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Jeffery Deaver: La carta número 12

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Jeffery Deaver La carta número 12

La carta número 12: краткое содержание, описание и аннотация

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí. El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle? La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– Veámosla -dijo Rhyme.

Sachs la puso en el escáner y un minuto después la imagen apareció en varias pantallas de ordenador en todo el laboratorio. Sachs se acercó a Rhyme, puso un brazo alrededor de sus hombros y se dispusieron a mirar la pantalla.

Mi queridísima Violet:

Confío en que hayas estado disfrutando de la compañía de tu hermana, y que Joshua y Elizabeth estén contentos de pasar algún tiempo con sus primos. Que Frederick, que sólo tenía nueve años la última vez que le vi, esté tan alto como su padre es algo que se me hace difícil de imaginar.

Todo va bien en nuestra granja. Me alegro de poder decirlo. James y yo hemos cortado hielo en la orilla del río durante toda la mañana y llenamos la nave frigorífica, luego hemos cubierto los bloques con serrín. Después recorrimos unos tres kilómetros atravesando la espesa nieve para ver la huerta que está a la venta. El precio es alto pero creo que el vendedor responderá favorablemente a mi contraoferta. Es evidente que dudaba de vendérsela a un negro, pero cuando le expliqué que pagaría en papel moneda y que no necesitaba una nota de crédito, sus preocupaciones parecieron esfumarse. El dinero en efectivo es un buen igualador.

Seguro que te conmovió tanto como a mí leer que ayer en nuestro país se promulgó un Ley de Derechos Civiles. ¿Has visto los detalles? La ley garantiza a todas las personas, cualquiera que sea el color de su piel, el disfrute equitativo de todas las posadas, medios de transporte público, teatros y similares. ¡Qué gran día para nuestra causa! Ésta es exactamente la legislación sobre la que escribí largamente a Charles Summer y Benjamin Buttler el año pasado, y creo que algunas están plasmadas en este importante documento.

Como bien podrás imaginar, estas novedades me han hecho reflexionar. He estado pensando en los terribles sucesos de hace siete años, el robo de nuestra huerta en Gallows Heights y mi encarcelamiento en penosas condiciones.

Y ahora, considerando estas noticias de Washington DC, sentado junto al fuego en nuestra cabaña, siento que esos terribles sucesos pertenecen a un mundo completamente distinto. De la misma manera que aquellos momentos de sangriento combate en la guerra o los duros años de servidumbre en Virginia, están siempre presentes, pero, de alguna forma, tan tenues como las confusas imágenes de una pesadilla que apenas se recuerda.

Tal vez en nuestros corazones sólo hay un lugar para guardar tanto la desesperación como la esperanza, y si llenas ese lugar de una expulsas por completo a la otra y de ésta queda solamente un recuerdo borroso. Y esta noche estoy henchido sólo de esperanza.

Recordarás que hace años juré que haría todo lo posible por quitarme de encima el estigma de ser considerado tres quintos de hombre. Cuando pienso en las miradas que aún recibo, a causa del color de mi piel, y en las acciones de algunas personas respecto a mí y a mi gente, creo que aún no se me considera un hombre completo. Pero me atrevería a decir que hemos progresado hasta el punto de que ya se me contempla como nueve décimos de hombre (James se rio de corazón cuando se lo dije esta noche durante la cena), y sigo teniendo fe en que llegarán a vernos como un todo en el curso de nuestras vidas, o al menos en el de las vidas de Joshua y Elizabeth.

Ahora, amor mío, debo darte las buenas noches y preparar una lección para mis estudiantes de mañana.

Dulces sueños para ti y nuestros niños, querida mía. Espero ansiosamente tu regreso.

Tu fiel Charles

Croton, Hudson

2 de marzo de 1875

– Da la impresión de que Douglass y los otros le perdonaron el robo. O creyeron finalmente que él no lo había cometido -dijo Rhyme.

– ¿De qué ley hablaba? -preguntó Sachs.

