Fue en Santiago de Chile donde resolvió que volvería a Buenos Aires. Cierta vez le había oído afirmar a Aníbal Iturralde que si se quería encontrar a una rata fugitiva se debía tener en claro su lugar de origen. Decía el viejo cabrón que cada bicho busca su madriguera cuando se encuentra en apuros. Pero en realidad Iturralde no conocía con certeza cuál era su lugar de origen. Y por último, ya estaba cansado de huir; si a fin de cuentas iban a terminar encontrándolo, ¿qué importancia tenía el sitio donde viniera a buscarlo la muerte?
En Godoy Cruz, a las afueras de Mendoza, se atrevió a ir al centro de la ciudad. Cuando pagaba con sus últimos fondos la consumición de un café, en el bar de la avenida San Martín y la calle Sarmiento, oyó un comentario entre parroquianos sobre la vendimia de ese año. Sí, trabajaría en la recolección de la uva.
Y así la conoció a Matilde. En una finca de Palmira, a pocos kilómetros de Mendoza.
Ella había nacido en Puerto.Monte, al sur de Chile, su madre era una india araucana y su padre un hacendado alemán que nunca había querido reconocerla, aunque ella se crió en su fundo. Para ella, aparte de tener que aguantar el acoso de los peones, ése no era el peor de los trabajos. «Está buena la changuita», se decían entre ellos, y al verla sola y desprotegida no se contenían, pero no tardó en correrse la voz de que el gringo que hablaba en porteño y la chilenita estaban encamotados. Nadie volvió a meterse con ella.
Después de la vendimia vivieron algunas semanas en Rosario, en una pensión. Por las mañanas Olsen salía a comprar el diario y lo leía en un bar, así se enteró de que en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, habían matado a balazos a un tal Víctor Lahusen. Otro día asesinaron a alguien llamado Bernard Olson, en Vicente López. Un mes más tarde la víctima se llamaba Ingmar Olsen, y vivía en Los Troncos, una zona residencial de Mar del Plata. En todos los casos se trataba de personas a quienes se les desconocía enemistades, en todos los casos se ignoraban los móviles, en todos los casos sus nombres o apellidos tenían semejanzas con el suyo propio. Y no sólo eso, también tenían más o menos su edad. Olsen comprendió que en cada oportunidad sus perseguidores se habían confundido de objetivo, y que corrían a la desesperada, tras el medio millón.
Otra cosa: todas las víctimas habitaban en barrios caros; al parecer lo habían descrito como a alguien habituado a vivir en tales zonas. También habrían difundido la noticia de que sabía conseguir los recursos para costeárselo. Eso le dio la idea para despistarlos: se ocultaría en un lugar donde les resultaría difícil imaginarlo. Olsen recordó un caserío de barracas pobres, cercano a Buenos Aires, que en otras épocas había utilizado un par de veces como aguantadero cuando debía mantenerse alejado de los rastreos policiales, pero antes iba a conseguir otra pistola.
Le resultó imposible convencer a Matilde de que no lo siguiera: «Mira que lo que hay entre nosotros no va a durar toda la vida», le dijo. «Mira que te llevo muchos años,, le dijo también, pero la muchacha no le hizo caso. Y ahora, cuando ya han pasado cuatro años, sigue «viendo en la misma villa miseria y sigue sintiéndose acorralado.
Todas las noches y todas las madrugadas, tratando de huir de las pesadillas, se sienta a la puerta de la barraca, fuma y recuerda. Ahora apaga el cigarrillo, pero enciende otro. Se propone volver cualquier día a la capital y pasar por el Correo Central. Tal vez haya carta de Bodoni.
– ;Y cómo va esa gimnasia, amigo Víctor? -inquiere Bodoni.
– Pues muy bien, Bodoni. El ejercicio físico es un gran descanso para la mente. Le aconsejo que haga la prueba.
– Oh, yo ya estoy viejo para hacer acrobacias.
– No lo crea; siempre se está a tiempo.
– Bueno, pero el caso es que a usted se le ve muy saludable… muy en forma. Nada que ver con el aspecto que tenia años atrás, cuando aspiraba a poeta.
