Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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El perro ladraba entre los árboles casi a sus pies. Ya andaba cerca. Su voz interior le decía que dejara el fusil, subiera al travesaño y soltara las garrafas. Iba a hacerlo cuando oyó el rugido de poderosos motores.

¿Más camiones traídos por Schörner al bosque?

El auto de campaña de los SS apareció entre los árboles. McConnell apuntó a las luces traseras y parpadeó para expulsar el sudor de sus ojos. Su corazón latía con fuerza. Pero cuando estaba a punto de disparar, oyó un chasquido seco en lo alto sobre su cabeza. La ladera fue bañada por una fuerte luz como si Dios hubiera oprimido un interruptor en el cielo. No sabía quién había lanzado la bengala, pero al instante su ojo midió la distancia por los postes, las copas de los árboles, el camino…

Apuntó adelante del auto y apretó el disparador.

– ¡ Disparos de fusil!, -gritó Schörner. Alzó la vista al cielo para tratar de ver la bengala. -¡Fusileros entre los árboles! ¡Hacia el sur!

Orientados por el perro, Schörner y sus hombres corrieron por la maleza hacia el ruido de los disparos.

El segundo proyectil de McConnell atravesó el techo de lona del auto y penetró en el cuello de un SS en el asiento trasero. El soldado chilló como un cerdo degollado. Su sangre salpicó a sus camaradas, quienes bajaron las cabezas, convencidos de que los disparos venían de los bordes del camino. Cuatro segundos después, otro proyectil arrancó el espejo lateral. El conductor no terminaba de asimilar el impacto, cuando el quinto proyectil atravesó la chapa del baúl y perforó el tanque. El chorro de nafta cayó al camino y las chispas del escape sobrecalentado la encendieron al instante.

El tanque estalló con un ruido sordo de obús, quebró el tren trasero y la culata del auto se deslizó sobre el camino con un chillido metálico. Los SS que aún vivían se arrojaron por las puertas, abandonando a sus camaradas heridos en el vehículo en llamas.

Anna cerró los ojos y viró, aturdida por el fogonazo. No tenía idea de lo sucedido al auto militar. ¿Había pisado una mina? Volvió al camino y alzó el pie del acelerador. Ya no era necesario que se sacrificara en una maniobra diversionista. ¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? ¿Volver al poste? Era tarde para ayudar a McConnell. ¿Y el campo? Si todo sucedía según lo previsto, en poco tiempo lo saturaría el gas. Siguió adelante lentamente, tratando de poner orden en sus pensamientos.

Entonces recordó a los niños.

Tenía el equipo antigás. Tenía la pistola.

Tenía que pagar una deuda.

– ¿Qué mierda fue eso? -preguntó Harry Sumner.

– No tengo la menor idea, señor. Una pequeña explosión.

– Bueno, carajo. ¿Es ahí o no?

El navegante apartó la vista de las llamas y estudió el terreno. A medida que el paracaídas con la bengala se alejaba arrastrado por el viento, divisó algo parecido a una jaula metálica en la cima de una colina hacia el noroeste.

– ¡Ahí está, Harry! ¡La estación transformadora! ¡Es ahí! ¡Ciento por ciento!

El jefe de escuadrilla Sumner apretó la espalda contra el respaldo del asiento y viró su Mosquito. Tomó el micrófono.

– Segundo pase. Líder lanza todas las bengalas.

McConnell subió nuevamente al travesaño para ocuparse de su tarea. A la última luz de la bengala, la cima del poste era tal como la había descrito Stern. El travesaño de seis metros abarcaba dos gruesos puntales y se extendía casi un metro a lado y lado. Tres pares de cables pasaban sobre el travesaño, uno por cada extremo y el tercero sobre el centro. Tres aisladores de porcelana semejantes a platos invertidos separaban los cables del travesaño.

Según Stern un cable de cada par estaba electrificado. El otro era un auxiliar. Las garrafas de gas pendían del cable auxiliar en el extremo del travesaño más cercano a McConnell, a un metro treinta de él. Las barras de suspensión con forma de signos de interrogación se proyectaban del rodamiento hacia afuera y hacia abajo de los cables para sostener las garrafas. McConnell vio que Stern había retirado las dos más próximas al travesaño para colocarlas en el refugio antiaéreo de los SS. Pero la cuerda de caucho para retirar las clavijas de los seis rodamientos restantes estaba al alcance de la mano. Stern la había atado a la cabeza de la garrafa más próxima.

