Jeff Abbott - Pánico

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El vértigo y la incontenible alegría que sintió al despertar aquella mañana eran para Evan Casher la mejor prueba de que estaba profundamente enamorado. Sí, sin duda aquél era el inicio de una nueva y feliz vida que compartiría junto a Carrie, la joven responsable de aquel cambio sustancial en él. Sin embargo, un solo instante puede cambiar toda una vida: una llamada de su madre, apremiándolo a reunirse con ella de inmediato, iba a provocar un vuelco radical en la hasta entonces tranquila existencia de Evan. Para su horror, descubrirá que su madre ha sido asesinada, y sin tiempo siquiera para asumirlo, a punto estará de ser asesinado él también. Sólo la súbita intervención de un misterioso personaje, aparentemente surgido de la nada, le permitirá salvar la vida, al menos por esta vez…
No obstante, esto es sólo el principio de un peligroso viaje sin retorno, durante el cual Evan descubrirá que su vida hasta entonces no ha sido más que una sucesión de engaños y artificios donde nadie era quien aparentaba ser: empezando por sus propios padres y por la adorable Carrie, a la que, como pronto averiguará, en realidad no conocia en absoluto. Perseguido por un implacable traficante de información convencido de que posee unos valiosos documentos, Evan deberá salvar su vida y descubrir la verdad, consciente de que, esta vez, no tendrá una segunda oportunidad.

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«Por favor, Evan, ojalá estés aquí, no ahí abajo con Dezz. O mejor que no estés aquí, que estés lejos, donde él no pueda encontrarte.»

Buscó desesperadamente en todas las habitaciones, esperando encontrarle primero.

Dezz aullaba y saltaba sobre el pie sano, pero no se apartó muy lejos. Al contrario, soltó una carcajada falsa.

– Una manera jodidamente divertida de darme las gracias por salvarte -gritó-. Gabriel te estaba apuntando cuando te decía que salieses. Te he salvado el culo.

Evan esperó. Pensó que Dezz correría a ponerse a salvo. Era lo más sensato. Dezz no lo hizo, pero tampoco se acercó más.

– Tu padre -dijo Dezz- se llama Mitchell Eugene Casher. Nació en Denver. Lleva casi veinte años trabajando como consultor informático.

– ¿Y?

– Que si simplemente fuese del FBI, sabría esto. Pero soy amigo suyo, Evan. Su helado favorito es el de nuez de pecan. Le gusta el filete medio hecho. Su programa de televisión favorito es Hawai Five-0 y a menudo aburre a la gente hablando de él. ¿Te suena familiar?

En efecto, le sonaba.

– ¿De qué lo conoces?

– Evan, ahora tengo que confiar en ti. Tu padre hace trabajos especiales para el gobierno. Yo me encargo de sus casos. Estoy aquí para protegerte. Tu familia está en el punto de mira de mucha gente, incluido el señor Gabriel, aquí presente, a quien echaron de la CIA.

La voz. Comparó la voz de Dezz con la voz que había oído detrás de él cuando estaba de rodillas en la cocina, con una pistola apuntándole en la cabeza y la cara de su madre muerta a pocos centímetros de la suya. Ahora no estaba seguro. Aquellos horribles momentos estaban envueltos en una especie de neblina. Intentó recordar la voz que había hablado mientras su madre estaba muerta, la voz que le hablaba al oído mientras se moría colgado de la cuerda.

– Sé un buen chico y sal. Compartiré contigo mis caramelos.

– No me hables como si tuviese cuatro años -dijo Evan.

– Nunca se me ocurriría tratar como a un niño al famoso director.

Evan esperó. Al lado del pie de Dezz cayó un envoltorio de caramelo.

«Si le disparo todavía quedará uno; si es que los dos hombres aún van juntos.»

– Tengo una amiga en la casa que está preocupada por ti -dijo Dezz-. Carrie está aquí conmigo.

Evan pensó que había escuchado mal.

– ¿Qué?

Se puso tenso. Mentira. Tenía que ser mentira.

Después de diez segundos de silencio, Dezz dijo:

– Lo siento Evan. Quédate quieto. Sólo tengo que tomar una pequeña precaución.

Y disparó a la rueda delantera derecha del Suburban. El pesado coche se hundió y se posó del lado del que reventó la rueda.

– No puedo arriesgarme a que me dispares y te largues en el coche. No vamos a hacer un duelo a la mexicana. Quiero llevarte con Carrie. Y con tu padre. Sal con las manos en alto, lo llamaremos, juntaremos a todo el mundo. Una bonita reunión familiar.

Evan rechinó los dientes. No. Dezz era un mentiroso, un asesino. No creería nada de lo que dijese sobre Carrie. Estos hombres habían encontrado unos archivos invisibles en su ordenador, habían borrado el disco, habían dejado el ordenador en su configuración por defecto en sólo unos segundos y habían encontrado la guarida de Gabriel en medio de la nada. Saberse el nombre de su novia no era nada. Era un truco, tenía que ser un truco para cazarlo.

