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Lázaro Covadlo: Bolero

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Lázaro Covadlo Bolero

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Aníbal iturralde es un delincuente sin escrúpulos. Víctor, su hijo, un muchacho de carácter débil que necesita protección, y para eso está Olsen, un pistolero temerario y con buena puntería, a quien le repugna matar. Olsen es también un macho de arrebatada sexualidad y a la vez un individuo taciturno con problemas de conciencia. Un hombre traicionado que planea vengarse, un mañoso ladrón de automóviles y un amante susceptible. Y aún así, todas estas características no acaban de definirlo: su origen es incierto, tanto como sus instintos y designios. En el umbral de la madurez, Olsen descubre en su ser una realidad que lo sorprende y desconcierta. Bolero es novela negra y novela de amor, pero sobre todo una indagación sobre la amistad y el destino.

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Cuando Olsen salió de la cárcel y comenzó a desempeñarse como guardaespaldas del muchacho, Ana se lo contó a su amiga. Victoria se acordaba muy bien de Olsen, del tiempo que lo había conocido en Buenos Aires, y aunque nunca habían tenido mucho trato, lo consideraba una persona de su agrado. Fue entonces cuando pensó que por su intermedio podía llegar a saber más cosas de su hijo, pero no desconocía que el intento de aproximarse a ese hombre -que a la postre estaba bajo las órdenes de su marido- implicaba un riesgo. De todas maneras lo consultó con Ana, y ésta le aconsejó > que esperara, necesitaba conocer mejor a Olsen. La duda se mantuvo durante unos años, hasta que finalmente Ana le dijo que creía que Olsen no traicionaría su confianza. Como quiera que sea, añadió, es un riesgo que hay que correr; y después de todo lo que nos ha sucedido, ¿qué cosa peor nos puede pasar, aparte de que nos maten?

– De modo que asi es como son las cosas -dijo Victoria. Permanecieron callados un largo rato. Victoria se mantuvo inmóvil, con la mirada perdida y los brazos colgando, como muertos. Daba la impresión de sentir un cansancio inmenso. Olsen encendió un cigarrillo y después se olvidó de fumarlo. Ahora se explicaba muchas cosas que durante bastante tiempo no había alcanzado a comprender, entre otras, la razón por la que Aníbal Iturralde le había insistido en tantas ocasiones sobre la importancia de evitar -evitarlo a toda costa- que personas extrañas se pusieran en contacto con Víctor, Ahora tenía claro que el viejo pretendía impedir que el chico probara los frutos del árbol del conocimiento. Ana lloraba quedamente y cada tanto se sonaba ¡a nariz, hasta que agitó la cabeza, como quien trata de salir de un trance, y se sirvió un vaso de whisky. Ella fue quien primero rompió el silencio:

– ¿Qué dices, Olsen? ¿Nos hemos equivocado o no al confiar en ti?

– Quien a partir de hoy no debería confiar en mí es el grandísimo cabrón de Aníbal Iturralde -dijo Olsen, y pensó: Tengo que matar a ese hombre.

Cada vez que el Caribeño se sentía aburrido buscaba la camaradería de sus amigotes del equipo de seguridad: José Antonio Aguirre, jefe de vigilancia del edificio de oficinas, y Claudio Iglesias, quien antes de integrarse en el grupo de guardaespaldas de Aníbal Iturralde había estado en la cuadrilla de cobranzas, cuando éstas todavía se hacían por las bravas. Salían de parranda, como buenos compadres, y después de cenar en algún figón de Lavapiés -acompañando la ingestión con abundante tintorro-, recorrían los clubes de alterne y los apartamentos de putas de la Costa Fleming para cumplir con la jodienda semanal. En ocasiones prolongaban la francachela en uno de los pocos clubes de baile para cuarentones que quedaban en Madrid, y cuando el jolgorio no concluía a tortazos, daban término a la jarana en el apartamento de alguno de ellos, donde continuaban libando cuba-tas de ron y ginebra y despellejando conocidos.

Justamente, la noche que Olsen estaba con Victoria y Ana, la pandilla cotilleaba a su costa; decían que era un tío con demasiados humos y vaya con el trabajito que le había encomendado el jefe, a un gachó que iba de machote y al fina] había acabado de niñera. Cuando las habladurías alcanzaron el punto de ebullición cualquiera de ellos soltó el bulo de que en la relación entre Víctor iturralde y el fanfarrón de Olsen debía de haber algo raro, porque ya me dirán qué coño hacen durante tantas horas encerrados en el pabellón. Soltaron unas risas agudas y uno de los tres dijo:

– Ya me parecía a mí, macho, que el niñato debe menearle la polla.

Más risas y nuevo comentario:

– No, tío, tú no te enteras, el chico más que meneársela debe dejarle que le meta el mingo por el culo.

