– Vais y os detienen -dice Fabián-, y les decís la verdad, que íbamos a por Güero Méndez, que nos tendió una emboscada, y que Fabián confundió a Parada con Güero y le mató por accidente. Nadie quería hacer daño a Parada. Algo por el estilo.
– No sé, tío -dice Soñador.
– Escuchad -dice Fabián-, sois unos críos. No participasteis en el tiroteo. Solo os caerán unos años, y entretanto cuidaremos como reyes a vuestros familiares. Y cuando salgáis, encontraréis en el banco el respeto y el agradecimiento de Adán Barrera, acumulando intereses para vosotros. Flaco, tu madre trabaja de camarera en un hotel, ¿verdad?
– Sí.
– Dejará de hacerlo si demuestras tener arrestos -dice Fabián.
– No sé -dice Soñador-. La poli mexicana…
– Os diré una cosa. ¿Os acordáis de la recompensa por Güero? ¿Aquellos cincuenta mil? Os los dividís, nos decís a quién hay que entregarlo, y asunto concluido.
Ambos dicen que el dinero vaya a parar a sus madres.
Cuando se acercan a la frontera, las piernas de Flaco tiemblan tanto que tiene miedo de que Fabián se dé cuenta. Sus rodillas están entrechocando entre sí literalmente, tiene los ojos anegados en lágrimas y no puede impedir que se derramen. Está avergonzado, aunque oye a Soñador sorber por la nariz en el asiento de atrás.
Cuando están cerca del cruce, Fabián frena para que salgan.
– Tenéis arrestos -dice-. Sois guerreros.
Atraviesan Inmigración y Aduanas sin ningún problema y empiezan a caminar hacia el sur, hasta entrar en la ciudad. Apenas han recorrido dos manzanas cuando unos focos les iluminan, les deslumbran, y los federales gritan y les dicen que levanten las manos, y Flaco obedece. Entonces un poli le agarra, le tira al suelo y le esposa las manos a la espalda.
Flaco está tirado en el suelo, con la espalda arqueada de forma dolorosa, pero ese dolor no es nada comparado con el que experimenta después de que el federal le escupa en la cara y le dé una patada en la oreja con la punta de su bota de combate, como si le hubiera reventado el tímpano.
El dolor estalla como fuegos artificiales dentro de la cabeza de Flaco.
Después, desde muy lejos, oye una voz que le dice…
Esto solo es el principio, mi hijo.
Apenas ha empezado.
El teléfono de Nora suena y ella descuelga.
Es Adán.
– Quiero verte.
– Vete al infierno.
– Fue un accidente -dice él-. Una equivocación. Dame la oportunidad de explicártelo. Por favor.
Ella quiere colgar, se detesta por no hacerlo, y no lo hace. Accede a encontrarse con él aquella noche en la playa de La Jolla Shores, junto a la Torre Salvavidas 38.
Le ve acercarse bajo la tenue luz de la torre. Da la impresión de que Nora está sola.
– Sabes que he puesto mi vida en tus manos -dice Adán-. Si has llamado a la policía…
– Era tu cura -dice ella-. Tu amigo. Mi amigo. ¿Cómo pudiste…?
Él niega con la cabeza.
– Ni siquiera estaba allí. Estaba en un bautizo en Tijuana. Fue un accidente, se cruzó…
– Eso no es lo que dice la policía.
– Méndez es el dueño de la policía.
– Te odio, Adán.
– No digas eso, por favor.
Parece tan triste, piensa ella. Solo, desesperado. Quiere creerle.
– Júralo -dice-. Júrame que estás diciendo la verdad.
– Lo juro.
– Por la vida de tu hija.
No puede permitirse perderla.
Asiente.
– Lo juro.
Ella le estrecha en sus brazos.
– Dios, Adán, me siento tan mal.
– Lo sé.
– Le quería.
– Lo sé -dice Adán-.Yo también.
Y lo más triste, piensa, es que es verdad.
Debe de ser un vertedero, porque Flaco huele a basura.
Y debe de ser por la mañana, porque nota en la cara la tenue luz del sol, aunque a través de una capucha negra. Le han reventado un tímpano, pero puede oír las súplicas de Soñador.
