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John Connolly: El Poder De Las Tinieblas

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John Connolly El Poder De Las Tinieblas

El Poder De Las Tinieblas: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fría noche de invierno, la paz de Maine se ve perturbada por dos hechos en principio inconexos: un sangriento tiroteo durante el cobro de un rescate y el suicidio de una anciana en pleno bosque. Contra todo pronóstico, todas las pistas apuntan a un mismo hombre. Y Charlie Parker, a quien ya conocimos en Todo lo que muere, deberá actuar con rapidez porque los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso, los cadáveres se multiplican y la violencia se extiende como un rastro de sangre por los bosques nevados de Maine. Con esta segunda novela, John Connolly se consagra como un maestro del género negro.

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Billy encontró algo parecido a un hogar en la casa de un viejo y su esposa, en el norte del estado, una pareja especializada en chicos difíciles. El hombre había acogido a unos veinte niños antes de Billy y, cuando conoció a éste un poco, quizá pensó que ya había tenido suficiente. No obstante, intentó hacer entrar en vereda a Billy y durante un tiempo éste fue feliz, o tan feliz como podía llegar a ser. Después pasó una temporada vagando sin rumbo. Acabó en Boston y anduvo en compañía de la banda de Tony Celli, hasta que se pasó de la raya con quien no debía y lo mandaron de regreso a Maine, donde conoció a Rita Ferris, siete años menor que él, y se casó con ella. Tuvieron un hijo, pero el verdadero niño en aquella relación fue siempre Billy.

En la actualidad tenía treinta y dos años y la constitución de un toro, los músculos de los brazos como enormes jamones, las manos anchas y fuertes, los dedos casi hinchados de tan robustos. Tenía los ojos pequeños y porcinos y los dientes desiguales, y el aliento le olía a licor de malta y pan de masa fermentada. Tenía mugre bajo las uñas y una erupción en el cuello, granos con puntas blancas, por afeitarse con una hoja vieja y mellada.

Tuve oportunidad de observar a Billy Purdue de cerca tras fracasar en mi intento de inmovilizarlo con una llave de judo, entonces él me empujó contra la pared de su caravana Airstream, un ruinoso vehículo de diez metros instalado en las inmediaciones de Scarborough Downs, que apestaba a ropa sucia, a comida pasada y a semen de varios días. Sujetándome con fuerza por el cuello con una mano, me tenía levantado en el aire de modo que apenas rozaba el suelo con las puntas de los pies. Con la otra mano sostenía la navaja de hoja corta con la que me había cortado a un par de centímetros por debajo del ojo izquierdo. Sentía el goteo de mi propia sangre desde el mentón.

Probablemente, tratar de hacerle una llave no había sido buena idea. De hecho, en la escala de las buenas ideas, se situaba en algún punto entre votar a Ross Perot e invadir Rusia en invierno. Habría tenido más posibilidades si me hubiese propuesto inmovilizar con una llave a la propia caravana; aun recurriendo a todas mis fuerzas para apartar de mí el brazo de Billy Purdue, éste permanecía tan rígido e inamovible como la estatua del poeta en Longfellow Square. Mientras tomaba conciencia de hasta qué punto había sido mala idea optar por la llave, Billy tiró de mí, me golpeó en la cabeza con la palma abierta de su enorme mano derecha y volvió a empujarme contra la pared de la caravana, utilizando sus grandes muñecas para impedirme que moviera los brazos. Aún me zumbaba la cabeza por efecto del manotazo y me dolía el oído. Pensé que me había reventado el tímpano, pero de pronto noté que aumentaba la presión en el cuello y comprendí que quizá ya no tendría que preocuparme por el tímpano durante mucho más tiempo.

Hizo girar la navaja y sentí una nueva punzada de dolor. Ahora la sangre corría copiosamente y me caía en el cuello de la camisa blanca desde el mentón. Casi morado de ira, con la respiración entrecortada, Billy escupía saliva entre los dientes apretados cada vez que resoplaba.

