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Lázaro Covadlo: Bolero

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Lázaro Covadlo Bolero

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Aníbal iturralde es un delincuente sin escrúpulos. Víctor, su hijo, un muchacho de carácter débil que necesita protección, y para eso está Olsen, un pistolero temerario y con buena puntería, a quien le repugna matar. Olsen es también un macho de arrebatada sexualidad y a la vez un individuo taciturno con problemas de conciencia. Un hombre traicionado que planea vengarse, un mañoso ladrón de automóviles y un amante susceptible. Y aún así, todas estas características no acaban de definirlo: su origen es incierto, tanto como sus instintos y designios. En el umbral de la madurez, Olsen descubre en su ser una realidad que lo sorprende y desconcierta. Bolero es novela negra y novela de amor, pero sobre todo una indagación sobre la amistad y el destino.

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Aníbal Iturralde no tardó en retomar sus maneras habituales. Los gritos y las injurias eran el pan de cada día; a veces parecía deleitarse buscando nuevas mortificaciones. Pero no mantenía una conducta regular; en ocasiones se mostraba empalagosamente cariñoso y alegre. Cuando eso sucedía Victoria se daba cuenta de que su marido había dado un buen golpe de mano, sobre todo porque traía regalos y lo veía con dinero.

Cuando la economía de Aníbal Iturralde empezó a prosperar compró la mansión de La Moraleja. Victoria no se sentía a gusto en esa casa tan grande y tan alejada del centro. Le daba miedo vivir allí, como si en ese lugar estuviese aún más expuesta a los arrebatos del marido. Él cada día bebía más, y más frecuentes eran sus reacciones coléricas. El niño, al ir creciendo, presenciaba los atropellos a los que su madre era sometida, con lo que fue desarrollando una creciente inquina hacia el padre, que éste no dejó de advertir. La respuesta fue despiadada: Aníbal Iturralde empezó a ensañarse con Víctor. Trataba a ambos como si fueran una sola persona cuya existencia le fuera hostil, y cada vez que los sorprendía intercambiando cariño reaccionaba dedicándoles burlas despiadadas.

Menos mal que por entonces ella empezó a dejar de interesarle sexualmente. Victoria se dio cuenta de que él debía de tener amantes, y también que la bebida menguaba su apetito erótico. Vivió el cambio con alivio, y más a medida que la furia de su marido fue convirtiéndose en indiferencia. Quizás en adelante la dejaría en paz, pensó, dedicada a su hijo, mientras él iba por allí con sus mujeres y se ocupaba de sus negocios y de beber.

Así las cosas, para Victoria todo parecía encarrilarse hacia un futuro de maternidad y tranquila resignación. Pero no podría ser: Aníbal Iturralde al fin se enteró de su pasado de puta. Los encargados de informarle fueron los hermanos Medina, que le enviaron una carta, escrita en tono de burla, donde le comunicaban los hechos con abundantes detalles.

No evitaron referirle que ellos mismos, en su día, habían visitado el cuerpo de su actual esposa y madre de su hijo -subrayaron lo de madre de su hijo-, sin dejar de detallar, para despejar dudas, los aspectos particulares de ese cuerpo…Victoria no los recordaba, pero la habían frecuentado tantos hombres cuando trabajaba para Ramírez que, ciertamente, no podía acordarse de todos. Precisaron las menudencias de aquellos supuestos encuentros: qué cosas le hicieron, y cómo; qué cosas les hizo ella, y cómo. De qué modo la chica se dejaba hacer de todo, y que la chupaba, y que daba el culo, y que se dejaba mear, y que se sometía a toda clase de humillaciones con un talento propio de la más rastrera de las perras vagabundas. Pero ellos no le habían gastado el culo, le decían. Se lo habían dejado intacto para él, para que Aníbal Iturralde tuviera la esposa que merecía. La madre de su hijo.

Cuando lo vio llegar, con el rostro más crispado que nunca, Victoria intuyó que se había enterado de su secreto, aunque no sabía cómo. Venía acompañado por una mujer cincuentona, de aspecto severo, y cuando Aníbal le dijo que le entregara el niño para que se hiciera cargo de él por unos días, ella no se atrevió a oponerse. Tampoco imaginaba que sería la última vez que lo vería.

Cuando estuvieron solos, al principio, él trató de mostrarse tranquilo. Se sirvió una bebida, le ordenó que se sentara, y entonces le entregó la carta. Esperó a que acabara de leerla. Antes de terminar la lectura Victoria ya deseaba estar muerta. Aníbal Iturralde postergó la furia hasta asegurarse de que ella había asimilado el texto, y cuando así lo creyó desenfundó la pistola y, con la culata, le propinó un tuerte golpe en la cabeza.

