Porque el Coleccionista no había mentido, no del todo. Los grupos sanguíneos no coincidían.
A comienzos del nuevo año empecé a plantear preguntas. En primer lugar intenté ponerme en contacto con aquellos que conocieron a mi padre, en concreto los policías que trabajaban con él. Unos habían muerto. Otros estaban ilocalizables desde su jubilación, como a veces sucede con quienes, una vez cumplido su periodo de servicio, sólo quieren cobrar la pensión y alejarse de todo. Pero conocía los nombres de los dos compañeros de mi padre a quienes había estado más unido, agentes de a pie que se habían graduado en la academia con él: Eddie Grace, un par de años mayor, y Jimmy Gallagher, el antiguo compañero de ronda y amigo más íntimo de mi padre. Mi madre a veces aludía con cierto cariño a mi padre y Jimmy como los «Chicos de los Cumpleaños», referencia a sus dos salidas nocturnas anuales por la ciudad. Ésas eran las únicas dos veces al año que mi padre pasaba fuera toda la noche y aparecía por fin poco antes de las doce de la mañana siguiente, entrando con sigilo, casi como si se disculpara, un poco desfallecido pero nunca mareado ni tambaleante, y dormía hasta el atardecer. Mi madre nunca hacía el menor comentario. Era una licencia que le consentía, y él era un hombre que se tomaba pocas licencias, o esa impresión tenía yo.
Y en cuanto a Jimmy Gallagher, no había vuelto a verlo desde poco después del funeral, una vez que vino a casa para interesarse por mi madre y por mí, y ella le dijo que tenía intención de marcharse de Pearl River y regresar a Maine. Mi madre me había mandado a la cama, pero ¿qué adolescente no se habría quedado escuchando en lo alto de la escalera, en busca de la información que, según creía, le ocultaban? Y oí decir a mi madre:
– ¿Tú qué sabías, Jimmy?
– ¿A qué te refieres?
– A todo: la chica, esa gente que vino. ¿Qué sabías?
– Sabía lo de la chica. En cuanto a los otros…
Casi lo vi encogerse de hombros.
– Will dijo que eran las mismas personas.
Jimmy tardó un momento en contestar. Por fin dijo:
– Eso es imposible, y tú lo sabes. Yo maté a una, y el otro murió meses antes. Los muertos no regresan, no así.
– Me lo susurró al oído, Jimmy. -Contenía las lágrimas, pero a duras penas-. Fue una de las últimas cosas que me dijo. Me aseguró que fueron ellos.
– Estaba asustado, Elaine, asustado por ti y por el chico.
– Pero él los mató, Jimmy. Los mató y ni siquiera iban armados.
– No sé por qué…
– Yo sí lo sé: quería detenerlos. Sabía que al final volverían. No necesitaban armas. Lo harían con sus propias manos si era necesario. Quizá…
– ¿Qué?
– Quizás incluso habrían preferido hacerlo con sus propias manos -concluyó.
Entonces se echó a llorar. Oí levantarse a Jimmy y supe que la abrazaba, ofreciéndole consuelo.
– Una cosa sí sé: te quería. Os quería a los dos, y lamentaba todo el daño que te había hecho. Creo que pasó dieciséis años intentando compensarte, pero no lo consiguió. No por ti, sino porque él mismo fue incapaz de perdonarse, así sin más. Sencillamente fue incapaz…
Los sollozos de mi madre eran ahora más intensos, y yo me di la vuelta y regresé con el mayor sigilo a mi habitación, desde donde contemplé la luna por la ventana, y Franklin Avenue, y los caminos que mi padre nunca volvería a recorrer.
El camarero se acercó a recoger nuestros platos. Pareció impresionado por el trabajo de demolición de Ángel y Louis con su comida y decepcionado en igual medida conmigo. Pedimos café y vimos que el local empezaba a vaciarse.
– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Ángel.
– No. Creo que esto es cosa mía.
Debió de detectar que algo se agitaba en mi mente, algo cuyos movimientos se reflejaban en mi cara.