– Por favor, por favor, no, no, por favor.
Suena un disparo y Flaco ya no oye a Soñador.
Después Flaco siente que un cañón de pistola roza su cabeza, junto a su oído bueno. Describe pequeños círculos, como si su poseedor quisiera asegurarse de que Flaco sabe lo que es, y entonces oye que el percusor chasquea.
Flaco chilla.
Un clic seco.
Flaco pierde el control. Su vejiga no aguanta más y siente la orina caliente que resbala por su pierna, las rodillas ceden y cae al suelo, retorciéndose como un gusano, intentando alejarse del cañón de la pistola, y entonces oye que el percutor retrocede de nuevo, otro clic seco, y una voz:
– Tal vez la siguiente, ¿eh, pequeño pendejo?
Clic.
Flaco se caga encima.
Los federales gritan de alegría.
– ¡Dios, qué hedor! ¿Qué has estado comiendo, mierdita?
Flaco oye que el percutor retrocede de nuevo.
La pistola ruge.
Las balas se hunden en la tierra, al lado de su oído.
– Levantadle -ordena la voz.
Pero los federales no quieren tocar al chico cubierto de mugre. Encuentran por fin una solución: le quitan la capucha y la mordaza a Soñador y le obligan a despojar a Flaco de los pantalones y la ropa interior manchados, y le dan un paño mojado para que limpie la mierda de su amigo.
– Lo siento -murmura Flaco-. Lo siento.
– No pasa nada.
Después los meten en la parte posterior de una furgoneta y les conducen de vuelta a su celda. Les arrojan sobre un suelo de cemento desnudo, cierran la puerta con estrépito y les dejan a solas un rato.
Los dos chicos lloran tumbados en el suelo.
Una hora después, un federal regresa y Flaco se pone a temblar de manera incontrolada.
Pero el federal se limita a tirarles una libreta y un lápiz, y les dice que se pongan a escribir.
Su historia se publica en los periódicos al día siguiente.
Confirmación de las sospechas del PJF sobre lo sucedido en el caso Parada: el cardenal fue víctima de una equivocación de identidad, asesinado porque miembros de una banda norteamericana le confundieron con Güero Méndez.
El presidente vuelve a la televisión, con el general León a su lado, para anunciar que esta noticia no hace más que fortalecer la resolución de su administración de declarar una guerra sin cuartel contra los cárteles de la droga. No cesarán hasta castigar a esos asesinos y destruir a los narcotraficantes.
La lengua de Flaco cuelga de su boca.
Tiene la cara de un azul oscuro.
Cuelga del cuello de la tubería de vapor que corre a lo largo del techo de su celda.
Soñador cuelga a su lado.
El forense regresa con el veredicto de doble suicidio. Los jóvenes no podían soportar la culpa de haber asesinado al cardenal Parada. El forense nunca entró en detalles sobre los golpes con fractura de hueso recibidos en la nuca.
San Diego
Art espera en el lado norteamericano de la frontera.
El terreno aparece de un verde extraño en los prismáticos de visión nocturna. De todos modos, es un territorio extraño, piensa. Tierra de nadie, la desolada extensión de colinas polvorientas y profundos cañones que hay entre Tijuana y San Diego.
Cada noche se practica un juego siniestro aquí. Justo antes del ocaso, los aspirantes a mojados se congregan sobre el canal de drenaje seco que corre a lo largo de la frontera, a la espera de que oscurezca. Como si recibieran una señal, todos corren al unísono. Es un juego de cifras: los ilegales saben que la Patrulla de Fronteras solo puede detener a un número limitado, de modo que el resto cruzará para conseguir trabajos por debajo del salario mínimo, recogiendo fruta, lavando platos, trabajando en granjas.
Pero esta noche el jaleo ya ha terminado, y Art se ha asegurado de que la Patrulla de Fronteras esté lejos de este sector. Un desertor llega desde el otro lado, y si bien va a ser invitado del gobierno de Estados Unidos, no puede cruzar por ninguno de los puestos normales. Sería demasiado peligroso. Los Barrera tienen observadores que vigilan los puestos de control veinticuatro horas al día, siete días a la semana, y Art no puede correr el riesgo de que divisen a este hombre.
Читать дальше