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Ursula Le Guin: Tehanu

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Ursula Le Guin Tehanu

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder… Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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—¡No, no, no! —musitó ella—. Regresará.

Se quedaron en silencio. El calor del fuego empezaba a penetrar en sus cuerpos, dejando relajarse y flotar entre el sueño y la vigilia a Ogion, dejando descansar placenteramente a Tenar después de la caminata del largo día. Se frotó los pies y los hombros doloridos. Había cargado a Therru parte del último largo trecho empinado, porque la niña había empezado a jadear de cansancio mientras trataba de caminar al ritmo de Tenar.

Tenar se levantó, calentó agua y se quitó el polvo del camino. Calentó leche y comió el pan que encontró en la despensa de Ogion, y volvió a sentarse a su lado. Mientras él dormía, ella se quedó sentada, pensando, contemplando su rostro y el brillo del fuego y las sombras.

Recordó cómo una niña se había quedado sentada en silencio, pensando, en medio de la noche, mucho tiempo atrás y muy lejos de allí, una niña en un cuarto sin ventanas, criada para pensar en sí misma sólo como la que había sido devorada, sacerdotisa y sirvienta de los poderes de las sombras de la tierra. Y había habido una mujer que solía quedarse sentada en medio del sereno silencio de la casa de una granja cuando su esposo y sus hijos dormían, para pensar, para estar a solas una hora. Y había una viuda que había cargado a una niña quemada, que estaba sentada junto a un moribundo, que esperaba que un hombre regresara. Como todas las mujeres, cualquier mujer, haciendo lo que hacen las mujeres. Pero Ogion nunca la había llamado por los nombres de la sierva ni de la esposa ni de la viuda. Ged tampoco lo había hecho, en la oscuridad de las Tumbas. Ni tampoco —antes aún, en un tiempo más remoto que todo aquello— lo había hecho su madre, la madre que recordaba sólo como el calor y el color aleonado de las llamas, la madre que le había dado su nombre.

—Soy Tenar —murmuró. Atizado por una rama seca de pino, el fuego se elevó en una brillante lengua amarilla de llamas.

La respiración de Ogion se volvió angustiosa y comenzó a inhalar con dificultad. Ella le ayudó como pudo hasta que se alivió un poco. Los dos durmieron un rato, ella dormitando junto a su azorado y entrecortado silencio, interrumpido por extrañas palabras. En algún momento de esa oscura noche él dijo en voz alta, como si se encontrara con un amigo en un camino: —¿Estás ahí, entonces? ¿Lo has visto? —Y otra vez, cuando Tenar se levantó para atizar el fuego, comenzó a hablar, pero esta vez parecía que hablaba con alguien que recordaba de hacía mucho tiempo, porque dijo claramente, como habría dicho un niño:— Traté de ayudarle, pero el techo de la casa se derrumbó. Los aplastó. Era el terremoto. —Tenar escuchaba atentamente. Ella también había presenciado el terremoto.— ¡Traté de ayudarlos! —dijo el niño con la voz del anciano, dolorosamente. Luego comenzó una vez más a jadear tratando de respirar.

Al despuntar el alba, un sonido que en un comienzo Tenar creyó que era el mar la despertó. Era un vigoroso batir de alas. Una bandada de pájaros pasaba por encima de ellos, a poca altura; eran tantos los pájaros que sus alas sonaron como un estallido y sus sombras veloces oscurecieron la ventana. Le pareció que daban una vuelta en torno a la casa para luego desaparecer. No gritaron ni graznaron, y ella no pudo saber qué pájaros eran.

Esa mañana llegaron algunas gentes de la aldea de Re Albi, hacia el norte de la cual se encontraba a cierta distancia la casa de Ogion. Vino una pastora de cabras y vino una mujer a buscar la leche de las cabras de Ogion, y llegaron otros a preguntar qué podían hacer por él. Musgo, la bruja de la aldea, palpó la vara de aliso y la varilla de avellano que estaban junto a la puerta, y echó una mirada curiosa hacia el interior, con gesto esperanzado, pero ni siquiera ella se arriesgó a entrar, y Ogion refunfuñó desde el jergón: —¡Diles que se marchen! ¡Diles que se marchen!

