Ella levantó los brazos por encima de la cabeza, como si se estuviera protegiendo de una caída de escombros. Apretó las manos en puños en un acto reflejo provocado por el miedo. Tenía una larga noche por delante.
– Has de sacarme mañana.
– Haré todo lo posible.
Hice una seña al ayudante del sheriff que estaba en la cabina de observación. Estaba listo para irme.
– Una última cosa -dije-. ¿Te acuerdas de en qué habitación estaba el tipo del Travelodge?
Ella pensó un momento antes de responder.
– Sí, era fácil. La tres treinta y tres.
– Vale, gracias. Veré qué puedo hacer.
Gloria Dayton se quedó sentada cuando yo me levanté. La agente de escolta volvió pronto y me dijo que tendría que esperar, porque primero tenía que llevar a Gloria a su celda. Miré mi reloj. Eran casi las dos. No había comido y me dolía la cabeza. Además sólo disponía de dos horas para ir a ver a Leslie Faire en la oficina del fiscal y hablar de Gloria y después irme a Century City para la reunión del caso con Roulet y Dobbs.
– ¿No hay nadie más que pueda sacarme de aquí? -dije con irritabilidad-. Necesito ir al tribunal.
– Lo siento, señor, así funciona.
– Bueno, por favor, dese prisa.
– Siempre lo hago.
Al cabo de quince minutos me di cuenta de que mis quejas a la ayudante del sheriff sólo habían logrado que ésta me dejara esperando todavía más que si hubiera mantenido la boca cerrada. Como un cliente de restaurante que se queja porque la sopa está fría y cuando se la vuelven a traer está quemando y con un pronunciado gusto a saliva. Debería haberlo imaginado.
En el rápido trayecto al edificio del tribunal penal llamé a Raúl Levin. Había vuelto a su oficina de Glendale y estaba mirando los informes de la policía correspondientes a la investigación y detención de Roulet. Le dije que lo dejara de lado para hacer unas llamadas. Quería ver qué podía averiguar del tipo de la habitación 333 del Travelodge de Santa Mónica. Le expliqué que necesitaba la información ayer. Sabía que tenía fuentes y formas de investigar el nombre de Héctor Moya. Simplemente no quería saber quién o cuál era esa fuente. Sólo me interesaban los resultados.
Cuando Earl se detuvo en un stop delante del edificio del tribunal penal, le dije que mientras yo estuviera dentro podía irse a Philippe's y comprar unos sandwiches de rosbif. Me comería el mío de camino a Century City. Le pasé un billete de veinte dólares por encima del asiento y salí.
Mientras esperaba el ascensor en el siempre repleto vestíbulo del edificio del tribunal, saqué una pastilla de paracetamol de mi maletín con la esperanza de que frenara la migraña que se me venía encima por la falta de comida. Tardé diez minutos en llegar a la novena planta y pasé otros quince esperando a que Leslie Faire me recibiera. Sin embargo, no me importó la espera porque Raúl Levin me llamó justo antes de que me dejaran pasar. Si Faire me hubiera recibido enseguida, yo habría entrado sin la munición adicional.
Levin me explicó que el hombre de la habitación 333 del Travelodge se había registrado con el nombre de Gilberto García. El motel no le pidió identificación porque pagó en efectivo y por adelantado por una semana y dejó un depósito de cincuenta dólares para los gastos de teléfono. Levin también había investigado el nombre que yo le había dado y se encontró con un Héctor Arrande Moya, un colombiano en busca y captura desde que huyó de San Diego cuando un jurado de acusación federal lo había inculpado por tráfico de drogas. En conjunto era un material muy bueno y planeaba utilizarlo con la fiscal.
Faire compartía despacho con otros tres fiscales. Dos se habían ido, probablemente al tribunal, pero había un hombre al que no conocía sentado ante el escritorio de la esquina opuesta a la de Faire. Tendría que hablar con ella con su compañero como testigo. Aborrecía hacerlo porque sabía que el fiscal con quien tenía que tratar en estas situaciones muchas veces actuaba para los presentes en la sala, tratando de sonar duro y astuto, a veces a costa de mi cliente.
