Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente
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Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…
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Luego, se quedó tendido como un muñeco de trapo, respirando lo más superficialmente que pudo. Mantenía los ojos abiertos, ya que se había echado un colirio muy viscoso que producía un aspecto lechoso y le ayudaba no parpadear.
¡Maldita sea mi estampa! ¿Qué he hecho? ¡Joder…! ¡Ayúdenle, que venga alguien a ayudarle!
¡Ah, oficial Welles!, ya era demasiado tarde para ayudarme.
Estaba tan muerto como un gato en mitad de una autopista.
En ese momento avanzaba por los sinuosos pasillos de los sótanos interconectados de los edificios gubernamentales, hasta que llegó al almacén de suministros, en el que había escondido hacía unos cuantos días un nuevo disfraz. En el interior del cuartito se quitó la ropa y escondió detrás de unas cajas el vendaje, la ropa que acababa de quitarse y los zapatos. Se puso el disfraz y se maquilló, de forma que en menos de diez segundos ya estaba en su nuevo papel.
Un vistazo antes de salir del cuarto. El pasillo estaba vacío. Salió y fue apresuradamente hacia la escalera. Ya casi era la hora de la apoteosis final.
– Fue una escapatoria -dijo Kara.
Hacía unos minutos que se habían llevado rápidamente a la joven otra vez a la casa de Rhyme desde Stuyvesant Manor.
– ¿Una escapatoria? -preguntó el criminalista-. ¿En qué sentido?
– Es un plan alternativo. Todos los buenos ilusionistas tienen uno o dos actos de reserva para cada número. Si metes la pata o el público te descubre, tienes que tener preparado un plan de escapatoria para salvar el truco. Él debió de pensar que cabía la posibilidad de que le cogieran, así que pergeñó una escapatoria que le permitiera huir.
– ¿Cómo lo hizo?
– Tenía un petardo escondido en el pelo, debajo de una bolsa con sangre. ¿El disparo? Pudo ser un arma falsa -sugirió-. Se emplean en la mayoría de los trucos con bala. Tienen un segundo cañón. O son armas de verdad cargadas con balas de fogueo. Debió de intercambiar las pistolas entre él y la oficial que le llevó a la celda.
– Lo dudo -dijo Rhyme mirando a Sellitto.
– Sí -aceptó el arrugado detective-. Yo tampoco creo que pudiera cambiar una pipa reglamentaria. Ni descargarla y volver a cargarla con balas de mentira.
– Bueno, pudo fingir que se disparaba a sí mismo -admitió Kara-. Haber jugado con el ángulo visual.
– ¿Y qué pasa con los ojos? -preguntó Rhyme-. Los testigos afirman que los tenía abiertos, que no parpadeaba. Y parecían vidriosos.
– Hay docenas de artilugios para que un hombre finja estar muerto. Pudo haber empleado un colirio que lubrica la superficie. Te permite mantener los ojos abiertos durante diez o quince minutos. Y hay también lentillas autolubricantes. Dan a los ojos un aspecto vidrioso y uno parece un zombie.
Zombies y sangre falsa… ¡Cielo santo!, vaya lío.
– ¿Y cómo logró pasar por el maldito detector de metales?
– Aún no estaban en la zona de seguridad -explicó Sellitto-. Iban de camino hacia allí.
Rhyme suspiró y luego soltó:
– ¿Dónde demonios están las pruebas? -Recorrió la mirada desde la puerta hasta Mel Cooper, como si el delgado técnico pudiera hacer aparecer a su antojo el paquete del Centro de Detención. Resultó que había dos Escenas del Crimen: una era el pasillo donde había tenido lugar el falso disparo. La otra estaba en el sótano del Tribunal: en el cuarto del conserje. Uno de los equipos de investigación había encontrado allí, escondido en una bolsa, el esparadrapo, la ropa y algunas otras cosas.
Se oyó el timbre de la puerta y Thom acudió a abrirla. Un momento después entraba apresuradamente al laboratorio Roland Bell.
– No puedo creérmelo -dijo, sin aliento; una mata de pelo sudoroso le caía por la frente-. ¿Está confirmado? ¿Se ha escapado?
– Desde luego -respondió Rhyme sombríamente-. La Unidad de Servicios de Emergencia está barriendo la zona. Amelia está allí también. Pero no han encontrado ninguna pista.