– ¡Y eso que no me ha visto sin ropa! Le sorprendería ver c3 tamaño de mis hombros y mis pectorales. Y en cuanto a los bíceps… ¡Para qué le voy a contar!
– No lo dudo, Víctor, no lo dudo… pero ¿ha renunciado a la poesía?
– Es que no hay tiempo para todo, Bodoni. Los negocios me tienen muy ocupado: desde que murió mi padre me encargo personalmente de supervisar todo.
Se encuentran cenando en Zalacain. En lo que va de la semana ésta es la tercera noche que Víctor Iturralde invita a Gaspar Bodoni a ese restaurante. El viejo impresor no ignora que el joven intenta ablandarlo a fuerza de agasajos. Sabe con qué le va a venir. Está seguro de que esta vez se pondrá más machacón que otras. De todos modos él ya ha decidido que por fin accederá a la porfía de Víctor, sólo está esperando que le reitere el pedido… Ya falta poco, ya observa cómo pone cara de que hay que hablar en serio. Ahora va a empezar…
– Tenemos que hablar seriamente, Bodoni.
– Nunca lo hemos hecho de otro modo, amigo Víctor.
– Sí, pero en esta oportunidad tenemos que hablar más seriamente que nunca… Vea, Bodoni, le voy a ser sincero… y sin ánimo de ofender. Yo no le creo cuando me dice que no sabe dónde se encuentra Olsen. Yo creo que usted está tratando de protegerlo de un peligro que ya no existe. Antes podía ser, pero ahora que mi padre ha muerto, y también los Medina, ya nada amenaza a nuestro amigo. Está bien, no le pido que me diga dónde está, sólo le ruego… y se lo ruego encarecidamente, que lo ponga al tanto de la actual situación… y también que le diga que quiero verlo. Nada más que eso.
Bodoni bebe un sorbo de vino. Parece reflexionar. Prolonga el silencio y juega con los nervios de su comensal.
– Bodoni, ¿qué me dice? -insiste Víctor.
– No se preocupe, Víctor. Cumpliré con su pedido. Se lo prometo.
La carta de Bodoni tarda una semana en llegar a Buenos Aires. Va dirigida a la lista de correos, a un tal Hermán Melville. Con ese nombre y apellido e] viejo bromista en su día le confeccionó un pasaporte a su amigo. Un pasaporte canadiense.
Pero Olsen, a pesar de habérselo propuesto, hace tiempo que no pasa por el correo. Se encuentra muy ocupado reuniendo fondos. Ha resuelto conseguir dinero para Matilde; tratará de convencerla de que vuelva a su país. Olsen quiere ser el mecenas de la chica: extraña la soledad y pretende que la separación sea menos dura, de modo que hurta coches. Nunca dejó de hacerlo, pero ahora está muy activo. Los vende a reducidores de la provincia, en San Justo y en Morón. En un tiempo pensó en los desguaces de Chacarita, pero temió ser reconocido en ese barrio. Sin embargo, tiene la impresión de que el peligro ha disminuido: hace tiempo que no oye hablar de la recompensa. La última vez fue en mitad de un regateo, la mencionó Pompei, un reducidor que opera en un barracón de Villa Lugano. Olsen le ha llevado un automóvil que parece nuevo y pide tres mil dólares.
– ¿Tres lucas? ¡Vos estás sonado, pibe! ¿Es de oro, es? -exclama Pompei.
– Está en muy buen estado -asevera Olsen.
– ¡Qué va a estar en buen estado, papá! ¡Este coche está pichicateado! -afirma el gordo Ornelli, socio de Pompei.
En ese dúo Ornelli es el que se encarga de devaluar la mercadería.
– Este coche no vale tres. Te doy mil quinientos -ofrece Pompei.
– No hay negocio.
– ¡Pero pibe, ni que me estuvieras trayendo al mismo Olsen!
Olsen se sobresalta al oír su nombre. ¿Qué sabe Pompei? ¿Y qué pretende? ¿Será que conoce su identidad y procura asustarlo para que afloje en el precio? No parece probable. Si de verdad conociera su identidad haría otra cosa… ¿Tendrá dudas y estará tratando de escrutar su reacción? Olsen examina a Pompei: es un hombre enjuto, no parece propenso a la violencia.
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