Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– Juro por Dios que si no me quitan esos bichos de encima, jamás, jamás volveré a pasar hambre… ¡porque me los voy a comer!

Harry sacó su estetoscopio y su oftalmoscopio de bolsillo y reconoció a Maura todo lo bien que le permitían las circunstancias. Maura no opuso resistencia pero tampoco lo ayudó. Seguía con sus retahílas y le daba manotazos a la ropa para espantar a los bichos.

Al cabo de unos instantes, se oyó la voz de la enfermera a través del intercomunicador. Estaba en la sala de reuniones dando su informe antes del cambio de turno. Salvo que surgiese algún problema grave, acudiría en cuanto ellos hubiesen terminado.

– No le aprecio nada preocupante -le dijo Harry a Tom-. Creo que ahora podemos ver cuál es su verdadero estado, sin que lo enmascaren los tranquilizantes…

– Oigan, busco a un tal Sidonis. Al doctor Cash Sidonis, o algo así.

Harry y Tom miraron hacia la puerta. Un hombre de tez cetrina, calvo y con un traje de poliéster los miraba de hito en hito. Llevaba un bloque de espiral en el que había leído el nombre de Sidonis. Sus hundidos ojillos parecían velados por una tenue sombra. Harry «olía» a un fumador empedernido a la legua.

– ¡Teniente Dickinson! -exclamó Tom.

El aludido lo miró con los ojos entornados y agitó el índice como si tratara de recordar quién era.

– El «yalero», ¿no?

– Sí -contestó Hughes con cara de pocos amigos-. Supongo que me cuadra. No obstante, me llamo Tom Hughes. Le presento al doctor Corbett. Harry, aquí el teniente Albert Dickinson. Es inspector de la veintiocho. Había una vacante Para inspector allí, me presenté pero estaba él…

– Se presentó usted y medio cuerpo -dijo Dickinson con aspereza-. Yo de usted no me hubiese hecho ilusiones. La competencia es feroz. Feroz. Los de relaciones públicas y los asesores de imagen creen que ser un «yalero» es una ventaja, pero los que nos hemos pateado las calles no estamos tan seguros. Muchos de nosotros preferimos a los que se han licenciado en el «tercer grado». ¿Me capta, verdad? -añadió el teniente con un amago de carcajada que degeneró en tos seca.

Tom permaneció impasible. Por lo menos en apariencia, no tomó a pecho las palabras del teniente, cuya rudeza se le antojó a Harry una especie de alarde de campechanía.

– A los que han pasado por la universidad los llaman «yaleros», como si todos hubiesen ido a Yale. Lo cierto es que en mi caso es verdad -explicó Tom de buen talante.

– ¿Ha dicho Corbett, verdad? -dijo Dickinson-. Del que se me ha quejado Sidonis. He hablado con él y ahora querría hacerlo con usted. Ese cabronazo debe de tener mucha mano para hacer que me envíen aquí en una noche como ésta. ¡Mucha mano debe de tener!

– ¡Apartaos de mí, malditos! -gritó Maura-. ¡Fuera! ¡Malditas hormigas! ¡Estoy harta!

– ¿Quién es? -preguntó Dickinson, que al reparar en el aspecto de Maura meneó la cabeza con expresión distante.

– Es… verá… Es mi hermana Maura -repuso Tom, que irguió ligeramente los hombros.

Harry reparó en que Tom tenía cerrado el puño que quedaba fuera del ángulo de visión de Dickinson.

Al teniente le bastó volver a mirar a Maura para sentenciar que era una alcohólica irrecuperable.

– A ver si saben por qué los irlandeses son los amos del whisky y los árabes los del petróleo -preguntó Dickinson-. ¿No lo saben? Pues porque a los irlandeses les dieron a elegir primero.

El teniente iba a arrancarse en una de sus broncas carcajadas cuando Maura le escupió. Desde más de dos metros de distancia no le acertó con el salivazo por escasos centímetros.

– ¡Zorra! -masculló Dickinson.

– ¡Memo! -replicó Maura.

