Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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Entre tanto, la Brigada de Explosivos y una docena de bomberos habían registrado la carpa sin encontrar ningún dispositivo. La caja tapada con lona resultó ser una pila de cajas de papel higiénico. La búsqueda había incluido las caravanas y camiones de suministro, pero tampoco allí encontraron nada los oficiales.

Sachs frunció el ceño. ¿Se habían equivocado? ¿Cómo podía ser?, se preguntó. Las pruebas eran tan claras… Rhyme era audaz al hacer suposiciones sobre las pruebas y a veces se equivocaba, desde luego. Pero en el caso de El Prestidigitador parecía que todas las pruebas habían convergido en un punto y señalaban directamente al Cirque Fantastique como objetivo.

¿Estaría enterado Rhyme de que no habían encontrado ninguna bomba?, se preguntaba Sachs. Se incorporó, vacilante, y se dirigió a buscar a alguien que le pudiera prestar el radiotransmisor; su Motorola, reducido a pedazos que debían de estar esparcidos por la entrada sur de la carpa, había sido, al parecer, la única baja del desastre.

* * *

Malerick salió silenciosamente de la sala de música del apartamento de Grady a la oscuridad del pasillo y se detuvo un momento a escuchar las voces procedentes del cuarto de estar y de la cocina.

Se preguntaba si resultaría muy peligrosa aquella misión.

Había tomado medidas para reducir las posibilidades de que los guardaespaldas de Grady se asustaran y le dispararan. En el almuerzo que compartió en el Riverside Inn de Bedford Junction, hacía dos semanas, con Jeddy Barnes y otros paramilitares del norte del estado de Nueva York, Malerick había expuesto su plan. Decidió que lo mejor sería que alguien atentara contra la vida del fiscal adjunto antes de que él entrara en el apartamento de Grady ese día. El consenso en la elección de algún tipo sin escrúpulos fue total: un clérigo pervertido de Canton Falls llamado Ralph Swensen. Aunque Barnes tenía cierto poder sobre él por una cuenta pendiente, le explicó a Malerick que no confiaba por completo en él; así que, después de su escapada del río Hudson el día anterior, el ilusionista se había puesto el disfraz de conserje y siguió al reverendo cuando éste salió del hotel de mala muerte en el que se hospedaba en Greenwich Village, sólo para asegurarse de que aquel fracasado no se echara atrás en el último momento.

El plan de Malerick exigía que el atentado de Swensen fracasara (el arma que le dio Barnes tenía una clavija rota en el disparador). Malerick les explicó que, al haber atrapado a un asesino, los guardaespaldas de Grady se relajarían y bajarían la guardia, con lo que era probable que no reaccionaran de forma tan violenta cuando se encontraran con un segundo asesino.

Bueno; ésa era la teoría, reflexionó Malerick inquieto. Había que ver si se correspondía con la práctica.

Fue avanzando por el pasillo, dejando atrás más muestras de arte malo, más retratos de familia, algunas pilas de revistas, revistas jurídicas, ejemplares de Vague y de The New Yorker , y roñosas antigüedades que los Grady habían comprado en mercadillos con la intención de repararlas, aunque ahora seguían igual, como testimonio permanente de que el día no tiene horas suficientes para tales menesteres.

Malerick conocía el recorrido que tenia que hacer en el apartamento; ya había estado allí con anterioridad, aunque por poco tiempo -disfrazado de encargado de mantenimiento-; aquélla no fue más que una visita de reconocimiento para ver la disposición del espacio, las vías de entrada y de salida. No dedicó tiempo a fijarse en el lado personal de la vida familiar: diplomas de Grady y de su mujer, que también era fiscal; fotos de boda; fotos de familiares… y fotos y fotos de su rubia hija de nueve años, tantas como para montar una exposición.

