Jeff Abbott - Pánico

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El vértigo y la incontenible alegría que sintió al despertar aquella mañana eran para Evan Casher la mejor prueba de que estaba profundamente enamorado. Sí, sin duda aquél era el inicio de una nueva y feliz vida que compartiría junto a Carrie, la joven responsable de aquel cambio sustancial en él. Sin embargo, un solo instante puede cambiar toda una vida: una llamada de su madre, apremiándolo a reunirse con ella de inmediato, iba a provocar un vuelco radical en la hasta entonces tranquila existencia de Evan. Para su horror, descubrirá que su madre ha sido asesinada, y sin tiempo siquiera para asumirlo, a punto estará de ser asesinado él también. Sólo la súbita intervención de un misterioso personaje, aparentemente surgido de la nada, le permitirá salvar la vida, al menos por esta vez…
No obstante, esto es sólo el principio de un peligroso viaje sin retorno, durante el cual Evan descubrirá que su vida hasta entonces no ha sido más que una sucesión de engaños y artificios donde nadie era quien aparentaba ser: empezando por sus propios padres y por la adorable Carrie, a la que, como pronto averiguará, en realidad no conocia en absoluto. Perseguido por un implacable traficante de información convencido de que posee unos valiosos documentos, Evan deberá salvar su vida y descubrir la verdad, consciente de que, esta vez, no tendrá una segunda oportunidad.

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El hacker bebió un sorbo con cuidado.

– Me han dicho que hay gente mala que va por ti.

– Cuanto menos sepas mejor.

Evan no quería entrar en detalles sobre Los Deeps ni sobre sus problemas con la CIA.

Navaja le sonrió levemente.

– Pero tú tienes sus trapos sucios.

– Sí, en un portátil. Pero no conozco la contraseña.

– Yo tampoco podré conseguirla -dijo Navaja- si no tengo el dinero.

Evan le dio una bolsa de la lavandería del hotel. Navaja le echó un vistazo al dinero.

– Cuéntalo si quieres.

Navaja lo hizo, rápidamente y bajo la mesa, donde los fajos de billetes no llamaban la atención.

– Gracias. Lo siento, pero no soy una persona confiada. ¿Tienes el equipo?

– Sí.

Evan sacó el portátil de una bolsa de la compra que había encontrado en el maletero del Jaguar.

– Lo que de verdad me interesa no es violar la ley, sino los retos técnicos, poner en evidencia a los cabrones que se creen muy listos, pero que en realidad no lo son. ¿Lo captas?

– Lo capto.

Navaja sacó su propio portátil, lo encendió y lo conectó mediante un cable al puerto Ethernet del ordenador de Khan.

– Voy a ejecutar un programa. Si la contraseña aparece en algún diccionario, estamos dentro.

Pulsó algunas teclas. Evan observaba mientras las palabras pasaban velozmente por la pantalla, más rápido de lo que podía leerlas, y arremetían contra las puertas de la fortaleza del portátil de Khan.

Después de un rato Navaja dijo:

– No ha habido suerte. Lo intentaremos con caracteres alfa-numéricos al azar y con variantes ortográficas.

Navaja le dio un sorbo al café y observó cómo aparecía una barra de estado que avanzaba lenta y solemne, mientras millones de combinaciones nuevas intentaban el «ábrete sésamo» con el ordenador de Khan.

– Oye, ¿sabes algo sobre dispositivos de mano? -preguntó Evan.

– No es mi especialidad. Esos puñeteros tienen poca potencia.

Evan sacó la PDA de Khan del bolsillo y utilizó su huella para desbloquearla.

– Seguridad biométrica -comentó Navaja-. ¿Qué tienes planeado, robar una bomba nuclear? -Se rió.

– Hoy no. ¿Qué son estos programas? No los reconozco.

Navaja estudió la pequeña pantalla.

– Dios, me gustaría jugar con ellos. Éste es un programa de interferencia para móviles; emite una señal que bloquea cualquier móvil que esté en la sala. ¿Lo probamos?

Esbozó una sonrisa traviesa, observando a varios clientes que hablaban por el móvil, y pulsó la tecla sin esperar la respuesta de Evan.

En diez segundos todo el mundo estaba mirando su móvil extrañado.

– ¡Ay, creo que acabo de violar la ley!

Navaja pulsó de nuevo el botón y el servicio pareció restablecerse, ya que los clientes volvieron a marcar y retomaron sus conversaciones.

– Y éste -Navaja abrió el programa y lo examinó- es como el que estoy usando en tu portátil. Pero está especializado en sistemas de alarma. La mayoría sólo tienen contraseñas de cuatro dígitos. Se conecta al sistema de alarma, descifra el código y lo activa.

