Olsen había quedado con Víctor en salir a correr el sábado. A las diez de la mañana llegó a La Moraleja; vestía chándal y zapatillas deportivas e imaginaba las malintencionadas chanzas que le dirigiría el Caribeño al verlo así equipado. Se propuso ignorarlo, como de costumbre. Sabía que Godoy no toleraba su desprecio. Peor para él, se dijo.
Pero el Caribeño no se hallaba a la vista aquella mañana. Tampoco Aníbal Iturralde. En la casa sólo estaban Víctor, la servidumbre y dos hombres de vigilancia.
Corrieron más de una hora por los caminos de la Casa de Campo, después, empapados en sudor, volvieron en coche a la casa. El Caribeño y Aníbal Iturralde seguían ausentes; Olsen, extrañado, se preguntó dónde habrían ido, ya que Iturralde raras veces salía los fines de semana. Víctor no lo sabía y dijo que tampoco le importaba, sólo quería desayunar, y cuanto antes mejor, pues la carrera le había abierto el apetito. Se allegaron a la cocina, en donde una asistenta, muy solícita, preparó para ellos bocadillos de jamón, tortilla de patatas y un termo de café. Retiraron latas de cerveza del frigorífico, metieron todo en una canasta y llevaron el botín al pabellón. Se sentían como un par de aguerridos y alegres saqueadores.
Al entrar echaron el cerrojo y otra traba, que sólo podía accionarse desde el interior: una precaución que nunca olvidaban. Olsen abandonó el bolso -en el que se hallaba su pistola- sobre un sillón de mimbre. Inmediatamente se distribuyeron las viandas y no tardaron en dar cuenta de éstas. Con el café, Olsen encendió un cigarrillo.
– Ya podrías ir dejando de fumar -le reconvino Víctor.
– Imposible. Sería como una traición.
– Hoy por poco te faltó el resuello.
– Es que ya estoy viejo, nene.
– Eso es lo que me parecía.
– Pues te estás equivocando. Te podría dar ventaja y todavía así ganarte por varios cuerpos.
– No lo creo.
– ;Ah sí? ¿De verdad crees que no tengo aguante?
– En la cama tal vez.
Rieron la última broma y se prodigaron caricias.
– ¿Nos duchamos? -dijo Víctor.
– ¿Y después qué?
– Después nos echamos una siestecita.
Volvieron a reír, pero si hubiesen dirigido la vista hacia el anaquel de los libros habrían advertido que faltaban los diarios de ambos. En ese caso, su ánimo festivo se habría; transformado en alarma y desasosiego. Pero no miraron en esa dirección: después que se quitaron la ropa la mirada de cada uno se hallaba concentrada en el cuerpo del otro. Fueron a la ducha sin dejar de contemplarse durante todo el tiempo, se acariciaron sin mesura bajo el chorro de agua, y al salir se secaron mutuamente con grandes toallones. De inmediato se metieron en la cama, y cuando se hartaron de placer acabaron abandonándose a un estado de languidez y modorra.
Unos tuertes golpes en la puerta los sobresaltó por igual-No eran los golpes normales que se dan para llamar, ni siquiera eran los golpes de alguien que llama imperativamente. Eran golpes asestados con un objeto duro y pesado y cuya finalidad era forzar la batiente.
Saltaron de la cama como si ésta hubiese comenzado a arder. Quienes aporreaban la puerta pegaban enérgicos gritos y exigían que abrieran. Se trataba de una puerta sólida, de madera maciza, pero, por el modo en que cimbraba la estructura de la construcción, el objeto que usaban como, ariete debía de ser muy poderoso.
Olsen había hecho a tiempo de ponerse el pantalón del chándal antes de que el marco de madera comenzara a rasgarse con un siniestro crac. Víctor, por el contrario, después de arrojarse de la cama había sido ganado por una suerte de parálisis y no atinaba a moverse. Permanecía desnudo, tembloroso, arrinconado en una esquina de la habitación y pegado a la cabecera del lecho.
