Ursula Le Guin - Tehanu

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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Habían dejado remojando los juncos y esa mañana los iban a partir, una tarea pesada pero no complicada que permitía prestar atención a muchas otras cosas.

—Tía —dijo Tenar cuando se sentó en el peldaño de la entrada con el cuenco de juncos húmedos entre las dos y una estera a sus pies para ir colocando los juncos partidos—, ¿cómo se puede saber si un hombre es o no un hechicero?

Musgo le respondió con rodeos, empezando con sus habituales aforismos y vaguedades. —Lo misterioso reconoce a lo misterioso —le dijo con voz grave y luego—: Todo lo que nace hablará —y le contó la historia de la hormiga que había cogido la diminuta punta de un cabello en el suelo de un palacio y se lo había llevado corriendo al hormiguero, y en la noche el hormiguero brillaba como una estrella bajo la tierra, porque ése era un cabello de la cabeza del gran mago Brost. Pero sólo los magos podían ver el brillo del hormiguero. Para los ojos ordinarios no había más que oscuridad.

—Hay que aprender, entonces —dijo Tenar.

Tal vez, tal vez no, ése fue el quid de la evasiva respuesta de Musgo. —Algunos nacen con ese don —dijo—. Aunque no lo sepan, allí estará. Y brillará, como el cabello del mago en ese hoyo en la tierra.

—Sí —dijo Tenar—. Lo he visto. —Partió y volvió a partir un junco con precisión y dejó las tiras en la estera.— ¿Cómo se sabe, entonces, cuando un hombre no es un hechicero?

—No está allí—dijo Musgo—, no está allí, queridita. El poder. Mira. Si tengo ojos en la cabeza puedo ver que tienes ojos, ¿verdad? Y si eres ciega, me daré cuenta. Y si tienes un solo ojo, como la pequeña, o si tienes tres, me daré cuenta, ¿verdad? Pero si no tengo ojos para ver, no voy a saberlo hasta que me lo digas. Pero tengo ojos. Veo, sé. ¡El tercer ojo! —Se tocó la frente y lanzó una fuerte y seca carcajada entre dientes, como una gallina con aire triunfal después de poner un huevo. Estaba contenta por haber encontrado las palabras para decir lo que quería decir. Tenar había empezado a darse cuenta de que gran parte de sus vaguedades y trivialidades se debían a una simple ineptitud para manejar las palabras y las ideas. Nadie le había enseñado jamás a pensar en forma consecutiva. Nadie la había escuchado jamás. Lo único que se esperaba de ella, lo único que se le pedía era estupidez, misterio, refunfuños. Era una bruja. No se preocupaba en absoluto de expresarse claramente.

—Comprendo —dijo Tenar—. Entonces… tal vez ésa sea una pregunta que no quieras responder… Entonces, cuando miras a una persona con tu tercer ojo, con tu poder, ¿ves su poder… o no lo ves?

—Más bien es un saber —dijo Musgo—. Eso de ver es sólo una manera de decirlo. No es ver como te veo a ti, como veo este junco, como veo esa montaña. Es saber. Sé lo que hay en ti y lo que no hay en esa pobre cabeza hueca de Brezo. Sé lo que hay en esta niña querida y no en ese de allá. Yo sé… —No era capaz de decir más. Refunfuñó y escupió.— ¡Cualquier bruja que valga algo reconoce a otra bruja? —dijo por último, simplemente, con impaciencia.

—Os reconocéis.

Musgo asintió. —Sí, así es. Ésa es la palabra. Nos reconocemos.

—Y un hechicero reconocería tu poder, se daría cuenta de que eres una hechicera…

Pero Musgo hizo una mueca al oír eso, una mueca que era como una cueva negra en medio de una telaraña de arrugas.

—Queridita —le dijo—, cuando dices «un hombre», ¿quieres decir un hechicero? ¿Qué tiene que ver con nosotras un hombre de poder?

—Pero Ogion…

—El Señor Ogion era bondadoso —dijo Musgo sin ironía.

Siguieron partiendo juncos por un rato, en silencio.

—No te cortes el pulgar con los juncos, queridita —dijo Musgo.

—Ogion me enseñó. Como si no hubiese sido una mujer. Como si hubiera sido su pupilo, como a Gavilán. Me enseñó la Lengua de la Creación. Me enseñó todo lo que le pedí.

—Él era único.