Malerick se acordó de la reunión que había mantenido con Barnes y sus socios. Aquellos fanáticos habían acabado inmersos en una discusión sobre si tenía o no sentido matar también a la mujer y a la hija de Grady. De acuerdo con el plan de Malerick, el sacrificio de Swensen tenía sentido, pero ¿para qué servía matar a la familia de Grady? Había planteado esa pregunta a Barnes y a los otros entre unos exquisitos bocados de pavo asado.

«Bueno, señor Weir, vamos a ver», le había dicho Jeddy Barnes a Malerick. «Es una buena pregunta. Yo diría que usted tiene que matarlos sólo porque sí».

Y Malerick había asentido con la cabeza, adoptando una expresión reflexiva; sabía de sobra que uno nunca debía mostrar una actitud condescendiente con el público o con los colegas de profesión.

«Vale; a mí no me importa matarles», había explicado. «Pero… ¿no sería más lógico dejarles vivos a no ser que entrañen un riesgo, como el de identificarme? ¿O, pongamos por caso, si la niña coge el teléfono para llamar a la policía? Seguramente algunos de los tuyos se opongan a matar a mujeres y niños.»

«Bueno, es su plan, señor Weir», había dicho Barnes. «Nosotros aceptaremos lo que piense usted». Aunque la idea de la moderación parecía dejarle ligeramente insatisfecho.

En ese momento, Malerick se detuvo ante el cuarto de estar de los Grady y se colocó una placa falsa del NYPD, la misma que había enseñado a los agentes que montaban guardia en el exterior del Cirque Fantastique cuando les dijo que tenian el día libre y podían marcharse a casa. Se miró en un espejo comprado seguramente en un rastrillo y que necesitaba una segunda capa de barniz.

Sí, estaba en su papel: el de detective que había acudido para proteger al fiscal adjunto de las atroces amenazas de muerte que se cernían sobre él.

Respiró profundamente. No estaba nervioso.

Y ahora, Venerado Público, luces, arriba el telón.

El auténtico espectáculo está a punto de comenzar…

Con los brazos y las manos en una posición totalmente natural, Malerick dobló el recodo del pasillo y entró en el cuarto de estar.

Capítulo 32

– ¡Hola!, ¿cómo va eso? -preguntó el hombre del traje gris, causando un sobresalto al callado y corpulento detective Luis Martínez, que trabajaba para Roland Bell.

El guardaespaldas estaba sentado en el sofá situado frente al televisor con el dominical del New York Times en el regazo.

– Tío, qué susto me has dado -le saludó con la cabeza, miró la placa y la tarjeta de identificación del recién llegado, y luego le estudió atentamente la cara-. ¿Vienes a relevarme?

– Exacto.

– ¿Cómo has entrado? ¿Te han dado una llave?

– Me dieron una en la Central -hablaba en un tono de voz ronco y bajo, como si estuviera resfriado.

– ¡Pues qué suerte tienes! -comentó Luis-. Nosotros tenemos que compartir una, y es un coñazo.

– ¿Dónde está el señor Grady?

– En la cocina, con su mujer y Chrissy. ¿Y cómo es que llegas antes de la hora?

– No sé -respondió-. Yo soy un mandado, y me dijeron a esta hora.

– Siempre la misma historia… -dijo Luis, adoptando una expresión de contrariedad-. Creo que no te conozco…

– Me llamo Joe David. Suelo trabajar en Brooklyn.

– Ah, sí -dijo Luis, asintiendo con la cabeza-. Allí es donde empecé yo, en la Setenta.

– Esta es la primera rotación de puesto que hago. En el grupo de escolta, quiero decir.

En la televisión estaban dando un anuncio en un volumen muy alto.

– Perdona -dijo Luis-, no te he oído; ¿has dicho que es tu primera rotación?

– Así es.

– Vale -dijo el corpulento detective-. ¿Y qué te parece si fuera también la última? -Luis dejó caer el periódico y se levantó de un salto del sofá, sacando con toda facilidad su Glock y apuntando con ella al hombre que él sabía era Erick Weir. Aunque habitualmente Luis era un tipo tranquilo, en ese momento gritó ante su micrófono:

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