Parecía menos débil y más cómodo. Cuando la pequeña Therru se despertó, le habló en el tono seco, amable y sereno que Tenar recordaba. La niña salió a jugar al sol y él le dijo a Tenar: —¿Cómo la llamas?

Ogion hablaba la Verdadera Lengua de la Creación, pero jamás había aprendido una sola palabra de kargo.

Therru quiere decir ardiente, llamarada —respondió.

—¡Ah, ah! —dijo él y le brillaron los ojos, y frunció el entrecejo. Pareció vacilar por un instante como si buscara la palabra precisa—. Esa niña… —dijo—. A esa niña le temerán.

—Le temen ahora —dijo Tenar con amargura. El mago sacudió la cabeza.

—Enséñale, Tenar —musitó—. ¡Enséñale todo! No lo de Roke. Tienen miedo… ¿Por qué te dejó marchar? ¿Por qué te marchaste? ¿Para traerla aquí… tan tarde?

—No te muevas, no te muevas —le dijo ella con ternura, porque Ogion se esforzaba por hablar y respirar, y no conseguía hacer ni lo uno ni lo otro. Él sacudió la cabeza, y jadeó—: ¡Enséñale! —Y se quedó quieto.

No quería comer y sólo bebió un poco de agua. Al mediodía se durmió. Cuando despertó al caer la tarde, dijo: —Ahora, hija mía —y se sentó.

Tenar le tomó la mano, sonriéndole.

—Ayúdame a levantarme.

—No, no.

—Sí —dijo Ogion—. Afuera. No puedo morir aquí dentro.

—¿Adonde vas a ir?

—A cualquier parte. Pero si puedo, al sendero del bosque —dijo—. El haya en lo alto del prado.

Cuando ella vio que podía levantarse y que estaba decidido a salir, le ayudó. Juntos llegaron a la puerta, donde él se detuvo y contempló el único cuarto de su casa. En el rincón oscuro a la derecha de la puerta su larga vara estaba apoyada en el muro, despidiendo un tenue brillo. Tenar extendió el brazo para alcanzársela, pero él sacudió la cabeza. —No —dijo—, eso no. —Miró en torno nuevamente como si buscara algo perdido, olvidado.— Ven —dijo finalmente.

Cuando el claro viento del oeste le dio en el rostro y alzó los ojos para mirar el alto horizonte, dijo: —¡Ah, qué bien!

—Déjame llamar a algunos aldeanos para que hagan una litera y te carguen —dijo ella—. Todos están esperando hacer algo por ti.

—Quiero caminar —dijo el anciano.

Therru apareció en la esquina de la casa y se quedó observando solemnemente mientras Ogion y Tenar iban subiendo, paso a paso y deteniéndose cada cinco o seis pasos para que Ogion respirara, a través del enmarañado prado, hacia el bosque que se elevaba por la ladera empinada desde la pared interior de la cima del risco. El sol era cálido y el viento frío. Demoraron mucho en cruzar el prado. El rostro de Ogion estaba ceniciento y las piernas le temblaban como la hierba agitada por el viento cuando llegaron por fin al pie de la alta haya joven a la entrada del bosque, unas pocas yardas más arriba de donde comenzaba el sendero de la montaña. Allí Ogion se dejó caer entre las raíces del árbol, con la espalda apoyada en el tronco. No pudo moverse ni hablar por largo rato y el corazón, agitado y débil, le estremecía el cuerpo. Finalmente cabeceó y murmuró: —Está bien.

Therru los había seguido a cierta distancia. Tenar se le acercó y la abrazó y le habló un poco. Regresó junto a Ogion. —Va a traer una manta —le dijo.

—No tengo frío.

Yo tengo frío.

Había un leve asomo de sonrisa en el rostro de Tenar.

La niña apareció arrastrando una manta de lana de cabra. Le susurró algo a Tenar y volvió a alejarse corriendo.

—Brezo la va a dejar ayudarle a ordeñar las cabras y la va a cuidar —le dijo Tenar a Ogion—. Para que pueda quedarme contigo.

—Nunca te ocupas de una sola cosa —le dijo Ogion en un susurro ronco y silbante que era toda la voz que le quedaba.

—No. Siempre de dos cosas al menos, y por lo general de más —dijo ella—. Pero estoy aquí.

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