Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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Mientras veía la cinta, acercó hacia sí una mesa cubierta con terciopelo, de las que utilizaba en las actuaciones. Sin mirarse las manos, Malerick practicó varios ejercicios simples con las cartas: «El falso revoloteo del milano», «El falso corte de los tres montones», seguidos de otros algo más difíciles: «El deslizamiento a la inversa», «El planeo y la fuerza en el reparto». Ensayó también algunos trucos realmente complicados, como el de «Las cartas fantasmas», de Stanley Palm, el famoso «Misterio de las seis cartas», de Maído, y otros muchos del célebre maestro de las cartas y actor Ricky Jay, también algunos de Cardini.

Malerick hizo también algunos de los trucos de cartas del primer repertorio de Harry Houdini. La mayor parte de la gente conocía a Houdini en su faceta de escapista, pero en realidad fue un mago polifacético que no sólo ofrecía números de ilusionismo -trucos a gran escala, como hacer desaparecer del escenario a sus ayudantes o a elefantes- sino también magia de salón. Houdini, de hecho, había ejercido una influencia importante en su vida. Cuando empezó a actuar, en la adolescencia, Malerick utilizó como nombre artístico el de Houdini el Joven. La terminación «erick» de su nombre actual era tanto un recuerdo de su vida anterior -la vida antes del incendio- como un homenaje al propio Houdini, cuyo verdadero nombre era Ehrich Weisz. Y por lo que se refería al prefijo «Mal», cualquier mago podría pensar que lo tomó de otro artista de fama mundial, Max Breit, cuyo nombre artístico era Malini. Sin embargo, Malerick había escogido las tres letras de la voz latina «malum», lo que reflejaba la oscura naturaleza del tipo de magia que realizaba.

Siguió estudiando la cinta, midiendo ángulos, tomando nota de las ventanas y de la posición de posibles testigos que le bloquearan la salida, como hace todo buen artista. Y mientras observaba, movía los naipes entre sus dedos a tal velocidad que silbaban como serpientes. Reyes, jotas, reinas y comodines, así como el resto de las cartas se deslizaban sobre el terciopelo negro y después, en lo que parecía un desafío a la ley de la gravedad, saltaban otra vez a sus poderosas manos, donde desaparecían de la vista. Ante una actuación magistral como aquélla, el público haría gestos de incredulidad, medio convencido de que la realidad había dejado paso a la ilusión, de que no era posible que un ser humano hiciera lo que estaban viendo.

Pero la verdad era justo lo contrario: los trucos de cartas que estaba haciendo Malerick distraídamente sobre el tapete negro no podían considerarse en absoluto milagrosos; no eran más que ejercicios, ensayados con sumo cuidado, de destreza y percepción, regulados por las terrenales normas de la física.

Sí, sí, Venerado Público, lo que acaban de ver y lo que van a ver en un instante es muy real.

Tan real como la carne abrasada por el fuego.

Tan real como una cuerda anudada al blanco cuello de una muchacha.

Tan real como el recorrido de las manecillas del reloj, que se mueven lentamente hacia los horrores que está a punto de sufrir nuestro próximo artista.

* * *

– ¡Eh! ¡Oye!

La joven estaba sentada junto a la cama en la que se hallaba su madre tendida. Por la ventana, en el cuidado patio, se veía un roble alto por cuyo tronco se elevaba un tentáculo de hiedra, con una forma que ella ya había interpretado de distintas maneras en los últimos meses. Aquel día, la anémica enredadera no era ni un dragón ni una bandada de pájaros ni un soldado. Era sólo una planta de ciudad luchando por su supervivencia.

– Veamos, ¿cómo te sientes, Mat? -preguntó Kara.

El nombre procedía de una de las muchas vacaciones de la familia; de la vez que fueron a Inglaterra. Kara había puesto motes a todos: «Su Regia Paternidad» y «Su Majestuosa Maternidad» para sus padres. Ella, por su parte, era «Su Real Descendiente».

