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Barry Eisler: Sicario

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Barry Eisler Sicario

Sicario: краткое содержание, описание и аннотация

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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– He estado pensando en esas personas. Mataron a Bulfinch. Intentaron matarnos a ti y a mí. Seguramente quisieron matar a mi padre. ¿Crees que… de verdad sufrió un ataque al corazón?

Vertí sake de la botella de cerámica en dos tacitas a juego y observé el vapor que se elevaba desde la superficie. Tenía el pulso firme.

– No es una pregunta tonta. Hay métodos para matar a alguien de modo que parezca un accidente o por causas naturales. Y estoy de acuerdo con lo que dices; basándose en lo que averiguaron sobre las actividades de tu padre es probable que quisieran verlo muerto.

– Temía que le mataran. Me lo dijo.

– Sí.

Tamborileaba con los dedos en la mesa, como si tocara una melodía vertiginosa en el piano. Su mirada desprendía una especie de fuego frío.

– Creo que le mataron -dijo asintiendo.

«Nosotros no tenemos hogar, John. No después de lo que hemos hecho.»

– Tal vez tengas razón -dije en voz baja.

¿Lo sabía? ¿O su parte racional se negaba a dejarse llevar por el instinto? No tenía ni idea.

– Lo que importa es que tu padre era un hombre valiente -dije con la voz un poco sorda- y que, independientemente de cómo muriera, no debería haber muerto en vano. Por eso tengo que recuperar el disco, acabar lo que tu padre empezó. Quiero… -No sabía muy bien qué diría a continuación-, quiero hacerlo. Necesito hacerlo.

Vi que varias emociones encontradas le cruzaban el rostro, como las sombras de las nubes que se desplazan deprisa.

– No quiero que lo hagas -dijo-. Es muy peligroso.

– Menos de lo que parece. Mi amigo se asegurará de que la policía esté al corriente de lo que ocurre y así no correré ningún peligro.

– ¿Qué me dices de la CIA? No puedes controlarlos.

Cavilé al respecto. Tatsu ya habría pensado que si me mataban al entrar, lo usaría como excusa para ordenar que todos saliesen del coche, buscaría armas y, de pasada, encontraría el disco. Era un tipo práctico.

– Nadie me disparará. Tal y como lo he planeado, no sabrán lo que pasa hasta que sea demasiado tarde.

– Creía que, en la guerra, nada sale según lo planeado.

Me reí.

– Es cierto. Si he llegado tan lejos es porque he improvisado mucho.

Bebí un poco de sake.

– De todos modos, no nos queda otra alternativa -declaré, disfrutando de la sensación que me producía el líquido caliente extendiéndose por el abdomen-. Yamaoto no sabe que Holtzer tiene el disco, por lo que seguirá persiguiéndote si no lo recuperamos. Y a mí también.

Comimos en silencio durante varios minutos. Entonces me miró.

– Tiene sentido, pero es terrible -dijo con amargura.

Quise decirle que uno acaba acostumbrándose a las cosas terribles que tienen sentido, pero me callé.

Se incorporó y se dirigió hacia la ventana. Estaba de espaldas a mí, y la luz que penetraba del exterior le recortaba la silueta. La observé durante unos instantes, luego me levanté y me acerqué a ella, sintiendo que la alfombra se amoldaba a mi peso. Me detuve lo bastante cerca para percibir el aroma a limpio de su cabello y otro olor más exótico y, lenta, lentamente, alcé las manos de modo que las yemas de los dedos apenas le rozaron los hombros y brazos.

Luego las yemas dieron paso a las manos y cuando las manos descendieron hasta las caderas, Midori se relajó entre mis brazos. Sus manos se entrelazaron con las mías y ascendieron juntas, cubriéndole el vientre y acariciándoselo de tal modo que no sabía quién de los dos iniciaba el movimiento.

Allí de pie con ella, mirando Tokio por la ventana, sentí que el peso de lo que me esperaba mañana se alejaba lentamente de mí. Me di cuenta, extasiado, de que ése era el lugar del planeta en el que más me apetecía estar en ése momento. La ciudad que nos rodeaba era un ser viviente: los millones de luces eran los ojos; la risa de los amantes, su voz; las autopistas y las fábricas, sus músculos y tendones. Y yo estaba justo en el corazón palpitante.

