José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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– No vayas, Leni. Tengo un mal toque.

Olena conocía aquella expresión. Un «mal toque» significaba un mal presentimiento. Adriana le decía que sus «toques» se debían a que estaba en conexión espiritual con una hermana gemela que nunca había llegado a nacer. Su gemela la «tocaba» desde el más allá cuando quería avisarla de algo, por lo general un peligro. Gracias a aquellos mensajes, afirmaba, había llegado a evitar subirse un día a un autocar que terminó cayendo por un barranco.

– Ya me contaste lo del autocar, Adri -dijo Olena con su grave, ronco tono de voz teñido de acento eslavo-. Esto será ir y venir. Además, sabes adónde voy.

– Supón que te drogan y te llevan a otro sitio.

– Es una agencia seria. Ya has visto su web. Es Ephesus…

Adriana la miraba sin parpadear, con sus ojos grandes color antracita.

– Te harán fotos desnuda, y si les gustas, desaparecerás -advirtió.

Olena movió la cabeza, sonriendo, mientras se peinaba en el espejo.

– Y tú podrás realquilar mi habitación, que es lo que siempre has querido.

– Hablo en serio. Me lo ha dicho la gemela, Leni. -El tono de Adriana era, en efecto, mortalmente serio, tanto que Olena se impresionó un poco-. No vayas, por favor.

Olena tomó las manos de su amiga entre las suyas. Estaban frías.

– Dime una cosa, «mamá»: ¿alguna vez esos malos toques se han equivocado?

– Nunca. -Adriana negaba con la cabeza, pero de repente titubeó-. Bueno… a lo mejor, alguna vez…

– Entonces, no siempre aciertan, ¿vale? Volveré antes de que te des cuenta.

Le lanzó un beso a su amiga antes de salir.

De repente todo acabó.

– Muy bien, ya está. Gracias, Leni.

Se quedó un instante parpadeando, como sorprendida por el abrupto final. Luego notó que tenía el flequillo pegado a la frente húmeda de sudor. Pese a estar desvestida, se sentía agobiada por el fuego abrasador de los focos. Entonces estos se apagaron dejando dos manchas violáceas en sus ojos, dos círculos ígneos como los iris de un diablo. Se los restregó y volvió a parpadear, acostumbrándose al ambiente de luces indirectas.

La persona que estaba sentada se había levantado. Sonreía con delicadeza.

– Puedes vestirte. Hemos terminado.

– ¿Tengo posibilidades? -inquirió Olena mientras se abrochaba la camisa. Quería evitar las preguntas inútiles, pero se hallaba demasiado ansiosa, y, además, la persona que hablaba con ella se mostraba tan afable que invitaba a la confianza.

– Es difícil asegurarlo, cariño. Hay varias aspirantes y no tenemos todavía un esquema claro. Pero nos has gustado. Posees personalidad y soltura ante la cámara.

A Olena le encantó aquel comentario.

– Gracias. ¿Cuándo me enteraré?

– En cuanto pase el verano. Septiembre, octubre, todo lo más. Tenemos tus datos, de modo que te llamaremos si… ¿Te encuentras bien?

– Sí, es solo que… -De repente se sentía mareada. Cerraba los ojos y veía los potentes focos, las máscaras grotescas, la videocámara, todo girando a su alrededor.

Supón que te drogan.

Respiró hondo, dio algunos pasos, y la habitación recobró las dimensiones justas. Se tranquilizó. Nadie la había drogado, ni siquiera le habían ofrecido agua. Lo único que ocurría era que sentía calor. Sonrió y aceptó los pañuelos de papel que le tendió la otra persona, la que apenas hablaba. Los había cogido de una cajita sobre una mesa de cristal donde también reposaba un libro. Mientras se secaba el sudor, Olena se fijó en el título por curiosidad: La comedia de los errores, de William Shakespeare. Aquello terminó de convencerla de que lo único que les interesaba era el mundo del espectáculo.

– ¿Quieres pasar al baño antes de irte? -ofreció la persona que le hablaba.

– No, gracias, estoy bien…

Y en efecto, lo estaba. Cada vez mejor. Estrechó las manos efusivamente al despedirse, y cuando salió del edificio al lujurioso sol y la brisa de mar, su cabeza terminó de despejarse. Ignoraba la razón, pero tenía el presentimiento de que resultaría elegida.

