto hasta el hotel, y sacan a otro tipo en camilla para el último viaje, porque su sol se ha puesto por fin sobre el hotel Golden West.
No todo son borrachuzos. Algún turista europeo se deja caer por aquí, atraído por el precio en el caro San Diego. Se aloja una semana y se larga. O el jovencito norteamericano que se cree el siguiente Jack Kerouac o el nuevo Tom Waits, fascinado por su sordidez extrema, hasta que le roban la mochila de la habitación, con el discman y todo su dinero, le atracan en la calle, o uno de los veteranos intenta encularle en el baño común. Entonces el aspirante a hippy llama a mamá, y ella da el número de su tarjeta de crédito a la recepción para sacar a su niñito de allí, pero ya ha visto una parte de Estados Unidos que, de lo contrario, jamás habría conocido.
Pero la clientela se compone sobre todo de viejos borrachos y psicóticos de toda la vida, que se reúnen como cuervos en sillas destrozadas delante del televisor del vestíbulo. Balbucean sus propios diálogos, discuten por el canal (se han producido apuñalamientos, incluso víctimas mortales, por Los casos de Rockford o La isla de Gilligan; mierda, se han producido apuñalamientos por Ginger comparada con Mary Ann), o se limitan a mascullar monólogos internos de escenas, reales o imaginarias, que tienen lugar en su cerebro.
Batallas constantes y perdidas.
Callan no tiene por qué vivir aquí.
Tiene dinero, podría vivir mejor, pero elige este lugar.
Llámalo penitencia, purgatorio, lo que quieras… Este es el lugar donde se entrega a su autocastigo, se trinca cantidades inhumanas de alcohol (¿autoinyección letal?), suda por las noches, vomita sangre, chilla en sueños, muere cada noche, y vuelta a empezar de nuevo por la mañana.
«Te perdono. Dios te perdona.»
¿Por qué tuvo que decir eso el cura?
Después del puto tiroteo de Guadalajara, Callan se dirigió a San Diego, se alojó en el hotel Golden West y empezó a beber. Un año y medio después, sigue ahí.
Un buen decorado para odiarse a sí mismo. Le gusta.
Llega el ascensor, quejoso como un cansado camarero del servicio dé habitaciones. Callan abre la puerta y oprime el botón que hay debajo de la desteñida B. La puerta de rejilla se cierra como si fuera una celda, y el ascensor desciende entre crujidos. Callan se alegra de ser el único ocupante. No hay ningún turista francés que lo atosigue con petates, ningún universitario dispuesto a descubrir Estados Unidos que le golpee con la mochila, ningún borracho apestoso. Mierda, piensa Callan, el borracho apestoso soy yo.
Da igual.
Al recepcionista le cae bien Callan.
No tiene nada en su contra. El tipo, extraño y joven (para el Golden West), paga en metálico y por adelantado. Es tranquilo y no se queja, y aquella noche, cuando estaba esperando el ascensor y aquel atracador amenazó con una navaja al empleado, este chico le miró y lo derribó. Borracho como una cuba y derribó al atracador de un puñetazo, y después volvió a pedir educadamente la llave.
Así que al recepcionista le cae bien Callan. Sí, el hombre siempre está borracho, pero es un borracho tranquilo que no causa problemas, y eso es lo máximo que puedes pedir. Así que dice hola a Callan cuando deja su llave, Callan murmura un hola y sale por la puerta.
El sol le golpea como un puñetazo en el pecho.
De la oscuridad a la luz, tal cual. Deslumbrado, se queda quieto y entorna los ojos un momento. No está acostumbrado. En Nueva York nunca hacía este sol. Tiene la impresión de que siempre hace sol en el puto San Diego. Sun Diego, deberían llamarlo. Daría su hemisferio cerebral izquierdo por un día de lluvia.
Adapta sus ojos a la luz y entra en el Gaslamp District.
En otro tiempo, era un barrio peligroso y chabacano, lleno de garitos de strip-tease, salas de porno y hoteles de habitaciones individuales, la típica zona centro en declive. Después los hoteles destartalados empezaron a ceder el sitio a edificios de apartamentos cuando llegó el aburguesamiento y se puso de moda vivir en el Lamp. De modo que tienes un restaurante exclusivo al lado de un local porno, un club a la última delante de un hotel de habitaciones individuales, un edificio de apartamentos con cafetería en la planta baja junto a un edificio ruinoso con borrachuzos en el sótano y yonquis en el tejado.
El aburguesamiento está ganando.
Pues claro: el dinero siempre gaña, y el Lamp está empezando a convertirse en un parque temático yuppy. Aún aguantan algunos hoteles de habitaciones individuales, un par de locales porno, unos pocos bares cutres, pero el proceso es irreversible, porque las cadenas han iniciado la invasión, los Starbucks, los Gap, los cines Edwards. El Lamp empieza a parecerse a todo lo demás, y los locales porno, los bares cutres y los hoteles de habitaciones individuales parecen indios borrachos que merodean en el aparcamiento del comercio norteamericano.
Pero Callan no piensa en todo eso.
Solo piensa en ese trago, y sus pies le conducen hasta uno de los antiguos supervivientes, un bar estrecho y oscuro cuyo nombre desconoce (el letrero se borró hace mucho tiempo), encajado entre el último Laundromat del barrio y una galería de arte.
Está oscuro, como debe ser.
Es un bar de bebedores empedernidos (nada de aficionados o diletantes), y hay una docena o más en este momento, la mayoría hombres, que se tambalean en la barra y en los reservados de la pared del fondo. La gente no entra aquí a entablar relaciones sociales, a hablar de deportes o de política, o a catar whiskies estupendos. Entran a emborracharse y a continuar borrachos mientras se lo permitan sus bolsillos y sus hígados. Algunos alzan la vista con hosquedad cuando Callan abre la puerta y deja que un rayo de sol perfore la oscuridad.
La puerta se cierra deprisa, y todos vuelven a clavar la vista en su vaso, mientras Callan entra, se acomoda en un taburete ante la barra y pide.
Bien, todos no.
Hay un tío en un extremo de la barra que sigue mirando subrepticiamente por encima de su whisky. Un tipo pequeño, un tipo viejo con cara de querubín y la cabeza poblada de pelo plateado. Parece un duende subido sobre una seta en lugar del taburete de un bar, y sus ojos parpadean de sorpresa cuando reconoce al hombre que acaba de entrar en el bar, se sienta y pide dos cervezas con un chupito de whisky.
Han pasado veinte años desde que vio por última vez a este hombre, en el pub Liffey de la Cocina del Infierno, cuando este hombre (un crío, en realidad) sacó una pistola de la región lumbar y le metió dos balazos a Eddie «Carnicero» Friel.
Mickey hasta se acuerda de la música que sonaba. Recuerda que había cargado la máquina de discos con versiones de «Moon River», porque quería escuchar la canción el máximo número de veces posible antes de ir a chirona de nuevo. Recuerda haberle dicho a este hombre (sí, no cabe duda de que es él, incluso con el mismo bulto en la región lumbar, donde lleva la pistola) que tirara el arma al río Hudson.
Читать дальше