Mientras concentraba su atención en asfixiarme, deslicé la mano derecha bajo mi chaqueta y percibí la fría empuñadura de la Smith & Wesson. A punto de perder el conocimiento, conseguí desenfundarla y mover el brazo lo suficiente para hundir la boca del cañón en la carne blanda de la papada de Billy. En sus ojos, una luz roja destelló brevemente y comenzó a apagarse. Noté que la presión en el cuello se reducía y la navaja se apartaba de la herida, y me desplomé. Cuando intenté llenar de aire mis pulmones vacíos con inspiraciones estertóreas y poco profundas, me dolió la garganta. Mantuve a Billy encañonado, pero se había dado media vuelta. Ahora que el acceso de rabia empezaba a remitir, parecía haber perdido interés en el arma y también en mí. Sacó un cigarrillo de un paquete de Marlboro y lo encendió. Me ofreció el paquete. Negué con la cabeza y el dolor de oído se intensificó de nuevo. Decidí no mover más la cabeza.

– ¿Por qué has intentado hacerme una llave? -preguntó Billy con tono dolido. Me miró y advertí auténtico disgusto en su expresión-. No deberías haberlo hecho.

Desde luego era todo un personaje. Tomé aire unas cuantas veces, aspirando ya más profundamente, y hablé. La voz me salió ronca y tuve la sensación de que me habían restregado gravilla en la garganta. Si Billy no hubiese sido tan pueril, quizá le habría asestado un culatazo.

– Has dicho que ibas a por un bate de béisbol y sacudirme el polvo, si no recuerdo mal -respondí.

– Eh, has sido tú el maleducado -replicó, y la luz roja pareció brillar otra vez por un instante.

Yo seguía apuntándole con la pistola y él seguía sin mostrar la menor preocupación. Me pregunté si sabía algo acerca del arma que yo ignoraba. Quizá, mientras hablábamos, el hedor procedente de la caravana estaba descomponiendo las balas.

«Maleducado.» Me disponía a negar otra vez con la cabeza cuando me acordé del oído y decidí que, dadas las circunstancias, quizá me conviniese más no moverla. Había visitado a Billy Purdue por hacerle un favor a Rita, ahora su ex esposa, que vivía en un pequeño apartamento de Locust Street, en Portland, con Donald, su hijo de dos años. Rita había obtenido el divorcio hacía seis meses, y desde entonces Billy no había pagado ni un centavo para el mantenimiento del niño. Durante mi adolescencia, conocí a la familia de Rita en Scarborough. El padre había muerto en un atraco frustado a un banco en el año 83 y la madre, pese a todos sus esfuerzos, no había conseguido mantener unida a la familia. Un hermano fue a prisión; otro, acusado de tráfico de drogas, se había fugado, y la hermana mayor de Rita vivía en Nueva York y había roto todo vínculo con sus hermanos.

Rita era rubia, guapa y esbelta, pero los malos tragos de la vida empezaban a pasarle factura a su aspecto físico. Billy Purdue nunca le había pegado ni la había maltratado, pero, propenso a los arrebatos de ira ciega, había destruido los dos apartamentos donde vivieron durante su matrimonio; a uno de ellos le prendió fuego después de una juerga de tres días en South Portland. Rita despertó justo a tiempo de llevarse de allí a su hijo, que por entonces contaba un año, antes de regresar para sacar a rastras a Billy, inconsciente, y dar la alarma para evacuar el resto del edificio. Al día siguiente solicitó el divorcio.

En la actualidad, Billy aguardaba una oportunidad para mejorar y vivía al borde de la pobreza. En invierno trabajaba como leñador, cortando árboles de Navidad o trasladándose a los bosques de la compañía maderera más al norte. El resto del tiempo hacía lo que podía, que no era mucho. Tenía la caravana en un terreno propiedad de Ronald Straydeer, un indio penobscot de Old Town que se había establecido en Scarborough al regresar de Vietnam. Ronald formó parte del cuerpo K-9 durante la guerra y había guiado patrullas del ejército por los senderos de la selva con Elsa al lado, su perra pastora alemana. La perra era capaz de oler a los guerrilleros del Vietcong en el aire, me contó Ronald, e incluso en una ocasión encontró agua potable cuando un pelotón quedó peligrosamente desprovisto de reservas. Al retirarse las tropas estadounidenses, dejaron allí a Elsa como «excedente militar» para el ejército de Vietnam del Sur. Ronald llevaba una fotografía del animal en la cartera, con la lengua fuera y un par de placas de identificación colgando del cuello. Imaginaba que los vietnamitas se la habían comido en cuanto se marcharon los americanos, y nunca quiso otro perro. Al final se quedó con Billy Purdue en su lugar.

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