Mientras caminaba hacia la parada del autobús, sacó el móvil y envió un mensaje a Adriana. «No me han raptado», escribió. En casa, Adriana fingió estar enfadada por la frivolidad de su amiga, pero luego bromearon. Como Olena no tenía turno esa noche en la discoteca, cenaron juntas y brindaron por su futuro como actriz.

Solo más tarde, en la soledad de su pequeña habitación y antes de dormirse, recordó un pequeño detalle, insignificante pero curioso.

La persona que le había hablado durante la prueba la había llamado «Leni» al finalizar. Estaba segura de que no les había dicho en ningún momento su apodo. ¿O sí?

Se devanó los sesos rastreando en su memoria, pero al final decidió que el detalle carecía de importancia, y mientras lo decidía, se quedó dormida.

I Comienzo

¿Qué mascaradas, qué bailes vamos a tener?

El sueño de una noche de verano, V, 1

1

Madrid,

en la actualidad

El hombre parecía normal, y eso fue lo que me hizo pensar que era peligroso.

Su casa, o aquella a la que me llevó diciendo que era suya, ofrecía la misma impresión de exagerada normalidad: un adosado con paneles solares, jardín minúsculo y avanzados sistemas de seguridad situado en una calle tranquila en Padua, una de tantas urbanizaciones de las afueras de Madrid creadas para albergar edificios y gente que no caben en otro sitio. El interior olía a limpio y estaba ordenado, lo cual también me intrigó. Me había dicho que vivía solo, y tanta pulcritud en un hombre solo era inquietante.

– Pasa, ponte cómoda -invitó mientras tecleaba en el control de bloqueos de la entrada.

– Gracias.

– ¿Qué quieres beber? -Sonrió y abrió los brazos-. No tengo alcohol.

– Un refresco light, el que tengas.

Dejé el bolso en un sofá, pero no me senté. Cuando se ausentó a por las bebidas eché un vistazo al salón. Conté no menos de cinco cuadros sobre temas campestres que harían bostezar a una abuelita y más de una docena de imágenes religiosas, incluyendo una de esas esculturas microscópicas con el rostro de una Virgen o un Cristo visibles bajo un cristal de aumento. La religiosidad exacerbada me la esperaba. Y el hecho de hallar en una mesita central un portátil con conexión por infrarrojos, también. Por lo visto, trabajaba de redactor en un canal de noticias online, y si vivía solo podía tener los ordenadores donde le diera la gana.

No me esperaba, en cambio, ver a una mujer.

La holografía se encontraba sobre un pequeño soporte de piedra, flotando en un marco en forma de U, y adornaba unos anaqueles blancos junto a cuatro libros sobre informática y un crucifijo. La mujer estaba sentada junto al hombre, probablemente en un bar. Ambos sonreían y parecían aburridos, ella más que él. De inmediato empecé a estudiarla: unos treinta años, fuerte complexión, espesa melena oscura. El vestido le hacía mostrar el hombro y el muslo izquierdo desnudos. Se sujetaba una mano con otra. Parecía una hembra dominante, lo cual no me chocaba especialmente con lo que yo esperaba que fuese el Señor Pulcro, pero había algo en su postura que me dejó pensativa.

Escuché pasos a mi espalda y decidí seguir mirando el retrato.

– No sabía si querías hielo o… -El hombre se interrumpió al verme.

– Sin hielo está bien.

– ¿Mirabas ese retrato? -Inicié una disculpa tonta, pero el hombre agregó, sonriendo-: Es mi mujer. Mi ex, quiero decir.

– Oh, vale.

Nos sentamos en los sofás, él a mi izquierda. Giré el cuerpo hacia la derecha y realicé una pequeña prueba. Llevaba pantalones, pero eran ceñidos, de piel negra, lo cual me ayudó a presentar la zona lateral del muslo. Esperé hasta que me miró para quitarme la ajustada cazadora de tiras de cuero, descubriendo primero el hombro izquierdo. Observé sus ojos: el enganche no se incrementaba, pero tampoco parecía disminuir. Era obvio que le gustaba contemplarme en esa posición -la de su «ex»-, aunque no en exceso. Probé a hablar mientras manipulaba la chupa.

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