John Connolly - El Poder De Las Tinieblas

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El Poder De Las Tinieblas: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fría noche de invierno, la paz de Maine se ve perturbada por dos hechos en principio inconexos: un sangriento tiroteo durante el cobro de un rescate y el suicidio de una anciana en pleno bosque. Contra todo pronóstico, todas las pistas apuntan a un mismo hombre. Y Charlie Parker, a quien ya conocimos en Todo lo que muere, deberá actuar con rapidez porque los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso, los cadáveres se multiplican y la violencia se extiende como un rastro de sangre por los bosques nevados de Maine. Con esta segunda novela, John Connolly se consagra como un maestro del género negro.

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Dentro, bajo un techo abovedado, se hallaban los vagones vacíos de ferrocarril dispuestos en filas: vagones de Wicasset y Quebec, vagones verdes y rojos de Sandy River procedentes del condado de Franklin, uno verde y amarillo de Bridgton y Saco, y a nuestra derecha un antiguo Railbus con un chasis REO Speedwagon de la línea de Sandy River.

Junto al Railbus yacía un cuerpo encogido, y el abrigo largo y oscuro que llevaba lo envolvía como una mortaja. Me armé de valor y le di la vuelta esperando encontrarme con Billy Purdue. No era él. Era Berendt, el individuo de cabeza cuadrada compañero de Mifflin, que me miró fijamente, con los rasgos contraídos y una herida oscura e irregular de salida de bala en la frente. Olí el pelo chamuscado. En el suelo del museo se mezclaban la sangre y el polvo.

La sombra de Louis se proyectó sobre mí.

– ¿Crees que esto es obra de Billy Purdue? -preguntó.

Tragué saliva, y el sonido de mi propia garganta se me antojó estridente. Negué con la cabeza y él asintió en silencio.

Nos dirigimos a la izquierda y pasamos entre dos vagones Edaville camino de las oficinas del museo. No había nadie más en el edificio, pero la puerta de acero de la entrada golpeaba ruidosamente contra el marco por efecto del viento y seguía lloviendo.

En la oscuridad, bajo la pasarela que comunicaba la fábrica de máquinas herramientas y el museo, había aparcado un Ford Sedán negro con las ventanillas apenas visibles tras la lluvia. Lo reconocí: lo había visto antes frente al apartamento de Rita Ferris el día del crimen.

– Son los federales -dije-. Deben de haber encontrado a los hombres de Celli.

– Eso, o también estaban vigilándote a ti -musitó Louis.

– Estupendo -comentó Ángel-. ¿Falta alguien más? El jodido Billy Purdue es tan popular que habría que dedicarle una fiesta nacional.

La puerta trasera del coche se abrió y salió una figura envuelta en un abrigo oscuro que la cerró con suavidad. Con paso enérgico vino en dirección a nosotros, llevaba una mano en el bolsillo y un paraguas en alto en la otra. Una lámpara de la fábrica lo iluminó brevemente cuando atravesó el haz de luz.

– ¿Y éste es…? -dijo Ángel con hastío.

– Eldritch, el policía canadiense. Quedaos aquí.

Salí de entre las sombras y Eldritch se detuvo. Su rostro traslució perplejidad mientras intentaba identificarme.

– ¿Parker? -dijo por fin-. ¿No quiere hacer salir de las sombras también a sus amigos?

A mis espaldas, Louis y Ángel aparecieron y se acercaron a mí, Louis examinaba a Eldritch con relajado interés.

– Y bien, ¿no van a protegerse de esta lluvia? -preguntó el canadiense.

– Después de usted, agente -contesté.

Algo me había llamado la atención junto al Ford cuando Eldritch salió del coche y la luz interior iluminó el suelo con un tenue resplandor. Había un pequeño charco rojo bajo la puerta del conductor, que no estaba del todo cerrada, y, mientras yo miraba, algo goteaba uniformemente por el resquicio.

Eldritch se aproximó a mí con el paraguas aún en alto y la manga blanca de la camisa y un gemelo de oro a la vista. Cuando se volvió para ver cómo me dirigía al coche, noté una mancha oscura en el puño.

Eché un vistazo a Louis, pero otro detalle había atraído ya su atención.

– Tiene algo en el cuello de la camisa, agente -dijo en voz baja cuando Eldritch se detuvo bajo la luz.