Tenía que salir de allí. Pero no podía conducir el Suburban con la rueda pinchada.

La Ducati. Estaba cerca de la parte delantera del coche, donde Gabriel la había aparcado. El coche estaba frente a la verja. La moto estaba a su derecha y Dezz se hallaba a la izquierda, en la mitad de la cuesta que subía la colina. No había manera de que Gabriel se hubiese guardado las llaves en el bolsillo cuando bajó de la moto, preparándose para disparar a Evan. ¿O sí?

Gabriel emitió un sonido que a Evan le pareció como un largo suspiro agonizante.

Tendría que dejar atrás la maleta, con el dinero y su ordenador estropeado dentro. Guardaba en el bolsillo el pasaporte sudafricano que Gabriel le había enseñado y también la identificación de la CIA de éste. El petate también estaba en el coche, pero recordó que estaba en el asiento del pasajero. Se imaginó la escena de la huida: rodaría hasta la altura del asiento del conductor del Suburban. Abriría la puerta, cogería el petate, que contenía la pequeña caja cerrada con llave que le había cogido a Gabriel, y su equipo de filmación. Le dispararía a Dezz para perseguirlo colina arriba. Se montaría en la moto y atravesaría la puerta. Probablemente era un suicidio, pero al menos moriría intentándolo.

– Trae a Carrie aquí, déjame verla y saldré -gritó.

Se produjo un silencio durante un instante, y Dezz dijo:

– Sal y te la traeré.

Dezz caminaba a unos quinientos metros de distancia, metido entre los árboles.

«Está esperando a que vayas a por la moto.» No, decidió Evan. Sólo estaba esperando. Ahora podía verle la cara a Dezz: pelo tirando a rubio, rostro delgado, de color amarillento enfermizo y de aspecto completamente demente.

«¿Mataste a mi madre? -Había oído dos voces, de eso estaba seguro, pero éste era sólo uno de los tíos-. Céntrate. Manten la mano firme cuando dispares.» Oía la voz de su padre. Nunca había sido muy bueno en las prácticas de tiro cuando su padre lo arrastraba al campo de tiro, y hacía años que no iba. Evan reptó hasta el lado del asiento del pasajero, el chasis del Suburban quedaba entre él y Dezz. Abrió la puerta. Cogió el petate y se colgó el asa al hombro.

Dezz corrió directamente hacia él, disparando y chillando:

– Evan, muy bien, levanta los brazos y ponlos donde pueda verlos, ¿de acuerdo?

Evan disparó sobre el capó; la manga de la chaqueta de Dezz se sacudía como si tiraran de ella desde atrás. Dezz cayó al suelo y Evan siguió disparando por encima de la cabeza de él hasta que vació la pistola. Llegó a la motocicleta.

Las llaves brillaban bajo la luz del sol. Arrancó el motor, pisó el embrague para meter la marcha y levantando gravilla salió disparado a través de la pequeña abertura de la verja. No miró atrás; no quería ver cómo la bala venía a por él. Así que no vio a Jargo salir de entre los robles, dispararle al hombro y fallar; no vio a Dezz de pie, apuntando con cuidado, ni a Carrie corriendo y empujando a Dezz cuando disparaba. Evan oyó el ruido de dos pistolas, su eco resonando en la colina plagada de mezquite, pero no lo alcanzó ninguna bala. Se inclinó sobre la moto, agachándose mucho. El petate le estaba haciendo perder el equilibrio y todavía tenía en la mano la pistola vacía; llevaba el mentón pegado al manillar y lo único que veía era la carretera, que lo alejaba de la muerte.

Capítulo 16

Evan necesitaba un coche. Rápido. Dezz podría venir tras él en cualquier momento como un rayo y echarlo de la carretera haciéndolo papilla. Una señal próxima en la carretera indicaba que estaba a tres kilómetros de Bandera.

Entró en el pueblo, deteniéndose sólo para guardar la pistola vacía en el petate para no ir exhibiendo su armamento. Había muchas tiendas, un asador, carteles de fiestas que se celebraban cada mes. Recorrió la calle principal y se preguntó qué tal se le daría robar un coche.

Era una decisión extraña. Ya no formaba parte del mundo normal; había pasado a la tierra de las sombras, donde no había mapa, brújula ni estrella polar para guiarlo. Había visto su cara en las noticias nacionales, viendo cómo hablaban de él como la víctima de un crimen. Había atropellado a Gabriel y había seguido conduciendo. Había visto cómo le disparaban a Gabriel dos veces, pero no acudía a la policía. Había escapado del hombre que tal vez hubiese matado a su madre.

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