McConnell se deslizó hasta el extremo del travesaño con mucho cuidado para que la madera no rasgara la entrepierna del equipo. Se detuvo a corta distancia del aislador de porcelana. Estudió la soga: estaba colocada de manera tal, que al tirar de ella las clavijas que trababan los rodamientos saltarían en orden inverso para soltar en primer término la garrafa más alejada del poste y así sucesivamente hasta la más próxima.

Los gritos en tierra se acercaban, mientras caía nuevamente la oscuridad sobre la ladera. McConnell sujetó el cinturón de seguridad al travesaño, se inclinó, tomó la cuerda y dio un tirón.

La cuerda se estiró, pero aparte de eso no pasó nada.

Dio un nuevo tirón, más fuerte que el primero, y casi perdió el equilibro al saltar la clavija. La cuerda cantó como la bordona de una guitarra y la garrafa más distante empezó a rodar.

McConnell parpadeó, incrédulo. Dos garrafas ya rodaban cuesta abajo y a velocidad creciente. Stern le había dicho que tratara de conservar distancia entre ellas. ¡Había tirado con demasiada fuerza! Empezó a contar lentamente -su intención era llegar a quince-, pero antes de llegar a cinco vio las luces rojas que se acercaban al río Recknitz.

Anna.

Seguía su camino hacia Totenhausen. ¿Qué mierda hacía? ¿No había visto cómo estallaba el auto de los SS? ¡Seguramente sí! ¿Qué pensaba hacer en el campo? En medio de su pánico, McConnell cayó en la cuenta de que Stern tal vez estaba vivo. ¿Era eso? ¿Trataría de rescatar a Stern? Pero no podría pasar a los centinelas del portón, salvo que…

Con el coraje de la desesperación, McConnell soltó la cuerda de caucho y retrocedió hacia el poste que acababa de escalar. Siguió de largo hacia el centro del travesaño y se detuvo justo antes de llegar al aislador central. A quince centímetros de su entrepierna pasaba el cable auxiliar, y apenas más allá el cable electrificado.

Sintió una fuerte vibración en el travesaño causada por la corriente del cable. Estaba demasiado cerca. Se alejó un poco, hasta quedar a unos treinta centímetros del par de cables.

Descolgó el fusil de su hombro, lo tomó por el cañón con su mano derecha, se inclinó hacia adelante y extendió el brazo de manera que la culata quedó a unos veinte centímetros del puntal más alejado. Su brazo derecho temblaba por el peso del viejo fusil. Bajó la culata hasta que el extremo del cañón más próximo a la recámara quedó apoyado sobre el travesaño a pocos centímetros del puntal. Lenta, cuidadosamente, bajó el extremo del cañón que sostenía en la mano hasta que quedó a diez centímetros del cable central electrificado.

Entonces cerró los ojos y dejó caer el cañón.

Mein Gott! -chilló un soldado-. ¡La bomba!

Inmóvil sobre la nieve, Wolfgang Schörner estaba aturdido por el fogonazo blanco-azulado que había estallado frente a él. Había oído muchas bombas en su vida, pero esa explosión era distinta de todas ellas. El fogonazo se había producido delante de él, pero el ruido había venido de atrás, desde la estación transformadora. Después del fogonazo había percibido, sin verla del todo, la deslumbrante luz blanca que pasaba sobre su cabeza hacia la estación transformadora. A ésta había seguido una ráfaga sorda y luego -un segundo largo después-la explosión.

Cuatro hechos nítidamente diferenciados.

Entonces comprendió. No era una bomba. De alguna manera, alguien había provocado un corto circuito. Lo había hecho de manera tal que los generadores principales habían estallado. El apagón dudaría unos segundos, hasta que los generadores y los cables auxiliares entraran automáticamente en funcionamiento. Schörner esperó a oír los ruidos que así lo indicaran.

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