– Puede que esté ya en el quinto pino -masculló Bell con su acento característico-, pero pienso que ya es hora de que nos llevemos a Charles y a su familia a un lugar seguro hasta que sepamos a qué atenernos.
– Completamente de acuerdo -dijo Sellitto.
El detective sacó su teléfono móvil e hizo una llamada.
– ¿Luis? Soy Roland. Escucha, Weir se ha escapado… No, no, no estaba muerto en absoluto. Fue todo una farsa. Quiero que lleves a Grady y a su familia a un piso franco hasta que hayamos atrapado al tipo. Voy a enviar un… ¿Cómo?
Al oír esta palabra de sorpresa la atención de todo el mundo se dirigió hacia Bell.
– ¿Y quién está con él?… ¿Solo? ¿Pero qué me estás diciendo?
Rhyme estaba mirando la cara de Bell, con un gesto oscuro y críptico en su semblante, de natural displicente. De nuevo, como había pasado en aquel caso con bastante frecuencia, Rhyme tuvo la sensación de que nuevos acontecimientos que parecían imprevisibles, aunque habían sido planeados hacía tiempo, estaban empezando a salir a la luz.
Bell se volvió hacia Sellitto.
– Luis dice que tú has llamado y dado orden de que le retiren la escolta.
– ¿Llamado a quién?
– A la casa de Grady. Que tú le has dicho a Luis que se quede él pero que mande a los demás a casa.
– ¿Y por qué iba a hacer yo eso? -preguntó Sellitto-. ¡Joder, lo ha vuelto a hacer! Como con los guardias del circo, que también los mandó para casa.
– Esto se está poniendo peor -dijo Bell dirigiéndose a todo el equipo-. Grady está de camino al Centro, y va solo. Allí se va a reunir con Constable para no sé qué negociación entre el fiscal y la defensa -le explicó después, dirigiéndose al teléfono, dijo-: Luis, procura que todos los miembros de la familia estén juntos. Y llama al resto de los escoltas y diles que vuelvan de inmediato. No permitas que nadie entre en el apartamento, a menos que le conozcas. Intentaré localizar a Charles. -Colgó y marcó otro número. Se quedó escuchando un buen rato-. No contestan. -Dejó un mensaje-. Charles, soy Roland. Weir se ha escapado y no sabemos dónde está ni lo que está tramando. En cuando oigas esto, busca un oficial armado al que conozcas personalmente y no te separes de él, y luego llámame.
Le dio el número y acto seguido hizo otra llamada, esta vez a Bo Haumann, jefe de los Servicios de Emergencia. Le avisó de que Grady se dirigía hacia el Centro de Detención sin protección alguna.
El hombre con dos pistolas colgó y negó con la cabeza.
– Ésta sí que se me ha escapado -se quedó mirando la pizarra de las pruebas-. Entonces, ¿qué estará tramando nuestro hombre?
– Lo que sí sé es que no se ha ido de la ciudad, que se lo está pasando bien aquí -dijo Rhyme.
Lo único que ha significado algo para mí en la vida es actuar. El ilusionismo, la magia…
– Gracias señor, gracias.
El guardia se quedó algo confuso ante las delicadas palabras que le dirigía el hombre -Andrew Constable- al que estaba conduciendo a la sala de interrogatorios, por encima de Las Tumbas, en el sur de Manhattan.
El detenido sonreía como lo haría un predicador al agradecer las limosnas a sus feligreses.
Constable venía con las manos esposadas a la espalda, y el guardia se las cambió al frente
– ¿Ha venido ya el señor Roth, señor?
– Siéntese y cállese.
– No tema… -Constable se sentó.
– Cállese.
Eso también lo hizo.
El guardia salió y, solo en el cuarto, el detenido miró la ciudad por la grasienta ventana. Aunque era un hombre del campo hasta la médula, sabía apreciar Nueva York. El once de septiembre le dejó atónito e iracundo hasta decir basta. Si a él y a la Unión Patriótica les hubieran dejado actuar a su albedrío, aquel suceso no habría ocurrido nunca, ya que la gente que deseaba acabar con el estilo de vida americano habría sido arrancada de raíz y desenmascarada.
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