Sólo un poco más de tiempo, pensé mientras le besaba la nuca, la oreja. Un poco más de tiempo en un hotel anónimo donde podamos desvincularnos del pasado, libres de todas las cosas que sabía que pronto pondrían fin a mi frágil relación con esa mujer.

El sonido de su aliento y el sabor de su piel se intensificaron y la lánguida sensación de la ciudad se desvaneció. Se volvió y me besó, con suavidad, luego con más fuerza, me puso las manos en la cara, luego debajo de la camisa, y el calor de su tacto se extendió por mi torso como si fueran ondas en el agua.

Nos dejamos caer en la cama, nos quitamos la ropa el uno al otro y la arrojamos atropelladamente al suelo. Tenía la espalda arqueada hacia arriba y yo le besaba los pechos, el vientre, y entonces dijo: «No, ahora, te quiero ahora», y me puse encima, sintiendo sus piernas a ambos lados del cuerpo, y la penetré. Emitió un sonido como el del viento cuando toma velocidad, y nos movimos el uno contra el otro, con el otro, al principio poco a poco, luego con frenesí. Nos fundimos el uno en el otro: respirábamos el aliento que procedía de los pulmones del otro y la sensación se extendía desde la cabeza hasta la ingle y de ahí a los dedos del pie y luego de vuelta hacia arriba, hasta que llegó un momento en que no sabía dónde acababa mi cuerpo y comenzaba el suyo. Sentí un estruendo entre nosotros y en nuestro interior, como los nubarrones de tormenta agrupándose, y cuando eyaculé fue como un trueno que surgía de todas partes, de su cuerpo, del mío y de todos los lugares en los que estábamos unidos.

Nos quedamos así, entrelazados, agotados, como si hubiéramos luchado entre nosotros y no hubiéramos logrado vencer al otro ni tan siquiera con los golpes más poderosos y certeros.

Sugoi -dijo-. ¿Qué le habrán puesto al sake?

Le sonreí.

– ¿Quieres que nos traigan otra botella?

– Muchas botellas -dijo, adormilada. Y eso fue lo último que dijimos antes de que me sumiera en un sueño felizmente apacible, apenas perturbado por el pavor de lo que estaba por llegar.

Veintitrés

Me levanté poco antes del amanecer y me quedé mirando por la ventana. La luz iba bañando Tokio poco a poco y la ciudad emergía lentamente de su letargo, estirándose como en un bostezo. Midori aún dormía.

Me duché y me puse uno de los trajes que guardaba en el Imperial, uno de franela gris gruesa de Paul Stuart. Camisa de algodón blanca Sea Island y corbata azul clásica. Los zapatos eran artesanos; el maletín, de piel curtida, de un fabricante de artículos de cuero británico llamado W. H. Gidden que había muerto en circunstancias trágicas. Iba mejor vestido que la mayoría de quienes se supone que visten así por costumbre; como siempre, son los detalles los que dan credibilidad al disfraz o se la quitan. «¿Y quién sabe? -pensé-. Si esto no saliera bien, irías bien vestido para tu entierro. Quedarías muy bien.»

Midori se levantó mientras yo estaba en la ducha. Llevaba un albornoz blanco del hotel y se sentó en la cama mientras yo me vestía.

– Me gustas con traje -me dijo cuando acabé-. Te queda bien.

– Como cualquier sarariman que va a la oficina -respondí, restándole importancia.

Introduje la Glock en la pistolera que llevaba a la espalda, donde quedaría oculta por la bonita funda de franela. Luego me coloqué la aturdidora bajo la axila, donde quedaba bien sujeta gracias a la presión del brazo. Separé el brazo unos centímetros y lo sacudí fuerte, y el arma se deslizó hasta caerme en la mano. Satisfecho, la volví a colocar en su sitio.

Giré el cuello hasta oír el crujido de la articulación de la columna.

– Muy bien, me tengo que ir. Volveré esta noche. ¿Me esperarás?

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