– ¿Así que el cabrón ha resultado soplanucas?

– Y que lo digas, y el otro mariposo.

– ¡La madre que los parió, si llegara a enterarse don Aníbal!

– Eso digo yo, habría que pasarle el santo.

– Sí, pero antes habrá que conseguir pruebas.

– De eso me encargo yo -dijo el Caribeño.

En la mañana siguiente Olsen acudió, como cada día hábil de la semana, a la casa de La Moraleja para llevar a Víctor a la facultad. Para alegría del muchacho se mostró mucho más efusivo que en días anteriores y, para colmar su dicha, le propuso que esa misma tarde fuesen a su apartamento. Pero.| antes pasarían por un estudio de fotografía, y era que Olsen quería tener una foto de Víctor le dijo, con lo cual éste quedó muy asombrado y complacido.

Por la tarde Olsen no entró con Víctor a la facultad, prefirió quedarse en un bar cercano, rumiando planes y bebiendo una taza de café tras otra. Aquella misma noche, o a más tardar el día siguiente, visitaría a Victoria para llevarle las fotos de su hijo, tal como le prometiera; después vería el modo de acabar con Aníbal Iturralde. Lo haría de modo que pareciera un accidente. No veía que dicho cometido le fuese a resultar fácil, puesto que si bien había matado un par de veces, no se consideraba un asesino experto. Trató de convencerse de que debía existir algún procedimiento idóneo, como lo hay siempre que es necesario exterminar alimañas dañinas.

Había leído folletines que daban cuenta de sofisticados métodos -casi siempre utilizados por los servicios secretos-mediante los cuales se conseguía eliminar a un sujeto con misteriosas sustancias -que no se detectaban en los análisis de las vísceras del cadáver-, cuya ingestión producía un paro cardiaco inmediato, (lomo no tenía datos sobre la fórmula de tales preparados, acabó renunciando a la idea y empezó a considerar las variantes de un accidente de automóvil. Cualquiera que fuese el-sistema, no encontraba la forma de librarse de sospechas, así que decidió dejar en suspenso el problema, en la confianza de que antes o después acabaría por hallar la solución, y en tanto esperaba la llegada de ese vislumbre, trasladó el pensamiento a lo que haría después de que el monstruo dejara de existir.

En ese punto no tenía en claro si seguiría junto a Víctor. No estaba seguro de que al chico le conviniera. Quizá lo más adecuado sería que habiéndolo liberado de su padre le mostrara las puertas de una nueva vida, una vida independiente, que en el futuro le permitiera elegir con amplitud y libertad de criterio quiénes y de qué sexo serían sus futuros compañeros sentimentales. No tenía dudas de que la ruptura resultaría al principio dolorosa, pero quizá sería lo mejor.

Pero, bueno, también podría suceder que siguieran juntos unos años, ¿quién sabe? ¡Qué raro le parecía ese pensamiento! No obstante, tal vez debería acostumbrarse a la idea. En ese caso ayudaría a que el muchacho pusiera en práctica algunos de sus extravagantes proyectos: aunque la ocurrencia de llevar la palabra profética a los pobres del mundo se le antojaba infantil y ridicula, no así la de hacerse con un barco velero y abandonarse a los vientos, cuyo empuje los llevaría por todos los mares. A fin de cuentas también había sido su fantasía juvenil, antes de que las circunstancias lo sumergieran en un universo sórdido, en los antípodas de la imagen del futuro que había construido cuando sus sueños aún no estaban contaminados.

En cualquier caso, lo primero sería poner a Víctor ante la presencia de su madre. No imaginaba qué pasaría entonces, pero tenía la convicción de que el hecho restañaría la profunda herida que por muchos años había dañado la vida de ambos. Seguramente se produciría un momento de sorpresa y confusión, como suele acontecer ante el impacto de un súbito e inesperado encontronazo, y la sorpresa se mezclaría con la alegría y el llanto, y después vendrían las explicaciones y las efusiones sin término, y entonces él se haría a un lado; se mantendría aparte todo el tiempo que fuera necesario, y sólo cuando pasara la conmoción y la novedad se hiciera rutina diaria volvería a acercarse a Víctor y sabría si seguir ^u propio camino o preparar en compañía del muchacho la travesía por los mares, y cuando así divagaba la presión de la pistola sobre el pecho, al apoyarse contra el canto de la mesa del bar, lo arrancó de sus ensueños de olas, espuma, viento y sal, y recordó que volvía a llevar el arma cargada, incluso con un proyectil en la recámara. Después de haber oído el relato de Victoria, la noche anterior, sentía con fuerza la impresión de bailarse hundido en un medio abominable y peligroso, en el que cualquier precaución era insuficiente.

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