Al principio no sintió dolor, sólo percibió que la cabeza le retumbaba y que estaba aturdida. Él la había golpeado en la sien derecha, sólo cuando la golpeó en la sien izquierda se desvaneció.

Al volver en sí descubrió que estaba en el suelo y que la sangre fluía de su cráneo y le pegoteaba los cabellos. Aníbal Iturralde seguía allí. Se había sentado en la alfombra, cerca de ella, y gimoteaba, cubriéndose el rostro con las manos. Después se puso a repetir: «¿Por qué, Víctorita, por qué? ¿Por qué me has hecho esto?». Victoria creyó que el castigo había llegado a su fin, de modo que se arrastró hasta él y le suplicó que la perdonara. Aníbal la abrazó y con su pañuelo le secó la sangre, después empezó a besarla y a hablar de modo incoherente. Ella entendió que entre otras cosas le decía: «¡Pobrecita mía, pobrecita mi niña pequeña! ¿Qué te han hecho esos canallas? ¡Pobrecita mi niña! Ven con tu tío… ¡Tu tío te Ha abandonado! No tenía que haberme marchado, no. No tenía que haberte dejado sola».

Pero la tregua duró poco. Al rato Aníbal comenzó a preguntarle que cuánto tiempo había hecho de puta y cómo había sido capaz de engañarlo de esa manera, a él, que siempre la había adorado y que la había alimentado de pequeña evitando que ella y sus asquerosos padres se murieran de hambre y de frío. Cómo había llegado a arrastrarse tan bajo, cómo podía haberse hecho una mujer tan puerca. Después dijo que la culpa había sido de él por confiarse: ¿qué se podía esperar de la hija del portero de una casa de prostitución? Llevaba la vocación de puta en la sangre, le dijo.;Cómo había podido no darse cuenta?

Tras los insultos empezó otra tunda, no ya con la culata de la pistola, sino que se dedicó a patearla. Sus puntapiés le golpeaban las costillas, la zona lumbar, el vientre y la cabeza. Victoria volvió a perder el sentido.

Aníbal Iturralde la sacó del desmayo con un chorro de agua fría, inmediatamente la tomó por los pelos y presionó contra sus labios el caño de la pistola. Tuvo que abrir la boca para evitar que le rompiera los dientes. Él mantuvo el arma en el interior de su boca unos minutos y le lastimó el paladar; durante ese tiempo no dejaba de llamarla puta y de decirle que la mataría como se mata a una rata. Enseguida comentó que podía hacer pasar el asesinato por suicidio, también le dijo que llevaría su cuerpo a un lugar de la sierra y lo cubriría con un montículo de piedras, para que nadie Io encontrara. Después lo pensó mejor y habló de enterrarla viva. Cuando al final la soltó no dejó de hablar, pero ya no con el mismo furor: modificó el tono para anunciarle mente, aunque con idéntico fervor de odio, que si quería salvar su vida y la del hijo debería volver al sitio de donde provenía: el burdel. Ese era el lugar que le correspondía. Si no lo hacía así la mataría y también mataría al niño. Sólo podía salvar a Víctor desapareciendo para siempre de su vida, de modo que éste nunca supiera que era un hijo de puta. «¡Al burdel!», volvió a decir. Él mismo la llevaría allí, y allí era donde debía quedarse, pues el niño respondería con su pía vida por su obediencia.

Después le mandó que se arreglara e hiciera las maletas, Je ;J metió prisa. Antes de una hora la hizo subir al automóvil.

Partieron a medianoche por la carretera que va a Barcelona, tres horas después pasaron por Zaragoza y desde allí, por una ruta secundaria, continuaron durante unos veinte minutos. En todo el trayecto iturralde no dejó de hablar, alternaba las recriminaciones y los insultos con instrucciones referentes a cuál debía ser su-conducta en el futuro. Tenía que ser una buena puta, le decía, y no se le debía pasar por la cabeza alejarse del prostíbulo, pues él estaría informado de sus pasos: si lo desobedecía haría que liquidaran al niño. Y no estaba obligado a hacerlo personalmente, no: tenía gente que podía encargarse del trabajo, de modo que pareciera un accidente.

En un punto, a unos doscientos metros de aquel camino, había un edificio cuyo frente iluminaban dos faroles de mortecina luz roja. Un letrero en la entrada, alumbrado con bombillas de colores, decía BAR Y CLUB LOS AMIGOS. El establecimiento, lo supo de inmediato, pertenecía a su marido. Allí la dejó. Antes de irse le recomendó a la encargada que la tuviera con la rienda bien corta.

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