– Bien, cielo. ¿Y cómo te va a ti la vida?

– Mejor que a algunos y no tan bien como a otros. ¡Oye!, ¿te gustan? -Kara extendió la mano para mostrarle a su madre las uñas, cortas, bien limadas y negras como un piano de cola.

– Preciosas, cariño. Ya estaba un poco cansada del rosa. Ahora se ve en todas partes. Tremendamente convencional.

Kara se levantó y acomodó a su madre la cabeza sobre la almohada. Se sentó otra vez y dio un sorbo a la gran taza de Starbucks; el café era su única droga, aunque su adicción era intensa, y no digamos cara. Esa mañana iba ya por la tercera taza.

Llevaba el pelo cortado como un chico y, en aquella ocasión, teñido de color caoba-púrpura (había pasado ya por todos los colores del espectro durante los años que pasó en Nueva York). Algunos decían de aquel peinado que «parecía el de un duende», una descripción que Kara odiaba; a ella le parecía «sencillamente cómodo». Le permitía estar lista para salir de casa minutos después de ducharse, una auténtica ventaja para alguien que no solía acostarse antes de las tres de la mañana y que, definitivamente, no era una persona diurna.

Aquel día iba vestida con unos pantalones elásticos negros y, aunque no llegaba al metro sesenta de estatura, llevaba calzado bajo. Debajo del top violeta oscuro y sin mangas se veían unos músculos tersos y bien perfilados. Kara había ido a una universidad donde el arte y la política tenían preferencia sobre el culto al físico, pero tras su graduación en el Sarah Lawrence College, se había apuntado al Gold's Gym y ahora era habitual verla levantar pesas y correr en la cinta del gimnasio. Aunque lo que cabía esperar de una persona que había vivido ocho años en el bohemio Greenwich Village y que ronda los veintimuchos, era que coqueteara con el culto al decorado del cuerpo o que al menos luciera un pendiente, unos aros, pero en la blanca piel de Kara no se veían tatuajes ni perforaciones.

– Mamá, a ver qué te parece esto: tengo una actuación mañana. Una de las pequeñeces del señor Balzac, ya sabes.

– Me acuerdo.

– Pero esta vez es diferente. Esta vez me va a dejar que actúe yo sola. Hago de telonera y también la actuación principal.

– ¿De verdad, cielo?

– De verdad de la buena.

Vieron pasar al señor Geldter por delante de la puerta.

– Hola, ¿qué tal?

Kara le saludó con la cabeza. Se acordó de que cuando su madre llegó a Stuyvesant Manor, uno de los mejores centros para la tercera edad, la mujer y el viudo habían causado un gran revuelo.

«Se creen que nos hemos arrejuntado», le había dicho a su hija en un susurro.

«¿Y es verdad?», había preguntado Kara, que pensaba que ya iba siendo hora de que su madre comenzara una relación con un hombre tras cinco años de viudedad.

«¡Desde luego que no!», contestó su madre entre dientes, enfadada de veras. «¡Menuda sugerencia!» (Aquel incidente definía a la mujer perfectamente: una insinuación subida de tono podía pasar, pero había una línea muy clara, aunque establecida de forma arbitraria, pasada la cual uno se convertía en El Enemigo, aun siendo de su misma sangre.)

Kara prosiguió su relato, echándose hacia adelante con excitación y contándole muy animada a su madre lo que tenía planeado para el día siguiente. Conforme hablaba, estaba estudiando detenidamente a su progenitora, que tenía una piel, por extraño que pareciera, muy tersa para una mujer de setenta y tantos años, y de un saludable color rosa como el de un bebé; el pelo era casi todo cano, aunque alternado con unos desafiantes mechones negros. El personal de peluquería se lo había peinado recogido en un estiloso moño.

– Lo que te decía, mamá. Irán algunos amigos, y estaría muy bien que pudieras venir tú también.

– Lo intentaré.

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