John Connolly - El Poder De Las Tinieblas

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El Poder De Las Tinieblas: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fría noche de invierno, la paz de Maine se ve perturbada por dos hechos en principio inconexos: un sangriento tiroteo durante el cobro de un rescate y el suicidio de una anciana en pleno bosque. Contra todo pronóstico, todas las pistas apuntan a un mismo hombre. Y Charlie Parker, a quien ya conocimos en Todo lo que muere, deberá actuar con rapidez porque los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso, los cadáveres se multiplican y la violencia se extiende como un rastro de sangre por los bosques nevados de Maine. Con esta segunda novela, John Connolly se consagra como un maestro del género negro.

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Y sin embargo, aunque los años la habían transformado, la estaban cambiando incluso en ese instante, no habían conseguido mermar su belleza. Al contrario, conforme envejecía, su feminidad, la sensación de ella como mujer, parecía haberse realzado. La frágil belleza de su juventud había resistido los duros inviernos del norte y las dificultades de su matrimonio adaptándose sin desvanecerse, y esa fuerza había encontrado expresión en su rostro, en su cuerpo, revistiéndola de una dignidad y una madurez que antes estaban ocultas, que sólo de vez en cuando se mostraban en sus rasgos. Mientras nos mirábamos a los ojos, supe que la mujer a quien yo había amado, por quien aún sentía algo parecido al amor, permanecía en el fondo intacta.

– Sigues siendo hermosa -dije.

Me observó con atención, para cerciorarse de que no intentaba engañarla con mentiras piadosas. Cuando vio que decía la verdad, cerró los ojos suavemente como si algo la hubiese tocado muy profundamente pero no supiese si sentía dolor o placer.

Se tapó la cara con las manos y movió la cabeza en un gesto atribulado.

– Esto es un poco embarazoso.

– Un poco -convine.

Asintió y volvió a entrar en el baño. Al salir fue derecha a la puerta. La seguí y llegué junto a ella cuando tocó el picaporte. Se volvió antes de abrir y me acarició la mejilla.

– No sé, Bird -dijo apoyando la frente con delicadeza en mi hombro por un momento-. Sencillamente no sé.

A continuación salió de la habitación a la luz del alba.

Me eché a dormir un rato; luego me duché y me vestí. Miré qué hora era mientras me ponía el reloj en la muñeca, y un dolor como no había sentido desde hacía meses me traspasó el estómago. Me dejé caer al suelo echo un ovillo y empecé a llorar casi en silencio, envolviéndome con los brazos, sacudido por intensas punzadas de sufrimiento. Con todo lo que había ocurrido -la búsqueda del rastro de Caleb Kyle, el encuentro con Rachel, la muerte de Stritch- había perdido la noción del tiempo.

Era el 11 de diciembre. Faltaba un día para el aniversario.

Eran más de las tres cuando me tomé una tostada y un café en el restaurante; estuve pensando en Susan y en la rabia que sentía contra el mundo por permitir que ella y mi hija me hubiesen sido arrebatadas. Y me pregunté cómo, con tanto dolor enroscado dentro de mí, podía empezar una vida nueva.

Pero quería a Rachel, lo sabía, y me sorprendió cuán profundamente la necesitaba. Fui consciente de ello sentado frente a ella en Harvard Square, escuchando su voz y observando el movimiento de sus manos. ¿Cuántas veces habíamos estado juntos? ¿Dos? Sin embargo, con ella había sentido una paz de la que me había visto privado desde hacía mucho tiempo.

Me pregunté también qué podía aportar yo, tanto a ella como a mí mismo, si la relación llegaba a prosperar. Era un hombre perseguido por el fantasma de su esposa. Había llorado su pérdida, y aún la lloraba. Mis sentimientos por Rachel, y lo que habíamos hecho juntos, hacían que me sintiera culpable. ¿Traicionaba el recuerdo de Susan por desear empezar de nuevo? Eran tantos los sentimientos, tantas las emociones, tantos los actos de venganza, los intentos de compensación que se habían concentrado en el transcurso de los últimos doce meses. Me sentía agotado por todo y atormentado por las imágenes que se colaban subrepticia y espontáneamente en mis sueños y mientras estaba despierto. Había visto a Donald Purdue en el bar. Lo había visto con la misma claridad con la que había visto a Lorna desnuda ante mí, con la misma claridad con la que había visto a Stritch empalado en un árbol.