Cuando un nuevo topetazo hizo retumbar las paredes Olsen ya había recogido sus ropas, las zapatillas y el bolso en el que llevaba algunas pertenencias personales y la pistola. Ni le pasó por la cabeza perder el tiempo terminando de vestirse. «¡Despierta, Víctor; coge tu ropa!», le gritó al muchacho, pero éste seguía en estado de trance.
El siguiente impacto, con gran estruendo, arrancó la puerta de cuajo. Con la puerta cayó el marco y parte de la mampostería. A través de una nube de polvo cuatro hombres invadieron la estancia. El Caribeño hacía punta. Detrás venía Aníbal Iturralde seguido de Claudio Iglesias y Antonio Aguirre. Aníbal Iturralde aullaba palabras ininteligibles y llevaba los brazos alzados con los puños cerrados. Olsen, con movimientos reflejos, se arrojó de costado, con el hombro por delante, contra el vidrio de la ventana. El cristal se quebró en infinitos añicos y su cuerpo pasó a través de las astillas. Sólo mucho tiempo más tarde, al recrear dolorosamente la situación, se detuvo a juzgar la inaudita estupidez de aquellos hombres que, pudiendo haber roto los vidrios de la ventana para entrar al recinto con menor escándalo y mayor facilidad, nada más se les ocurrió derribar la puerta.
El suelo estaba sólo a poco más de un metro. Cayó sobre el césped y se incorporó de inmediato para echar a correr descalzo; sin embargo, antes de hacerlo arrojó una veloz mirada al interior del pabellón. Víctor continuaba inmóvil en su rincón, mientras que el padre de éste desenfundaba la pistola y apuntaba hacia Olsen.
Inició la impetuosa carrera procurando no perder la ropa y el bolso. Corría en zigzag, y al correr advirtió que tenía el dorso y el brazo rasgados con surcos de sangre, sin duda producidos por trozos de vidrio.
Oyó el primer estampido. No hay cuidado, se dijo, el Gallego nunca aprendió a tirar no sabe hacerlo sin cerrar los ojos. Siguió corriendo y escuchó un nuevo disparo que tampoco dio en el blanco. El tercero no lo sintió, pero cayó de bruces, con la cara pegada al suelo. El dolor semejaba una intensa quemadura, entonces se dio cuenta de que lturralde le había metido una bala en la espalda, intentó incorporarse y comprobó que le costaba trabajo. Podría andar, pero correr sería más difícil, así que se ocultó entre unas matas del jardín. En ese momento salían de la casa el Caribeño, Aguirre e Iglesias y venían en su dirección, con las armas empuñadas. Detrás de ellos aullaba lturralde: los instaba a que cazaran al jodido cabrón hijo de puta y que no lo dejaran salir vivo.
Olsen sacó la pistola del interior del bolso y apuntó con cuidado a la rodilla derecha de Godoy, que era quien venía delante. Apretó el gatillo y el Caribeño cayó y empezó a quejarse a grandes voces que el cabrón de mierda le había dado. Éste cojeará lo que le quede de vida, se dijo Olsen. Aguirre levantó su revólver con intención de disparar, y entonces tuvo que tirarle al pie. Agmrre también cayó a] suelo y rompió a llorar histéricamente y a gemir: «¡Mi pie me ha dado en el pie!». Otro que va a cojear, pensó Olsen. Iglesias vaciló por un instante antes de dar media vuelta y echar a correr en dirección a la casa. lturralde ni siquiera volvió a asomar la cabeza por la ventana.
Olsen se incorporó e inició un trote lento y penoso hasta donde había dejado el Mercedes, con las llaves puestas, como de costumbre. Se sentó al volante y, al apoyar la espalda desnuda contra el cuero del respaldo notó la humedad viscosa que le corría por la piel. Sangre, sin duda, se dijo.
Puso el motor en marcha y en el mismo instante advirtió que trataban de cerrarle el paso los dos hombres del equipo de vigilancia. Arremetió contra ellos, que alcanzaron a hacerse a un lado para no ser atropellados. Arrolló las planchas del portón con la trompa del automóvil, eran de hierro, pero por fortuna los goznes estaban flojamente amurados. Una hoja del portón cayó con estrépito y las ruedas le pasaron por encima. Olsen enfiló en dirección al centro de Madrid.
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