—Yo no quise que me enseñara. Lo abandoné. ¿Qué me importaban sus libros? ¿De qué me servían? Quería vivir, quería un hombre, quería tener hijos, quería vivir mi vida.

Partía los juncos con precisión, rápidamente, con la uña.

—Y conseguí lo que quería —dijo.

—Tómalo con la mano derecha, tíralo con la izquierda —dijo la bruja—. Y bien, querida señora, ¿quién sabe?, ¿quién sabe? El querer a un hombre me hizo meterme en terribles problemas más de una vez. Pero el querer casarme, ¡jamás! No, no. Nada de eso…

—¿Por qué no? —le preguntó Tenar.

Sorprendida, Musgo dijo simplemente: —¿Cómo?, ¿qué hombre querría casarse con una bruja? —Y luego, con un movimiento oblicuo de la mandíbula, como una oveja que moviera el pasto de un lado a otro de la boca:— ¿Y qué bruja querría casarse con un hombre?

Siguieron partiendo juncos.

—¿Qué tienen de malo los hombres? —preguntó Tenar con cautela.

Con igual cautela, en voz más baja, Musgo respondió: —No sé, queridita. He pensado en eso. Muchas veces lo he pensado. Lo único que puedo decir es esto: el hombre está metido dentro de su piel como una nuez en su cascara. —Alargó los largos dedos doblados y húmedos, como sosteniendo una nuez.— Es una cascara dura y resistente, y el hombre está lleno de sí mismo. Lleno de esa carne grandiosa de los hombres, del ser del hombre. Y eso es todo. Eso es todo lo que hay. Adentro no hay más que él y nada más.

Tenar reflexionó por un rato y finalmente preguntó: —¿Pero si es un hechicero…?

—Entonces todo lo que tiene adentro es poder. Él es su poder, así es. Eso es lo que pasa con los hombres. Y eso es todo. Cuando su poder desaparece, él también desaparece. —Cascó la nuez imaginaria y tiró los pedazos de la cascara.— Nada.

—¿Y qué pasa con una mujer, entonces?

—¡Ah, queridita!, una mujer es algo muy distinto. ¿Quién sabe dónde empieza y termina una mujer? Escucha esto, señora, yo tengo raíces, tengo raíces más profundas que esta isla. Más profundas que el mar, más antiguas que el surgimiento de las tierras. Me remonto a las sombras. —Los ojos de Musgo tenían un extraño brillo en los bordes enrojecidos y su voz era melodiosa como un instrumento.— ¡Me remonto a las sombras! Antes de la luna, ya existía. Nadie sabe, nadie sabe, nadie puede decir qué soy, qué es una mujer, una mujer de poder, el poder de una mujer que es más profundo que las raíces de los árboles, más profundo que las raíces de las islas, más antiguo que la Creación, más antiguo que la luna. ¿Quién se atreve a hacerles preguntas a las sombras? ¿Quién podría preguntarles su nombre a las sombras?

La vieja se mecía, canturreando, perdida en su encantamiento; pero Tenar estaba sentada con el cuerpo erguido, partiendo un junco por el medio con la uña del pulgar.

—Yo lo haré —dijo. Partió otro junco.

—Viví mucho tiempo en las sombras —dijo.

De tanto en tanto iba a ver si Gavilán seguía durmiendo. Volvió a hacerlo. Como no quería seguir hablando de lo que habían estado discutiendo, porque la vieja tenía un gesto severo y hosco, cuando volvió a sentarse al lado de Musgo dijo: —Esta mañana, cuando desperté, sentí, ¡oh!, como si soplara un viento nuevo. Un cambio. Quizá sea sólo el tiempo. ¿Sentiste eso?

Pero Musgo no respondió sí ni no. —Aquí en el Acantilado soplan muchos vientos, vientos buenos, vientos malos. Algunos traen nubes y buen tiempo, y otros traen nuevas a los que pueden oírlas, pero los que se niegan a oírlas no las oyen. ¿Quién soy yo para saber, una vieja que no ha aprendido el arte de los magos, que no na aprendido de los libros? Todos mis conocimientos vienen de la tierra, de la tierra oscura. La tienen bajo sus pies, los orgullosos. Bajo sus pies, los señores y magos orgullosos. ¿Por qué habrían de mirar hacia abajo ellos, los eruditos? ¿Qué sabe una bruja vieja?

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