Aparté una silla de uno de los escritorios libres y me la llevé para sentarme. Me salté las falsas galanterías y fui al grano porque tenía hambre y poco tiempo.
– Ha presentado cargos contra Gloria Dayton esta mañana -dije-. Soy su abogado y quiero saber qué podemos hacer al respecto.
– Bueno, se puede declarar culpable y cumplir de uno a tres años en Frontera -dijo como si tal cosa y con una sonrisa que no era más que tina mueca.
– Estaba pensando en una intervención prejudicial.
– Estaba pensando que ella ya probó un bocado de esa manzana y lo escupió. Ni hablar.
– Mire, ¿cuánta coca llevaba encima, un par de gramos?
– Sigue siendo ilegal, no importa cuánta llevara. Gloria Dayton ha tenido numerosas oportunidades para rehabilitarse y evitar la prisión. Pero se le han terminado. -Se volvió hacia su mesa, abrió una carpeta y miró la hoja superior-. Nueve arrestos sólo en los últimos cinco años -dijo-. Es su tercera acusación por drogas y nunca ha pasado más de tres días en prisión. Olvídese de intervenciones prejudiciales. Alguna vez tiene que aprender y será ésta. No estoy dispuesta a discutir sobre eso. Si se declara culpable, pediré de uno a tres. Si no, iré en busca del veredicto y ella correrá el riesgo con el juez y la sentencia. Pediré la máxima pena.
Asentí con la cabeza. La reunión iba como había previsto que iría con Faire. Una sentencia de uno a tres años probablemente resultaría en una estancia de nueve meses entre rejas. Sabía que Gloria Dayton podía soportarlo y probablemente debía hacerlo. Pero todavía tenía una carta que jugar.
– ¿Y si tiene algo con lo que negociar?
Faire resopló como si fuera un chiste.
– ¿Como qué?
– El número de una habitación de hotel en la que un traficante importante está haciendo negocios.
– Suena un poco vago.
Era vago, pero supe por el cambio en su tono de voz que estaba interesada. A todos los fiscales les gusta negociar.
– Llame a los chicos de narcóticos. Pídales que comprueben el nombre de Héctor Arrande Moya en el sistema. Es colombiano. Puedo esperar.
Ella vaciló. Claramente no le gustaba ser manipulada por un abogado defensor, especialmente cuando otro fiscal podía oírlo. Pero el anzuelo ya estaba echado.
Faire se volvió otra vez en su escritorio e hizo una llamada. Escuché un lado de la conversación. Ella le dijo a alguien que buscara el historial de Moya. Esperó un rato y escuchó la respuesta. Le dio las gracias a la persona a la que había llamado y colgó. Se tomó su tiempo para volverse hacia mí.
– Vale -dijo-. ¿Qué quiere? Ya lo tenía preparado.
– Quiero una intervención prejudicial y que retiren todos los cargos si termina con éxito el programa. Ella no declara contra el tipo y su nombre no aparece en ningún documento. Simplemente les proporciona el nombre del hotel y el número de la habitación en la que está y su gente hace el resto.
– Han de presentar cargos. Tiene que declarar. Supongo que los dos gramos que tenía se los dio ese tipo. Ha de hablarnos de eso.
– No. La persona con la que ha hablado le habrá dicho que está en busca y captura. Pueden detenerlo por eso.
La fiscal reflexionó durante unos segundos, moviendo la mandíbula adelante y atrás como si probara el gusto del trato y decidiera si quería comer más. Yo sabía cuál era el punto débil. El acuerdo consistía en un intercambio, pero era un intercambio con un caso federal. Eso significaba que detendrían al tipo y los federales se harían cargo. No habría gloria fiscal para Leslie Faire, a no ser que aspirara a dar el salto algún día a la Oficina del Fiscal Federal.
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