– ¿Está en la habitación el inspector Dickinson? -pregunto la enfermera del turno de noche a través del intercomunicador-. Si está, permítame que le diga que tenía que haber pasado por el control de enfermeras antes de entrar en la habitación de un paciente. Además, está aquí el doctor Sidonis, que quiere verlo. Se halla en la sala de reuniones, contigua a nuestra sección.

– No se marche de aquí, Corbett -dijo el teniente mirando a Harry-. Ni usted tampoco, «yalero».

Dickinson volvió a guardar el bloc de espiral en el bolsillo de la chaqueta y salió de la habitación. Tom permaneció en silencio hasta que estuvo seguro de que el teniente no podía oírlos.

– La hemos hecho buena -dijo-. Dickinson es de los que ya pasan de todo. No movería un dedo más de lo obligado ni para ayudar a su madre.

– Pero… se presentó para inspector y lo eligieron, ¿no?

– Uy… Es que en el Departamento de Policía de Nueva York tienen un sentido de la lógica muy particular. Me comentaron que yo era el candidato con más posibilidades, pero, como acaba de oír, nunca se sabe. La verdad es que hubiese preferido no encontrarme con Dickinson.

– Lo siento.

– No ha sido culpa suya. Además, no tiene por qué preocuparse por él. Lo incordiará con unas cuantas preguntas de manual, sólo para tener algo que poner en su informe, pero en cuanto vea que no hay razones para sospechar, lo dejará tranquilo y se largará a pasar un par de horas en su pub de costumbre.

– Pero… es que sí que hay razones.

– ¿Para qué?

– Hay razones para sospechar.

Capítulo 9

Harry le contó con detalle a Tom Hughes su llamada al anestesista y lo que había visto en la ficha de Evie. Nada más terminar de explicárselo, subieron a Evie a la planta. Se estremeció al verla y comprender que ya pensaba en ella, y en su vida en común, en pretérito. Pese a todos los esfuerzos, la mujer que había sido su esposa durante nueve años estaba prácticamente muerta.

– El electroencefalograma muestra una pequeña actividad cerebral -le informó Richard Cohen mientras volvían a conectar a Evie a los aparatos de control de sus constantes vitales y de oxigenación-, aunque muy poca. Desde luego, no la suficiente como para que, en cuanto usted lo autorice, no se proceda a… Como usted sabe, el factor tiempo es crucial. Los órganos empiezan a fallar.

– Lo sé -dijo Harry-. ¿Cuándo piensan hacer el segundo electroencefalograma?

– A las diez de la mañana.

Harry miró a su esposa. En sus veinticinco años de médico, había vivido innumerables experiencias ligadas a la muerte y al dolor, pero ninguna de ellas lo había preparado para afrontar aquélla. Hacía sólo unas horas, Evie era la persona más importante en su vida. Hacía sólo unas horas, con Sidonis o sin él, aún tenían la oportunidad de salvar su matrimonio. Y de pronto todo había terminado. Ahora le pedían que permitiera que la muerte de Evie fuese fuente de vida para otros, que autorizara la donación de sus órganos.

Siempre prestó su apoyo a las familias que se encontraban en tales circunstancias, y siempre encontró las palabras oportunas. Pero nunca había tenido que tomar él la decisión.

– Entréguele la documentación a las enfermeras -dijo Harry-. La firmaré antes de marcharme. No obstante quiero ver a Evie por la mañana, antes de que hagan nada.

– No se preocupe -lo tranquilizó Cohen, que le dio las gracias, musitó unas breves y algo azoradas palabras de condolencia y salió de la habitación.

Al cabo de unos momentos, en cuanto tuvieron a Evie conectada a todos los aparatos de control, entró el técnico en respiración asistida. Sue Jilson le tomó la presión a Evie, anotó el dato junto a los de sus otras constantes vitales y miró a Harry.

– El técnico que le ha hecho el escáner le ha quitado esto a su esposa -dijo la enfermera con frialdad-. Me ha parecido que ya no tenía sentido volver a ponérselo -añadió al devolverle a Harry el colgante de Tiffany's.

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