– ¿Qué te estás callando? -preguntó.
– Durand me contó que un hombre, de alrededor de treinta años, se acercó a su casa hace un par de meses. Lo sorprendió mientras fisgoneaba. Le llamó la atención y el hombre contestó que estaba «cazando».
– ¿En Pearl River? -dijo Ángel-. ¿Qué cazaba? ¿Duendes?
– Puede que no tuviera nada que ver contigo -intervino Louis.
– Es posible -concedí-. Pero le preguntó a Durand si sabía qué había ocurrido allí.
– Un buscador de emociones. Un turista de crímenes. Ya te has topado con gente así.
– Durand dijo que ese hombre lo puso nervioso, sólo eso; no logró explicarse la razón.
– Entonces poco puedes hacer, a menos que aparezca otra vez.
– Ya, un tipo de cerca de treinta años en Nueva York que pone nerviosa a la gente. No será difícil localizarlo. Joder, esa descripción abarca incluso a la mitad de la alineación titular de los Mets.
Pagamos la cuenta y nos adentramos en la noche.
– Llámanos cuando quieras -dijo Ángel-. Estaremos por aquí.
Pararon un taxi, y los vi alejarse hacia la parte alta de la ciudad. Cuando se perdieron de vista, regresé al restaurante y me senté a la barra para tomarme lentamente otra copa de vino. Pensé en el cazador y me pregunté si era a mí a quien pretendía dar caza.
Y parte de mí deseó que apareciese.
El Great Lost Bear era toda una institución en Portland. Ocupaba un local de Forrest Avenue, lejos de la principal ruta turística del Puerto Antiguo, que en su día había albergado un bar, el Bottom's Up. Antes tocaban allí semi big bands, grupos en trayectoria ascendente o descendente, o que habían llegado a un estancamiento en el que lo único importante era tener bolos más o menos bien pagados delante de un público razonablemente numeroso, y a ser posible que no empezara a lanzar botellas cada vez que se apartaban de los grandes éxitos para interpretar una canción nueva.
Los antiguos focos del escenario seguían en la zona destinada ahora al comedor y daba la impresión de que los comensales no eran más que un preludio de la actuación principal, o de que ellos mismos eran la actuación principal. Una panadería ocupaba la otra mitad del edificio, y a las once y media de la noche, cuando se servía la última ronda en el bar, el local se llenaba de olor a pan horneándose, cosa que provocaba en los clientes ataques de hambre cuando la cocina ya estaba cerrada.
En 1979 el bar cambió de manos y pasó a conocerse como el Grizzly Bear, hasta que una cadena de pizzerías de la Costa Oeste puso pegas al nombre y hubo que llamarlo Great Lost Bear, que en todo caso resultaba más evocador. El Bear se distinguía principalmente, aparte de por su cordialidad y la circunstancia de que servía comidas hasta muy tarde, por su surtido de cervezas: cincuenta y seis cervezas de barril a todas horas del día, a veces incluso sesenta. Pese a estar situado en una zona tranquila de la ciudad, no lejos del campus de la Universidad del Sur de Maine, se había labrado una notable fama a lo largo de los años, y ahora el verano, antes un periodo de inactividad, era la época de mayor afluencia.
Además de contar con la clientela del barrio, el Bear atraía a los aficionados a la cerveza, en su mayoría hombres, y hombres de cierta edad. No alborotaban, no incurrían en excesos, y casi todos se conformaban con hablar de lúpulos y toneles y cerveceras artesanales desconocidas de las que ni siquiera los camareros habían oído hablar. De hecho, cuanto más desconocidas eran, tanto mejor, ya que en el Bear se creaba una especie de competitividad entre determinado grupo de bebedores. De vez en cuando la aparición de una mujer podía distraerlos de la conversación durante un rato, pero siempre habría mujeres; en cambio, uno no siempre estaba sentado al lado de un hombre que había catado todas las cervezas de producción artesanal de Portland, Oregon, pero no sabía nada de Portland, Maine.
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