El cuello de la camisa de Eldritch asomaba por encima de la solapa del abrigo. En el borde, y justo por encima del nudo de la corbata, tenía manchas negras como de hollín. Pero mientras Louis hablaba, Eldritch bajó el paraguas para que yo no viera qué hacía, y entonces vislumbré el arma sólo por un instante cuando sacó la mano derecha del bolsillo. Advertí que Louis levantaba ya su propia pistola al tiempo que Eldritch soltaba el paraguas y empezaba a volverse. A un lado, Ángel permanecía atento. Pero yo disparé primero y la bala perforó el paraguas, todavía en el aire, e hirió a Eldritch en la parte baja del muslo; la detonación quedó ahogada por el silenciador y la lluvia torrencial. Disparé de nuevo y esta vez le di en el costado. Se le cayó el arma de la mano y, tambaleándose, fue a darse de espaldas contra la pared del museo y se deslizó por ella hasta quedar sentado en el suelo, apretando los dientes por el dolor y apoyando la mano en la mancha roja que se extendía por su abrigo. Junto a él, Louis introdujo un bolígrafo en la guarda del gatillo, recogió la pistola y la examinó con objetividad profesional.

– Una Taurus -dijo-. Brasileña. Parece que nuestro amigo ha estado de vacaciones en Sudamérica.

Me acerqué al coche. Tenía dos orificios de bala en forma de estrella en el parabrisas, rodeados de manchas de sangre semejantes a rayos solares. Abrí la puerta del conductor con la mano enguantada y retrocedí cuando el agente Samson cayó al suelo de costado con un agujero oscuro en el puente de la nariz, destrozada allí por donde había salido la bala. Junto a él se hallaba el agente Doyle, con la frente apoyada en el salpicadero y un charco de sangre a los pies. Los dos estaban aún calientes.

Levanté a Samson con cuidado, lo metí en el coche, cerré la puerta y regresé hasta donde se encontraban Ángel y Louis, que seguían junto al herido.

– Abel -dijo Louis.

A pesar del dolor, el hombre sentado en el suelo nos miró con expresión de odio, pero no habló.

– No va a ir a ninguna parte -indiqué-. Metámoslo en el maletero del Ford, avisemos a la policía, y que ellos se ocupen de él cuando hayamos acabado.

Sin embargo, ni Ángel ni Louis parecían escucharme. Ángel movió la cabeza con un gesto de desaprobación.

– Un hombre de tu edad tiñéndose el pelo -le reprochó a Abel-. Eso es pura vanidad.

– Y ya sabes lo que dicen de la vanidad -añadió Louis en voz baja, y Abel levantó la vista y lo miró con los ojos muy abiertos-: la vanidad mata.

Acto seguido le descerrajó un solo tiro y la Colt brincó en su mano. La cabeza de Abel se estampó contra la pared, se le cerraron los ojos y finalmente el mentón cayó exánime sobre el pecho.

Por primera vez en la vida toqué a Louis con ira. Alargando el brazo hacia su pecho, lo empujé. Él retrocedió un paso sin inmutarse.

– ¿Por qué? -grité-. ¿Por qué lo has matado? Por Dios, Louis, ¿es que tienes que matar a todo el mundo?

– No -contestó Louis-. Sólo a Abel y a Stritch.

Y de pronto comprendí el verdadero motivo de la presencia de Louis y Ángel en el norte, y tomar conciencia de ello fue como un puñetazo en el estómago.

– Te han pagado por ello -dije-. Has aceptado el encargo.

Sabía ya por qué Leo Voss había muerto y por qué Abel y Stritch habían elegido ese momento para replegarse en las sombras, y se debía sólo en parte a la oportunidad que ofrecían Billy Purdue y el dinero que había robado. Abel y Stritch huían, y huían de Louis.

Asintió una sola vez. A su lado, Ángel me miró con cierto pesar pero también con determinación. Supe de qué lado estaba.

– ¿Por cuánto? -pregunté.

– Un dólar -se limitó a responder Louis-. Habría aceptado quince centavos, pero el hombre no llevaba suelto.

– ¿Un dólar?

Por extraño que pareciese, casi sonreí contra mi voluntad. Había aceptado un dólar y, sin embargo, las vidas de aquellos asesinos no valían ni eso. Volví a mirar el cadáver de Abel y pensé en los dos agentes del coche y en el auténtico Eldritch, que seguramente ni siquiera había llegado a Maine.

– Son mala gente, Bird -afirmó Ángel-. Estos tipos son lo peor de lo peor. No permitas que se interpongan entre nosotros.

Negué con la cabeza.

– Tendríais que habérmelo dicho, así de sencillo. Tendríais que haber confiado en mí.

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