– La Ley de los Derechos Civiles de 1875 -dijo Geneva-. Prohibía la discriminación racial en hoteles, restaurantes, trenes, teatros… en cualquier sitio público. -La chica meneó la cabeza-. Pero no duró mucho. El Tribunal Supremo la declaró inconstitucional en la década de 1880. No se promulgó ninguna otra ley de derechos civiles federales hasta unos cincuenta años después.

Sachs pensó en voz alta.

– Me pregunto si Charles vivió el tiempo suficiente para saber que la habían anulado. No le hubiese gustado saberlo.

Geneva se encogió de hombros.

– No creo que le importara. Habría pensado que era sólo un revés pasajero.

– La esperanza se sobrepone al dolor -dijo Rhyme.

– Exacto -dijo Geneva. Luego echó un vistazo a su maltrecho Swatch-. Tengo que regresar al trabajo. Ese Wesley Goades… He de decir que es un chiflado. Nunca sonríe, nunca te mira… Y digo yo que a veces hay que relajarse un poco, ¿no?

Tumbados en la cama esa noche, con la habitación a oscuras, Rhyme y Sachs contemplaban la luna, una luna creciente tan fina que debería haber sido de un blanco gélido, pero que, debido a alguna afección de la atmósfera, era tan dorada como el sol.

A veces, en momentos como ése, hablaban, y a veces no. Esa noche estaban en silencio.

Hubo un leve movimiento en la repisa de la ventana, de los halcones peregrinos que anidaban allí. Un macho, una hembra y dos crías. En ocasiones ocurría que alguna visita miraba el nido y preguntaba si tenían nombres.

– Tenemos un trato -murmuraba Rhyme-. Ellos no me ponen nombre a mí y yo no se lo pongo a ellos. Y funciona.

Un halcón alzó la cabeza y miró hacia un lado, tapándoles la visión de la luna. Por alguna razón, el movimiento y el perfil del pájaro sugerían sabiduría. Peligro, también: los peregrinos adultos no tienen depredadores naturales y atacan a su presa a velocidades de hasta doscientos setenta kilómetros por hora. Pero ahora el pájaro parecía benévolo y reconcentrado, silencioso. Eran criaturas diurnas que por la noche dormían.

– ¿En qué piensas? -preguntó Sachs.

– ¿Por qué no vamos a oír música mañana? Hay una matiné, o como se les llame a los conciertos de la tarde, en el Lincoln Center.

– ¿Quién toca?

– Los Beatles, creo. O Elton John y María Callas haciendo duetos. No importa. Lo único que quiero es avergonzar a las personas arrojándoles mi silla a la cabeza… No importa quién toque. Quiero salir. Y eso no ocurre muy a menudo, como ya sabes.

– Sí, lo sé. -Sachs se inclinó hacia él y le besó-. Vale, vayamos.

Él volvió la cabeza y apoyó los labios en el cabello de Sachs. Ésta se recostó contra él. Rhyme le cogió la mano y la apretó fuerte. Ella también se la apretó.

– ¿Sabes lo que podríamos hacer? -preguntó Sachs, con un matiz de conspiración en la voz-. Introducir a escondidas una botella de vino y algo de comer. Paté y queso. Pan francés.

– Allí se puede comprar comida. Lo recuerdo. Pero el whisky es pésimo. Y cuesta una fortuna. Lo que podríamos hacer es…

– ¡Rhyme! -exclamó Sachs. Se había incorporado, sentada en la cama, con la respiración entrecortada.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– ¿Qué es lo que acabas de hacer?

– Me ponía de acuerdo contigo para ver cómo podíamos meter comida de contrabando…

– No te hagas el tonto. -Sachs buscó a tientas la luz, luego la encendió. Con sus bragas negras de seda tipo bóxer y su camiseta gris, el pelo ladeado y los ojos muy abiertos, parecía una alumna que hubiera recordado en ese instante que al día siguiente a las ocho tenía un examen.

Rhyme entornó los ojos al mirar hacia la luz.

– Hay demasiada luz. ¿Es necesario?

La mujer había clavado los ojos en la cama.

– La… mano. ¡Has movido una mano!

– Supongo que sí.

– ¡Tu mano derecha! Nunca has tenido movimiento en la mano derecha.

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