Quería empezar una nueva vida, pero no sabía cómo. Sólo sabía que me acercaba cada vez más al borde del abismo y que debía encontrar la manera de afianzarme si quería evitar la caída.

Salí del restaurante y partí hacia Greenville. El Mercury estaba aparcado detrás del motel bajo unos árboles, casi invisible desde la carretera. No creía que Rand fuese en busca de Ángel y Louis, no mientras me tuviese a mí, pero no estaba de más tomar precauciones. Cuando aparqué, Ángel abrió la puerta de la habitación número seis, se apartó para dejarme entrar y cerró de nuevo.

– Vaya, tú por aquí -dijo con una amplia sonrisa.

Louis, tumbado en una de las dos camas dobles de la habitación, leía el último número de Time.

– Tienes razón, Bird -comentó-. Eres único. Pronto tú y Michael Douglas coincidiréis en una de esas clínicas para adictos al sexo y leeremos sobre ti en la revista People.

– La vimos llegar cuando nos íbamos -explicó Ángel-. Estaba muy alterada. No tuve más remedio que dejarla entrar. -Se sentó junto a Louis-. Ahora seguro que nos vas a contar que tú y el jefe os sentasteis a aclarar este asunto, y que él te dijo: «Claro, acuéstate con mi mujer, porque en realidad te quiere a ti y no a mí». Porque si no fue así, muy pronto vas a ser peor recibido incluso que hasta ahora. Y la verdad, ya eres tan mal recibido como los pies de un muerto en verano.

– No me acosté con ella -anuncié.

– ¿Se te insinuó?

– ¿Has oído hablar alguna vez de la sensibilidad?

– Es algo muy sobrevalorado, pero lo interpretaré como un «sí» y supondré que tú no respondiste. ¡Dios mío, Bird, tienes el autocontrol de un santo!

– Dejémoslo, Ángel, por favor.

Me senté en el borde de la segunda cama y apoyé la cabeza en las manos. Respiré hondo y cerré los ojos con fuerza. Cuando volví a levantar la vista, Ángel estaba casi a mi lado. Alcé la mano para indicarle que me encontraba bien. Fui al baño y me mojé la cara con agua fría antes de volver con ellos.

– En cuanto al jefe, aún no me ha echado del pueblo -dije reanudando la conversación en el punto donde la habíamos dejado-. Soy testigo y sospechoso del asesinato sin resolver de un hombre no identificado en los bosques de Maine. Jennings me ha pedido que me quede por aquí y que me lo tome con calma. También me ha contado otra cosa: el forense aún no ha hecho público oficialmente su informe, pero casi con toda seguridad confirmará que Chute recibió una paliza antes de morir. Por las marcas en las muñecas, daba la impresión de que alguien lo había colgado de un árbol para apalearlo.

Sumado a la muerte de Stritch, ese hecho significaba que, a la mañana siguiente, Dark Hollow probablemente se convertiría en un hervidero de periodistas y que aparecerían aún más policías.

– Louis ha hecho unas cuantas llamadas, se ha puesto en contacto con algunos de sus colaboradores -dijo Ángel-. Ha averiguado que Al Z y un contingente de voluntarios de Palermo llegó anoche en avión a Bangor. Según parece, a Tony Celli se le ha acabado el tiempo.

Así pues, estaban estrechando el cerco. Se acercaba la hora de la verdad. Lo presentía. Fui a la puerta y contemplé la quietud del India Hill Mall, con su tienda de armas y su oficina de información turística, el aparcamiento vacío. Louis se aproximó a mí.

– Anoche pronunciaste el nombre de ese niño poco antes de ver a Stritch -dijo.

Asentí.

– Vi algo, pero ni siquiera sé qué era.

Abrí la puerta y salí. Él no insistió.

– ¿Y ahora qué? -preguntó-. Vas vestido como si te hubieses preparado para una aventura en el Ártico.

– Aún tengo previsto visitar a aquel viejo para averiguar cómo llegaron a él las botas de Ricky que le vendió a Stuckey.

– ¿Te acompañamos?

– No, no quiero asustarlo más de lo necesario, y será mejor que no os dejéis ver por Dark Hollow durante un tiempo. Después de hablar con él, quizá podamos decidir por dónde continuar. Puedo ocuparme de esto yo solo.

Me equivocaba.

Tercera parte

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