– ¿Quieres decir que me daría el código de un sistema de alarma en la pantalla para que pudiese teclearlo?

– Creo que fue diseñado para eso. Mmm… Éste copia tarjetas de memoria o un disco duro. Comprime la información para que quepa en esta PDA.

– Sin embargo no podrías copiar un disco duro entero de un ordenador usando esto, ¿verdad?

– No. Con esto no. Es muy pequeño. Pero con otra PDA, y si se trata sólo de un grupo de archivos, seguro que sí.

«Quizá mi madre utilizó algo así para robarle los archivos a Khan», pensó Evan.

– ¿Sería rápido?

– Claro. Si coges algún archivo de más, no hay problema. Es más rápido copiar una carpeta entera que buscar y grabar los archivos uno a uno. Si puedes comprimirlos, mejor que mejor. -Le devolvió la PDA arqueando una ceja-. ¿Les robaste esto a los soplones esos?

– ¿Soplones?

– Espías.

– No quieras saberlo.

– No quiero -convino Navaja.

Evan observaba la barra de estado, que progresaba lentamente. «Por favor -pensó-, ábrete. Dame los archivos.» Pero no eran sólo archivos. Eran secretos que valían toda una vida, las huellas financieras de terribles engaños, una relación de vidas extinguidas por dinero sucio. Tenía una buena mano para jugar con Jargo, y se encontraba en esos archivos.

Navaja encendió un cigarrillo.

– Podría piratear una página porno mientras esperamos, tapar las tetas con fotos de políticos destacados. Ahora mismo soy muy antiporno. Me he vuelto Victoriano.

Evan sacudió la cabeza.

– Quiero tu opinión sobre una idea que se me ha ocurrido. Si averiguamos la contraseña, pero los archivos del portátil están codificados, ¿evitaría eso que pudieses copiarlos a otro ordenador?

– Probablemente. Depende de cómo estén codificados; o de si están protegidos contra copia.

– El programa para descodificar los archivos tiene que estar en este ordenador, ¿no? Quiero decir, necesitarías editar archivos, así que tendrías que descodificarlos primero, realizar cambios y volver a bloquearlos.

– Sí. Si el programa de desbloqueo no está en el portátil, tiene que estar en un lugar desde el que pueda descargarse con facilidad. De otro modo, es como una caja fuerte sin llave, inútil. Si tus malvados atesoraban un programa hecho a medida en un servidor remoto, indagaré desde su caché para rastrearlo, si es que no lo han borrado, o piratearé su proveedor de servicios. -Navaja sonrió abiertamente-. Detecto una idea malvada a punto de materializarse.

– Entonces, podríamos descodificar los archivos -comentó Evan pasando un dedo por el borde suave del portátil- y esconder una copia en un servidor en el que pudiese recuperarla desde la red. Luego codificaríamos de nuevo el disco de este portátil utilizando el mismo programa de bloqueo y la contraseña original. Le daría a los malos su portátil codificado y ellos pensarían que nunca he visto los archivos. Es como devolverles una caja fuerte de la que nunca tuve la llave. Entonces pensarían que ya no soy una amenaza real para ellos.

Navaja asintió.

– O si me matan, los archivos aún podrían utilizarse para cortarles las pelotas a esos canallas. Sería mi as en la manga.

– No te garantizo que pueda entrar en este sistema -dijo Navaja.

– Entonces creo que necesito pensar en un plan B. -Evan jugó con las posibilidades. Sonrió a Navaja-. Voy a necesitar un poco más de ayuda por tu parte. Por supuesto, te pagaré más.

– Claro.

– Dime, ¿juegas al póquer?

VIERNES 18 de marzo

Capítulo 39

Los hombres cogieron a Evan en el aeropuerto de Heathrow el viernes por la tarde, temprano. Se esforzó en parecer un turista joven cualquiera. Llevaba unos pantalones caqui recién planchados, zapatillas de deporte y unas gafas de sol que le había comprado a Navaja. El corte de pelo era el que le había hecho la CIA, pero ahora iba teñido de blanco platino, por cortesía de la tatuadísima novia de Navaja. Los hombres le dejaron acercarse al mostrador de British Airways, comprar un billete de ida y vuelta a Miami, pagar en efectivo e incluso le dejaron pasar el control de seguridad. Utilizó el pasaporte de Sudáfrica que le había robado a Gabriel hacía ya una eternidad. Estaba llegando a su puerta cuando los agentes se le acercaron por ambos lados y le dijeron con fría educación: «Por aquí, señor Casher, por favor, no arme un escándalo», así que no lo hizo. De repente, lo rodeaban seis oficiales británicos del MI5, por ambos lados, por delante y por detrás, dirigiéndolo con cortesía.

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