John Harwood - El Misterio De Wraxfor Hall
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El Misterio De Wraxfor Hall: краткое содержание, описание и аннотация
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Leí una anotación tras otra: todas describían meticulosamente una serie de fiestas celebradas en la mansión… que seguramente jamás habían tenido lugar. La mansión que había imaginado la fantasía de Cornelius Wraxford -¿quién si no podría haber escrito aquello?- estaba rodeada de jardines de rosas, rocallas, estanques, campos de césped para jugar al croquet y tirar con arco, todo ello atendido por un pequeño ejército de jardineros. En el gran salón de Wraxford Hall se celebraban todas las noches suntuosos banquetes, a los cuales asistía la flor y nata de la sociedad inglesa, y fabulosas partidas de caza tenían lugar en los cotos de Monks Wood. Consulté varios volúmenes más y descubrí que eran todos idénticos: un registro diario de una vida suntuosa y maravillosa que nadie había vivido, mientras la verdadera mansión se hundía paulatinamente en la ruina y la decadencia.
La voz de Edwin, amortiguada pero evidentemente preocupada, sonó seguida de varios ecos en la escalera. Yo me había dirigido directamente hacia el armario de los libros sin mirar a mi alrededor, pero entonces, cuando me volví y cogí el farol, vi un lío de ropas viejas tiradas tras la puerta.
Pero no eran sólo ropas viejas, porque había algo más allí… algo que, en vez de manos, tenía unas garras apergaminadas y un cráneo encogido no mayor que el de un niño, del cual colgaban aún unos pocos mechones de pelo blanco y lacio. La boca, y la nariz y las cuencas de los ojos estaban atestadas de telarañas…
No creo que me desmayara, pero mi siguiente recuerdo son los brazos de Edwin rodeándome y su voz tranquilizándome, un tanto preocupada, y diciéndome que todo había pasado…
– No debemos quedarnos aquí -dije, desembarazándome de él-. Imagina que alguien nos encierra…
– No hay nadie en la mansión, te lo prometo. Sí… creo que es Cornelius…
Cogí el último volumen del diario y, apartando la mirada del espantoso amasijo que había tras la puerta, le seguí con paso vacilante mientras bajábamos las escaleras; poco después llegamos a la biblioteca, que ahora me parecía relativamente cálida. En el exterior, la niebla estaba tan cerrada como antes.
– Sólo son las tres y media -dijo Edwin-. El cochero todavía puede encontrar el camino…
Pero sus palabras no sonaban como si lo creyera realmente.
– ¿Y si no…?
– Tenemos comida y carbón suficiente para pasar la noche; esperemos que no tengamos que utilizarlo.
Si tuviera que pasar la noche sola en la mansión, pensé, me volvería loca de miedo. Él añadió a la chimenea lo que quedaba de carbón… Dijo que había más en la carbonera, y atizó el fuego mientras yo le contaba lo que había descubierto, consciente en cada pausa de la expectante quietud que nos rodeaba.
– Así que Vernon Raphael tenía razón -dijo Edwin- cuando afirmaba que Cornelius no era en absoluto un alquimista.
– ¿Y respecto a la posibilidad de que Magnus lo asesinara? -pregunté.
– No, no creo… Como dijo Raphael, a Magnus no le interesaba que Cornelius desapareciera; y si se tomó todas aquellas molestias para crear la leyenda de la armadura, ¿por qué no dejó el cuerpo dentro? Tal vez Cornelius simplemente murió ahí arriba, de un ataque al corazón o de apoplejía, aunque parece una extraordinaria coincidencia… a menos que se muriera de miedo ante la tormenta. De hecho… Magnus no podía saber de la existencia de esa sala secreta: de lo contrario, habría encontrado el cadáver y se habría librado de los gastos y molestias de un proceso judicial en el que empleó dos años.
– Pero Magnus no sabía nada de la vida imaginaria de su tío -dije-. Nunca pensé que podría sentir lástima por Cornelius; pero, por supuesto, el hombre que John Montague describió era una invención de Magnus. Tal vez era un buen hombre: después de todo, mantuvo a los mismos criados durante todos aquellos años.
– Tal vez lo fuera -dijo Edwin, pasando las páginas del libro manuscrito-, pero… ¿por qué demonios se ocultó en esa celda para escribir todo esto?
– Porque… porque tal vez le resultaría más fácil, escondido allí, imaginar la mansión que él deseaba que fuera -dije-. Y porque tenía que mantenerlo en el más absoluto secreto… en algún sentido, incluso para sí mismo. ¡Pobre viejo! Sin embargo, todo lo que sabemos de Magnus lo convierte en un ser aún más malvado.
– Como dices, ni siquiera podemos estar seguros de que esté muerto. Cornelius no menciona a Magnus en ninguna parte en estos libros; parece que mantuvo esa vida imaginaria hasta el último día de su existencia. La última anotación es del día 20 de mayo de 1866… «El viernes esperado de lord y lady Cavendish»: el día de la tormenta. Todo parece una extraña coincidencia, a menos que… Déjame ver de nuevo la declaración de John Montague…
– Sí, aquí está… El señor Barrett hablando de los efectos de un rayo: «En un caso, un hombre quedó inconsciente y cuando se recuperó, se alejó del lugar sin el menor encuerdo de haber sido golpeado por un rayo». Podría haber ocurrido algo así. Cornelius podría haber vuelto instintivamente a su refugio contra los rayos, y podría haber muerto allí por los efectos retardados del impacto, o por una conmoción cerebral… Por cierto… me parece que deberíamos prepararnos para pasar otra noche aquí.
En el exterior, la oscuridad era tal que ni siquiera se veía la niebla. Dentro, en la biblioteca, los deslustrados muros y las estanterías repletas de libros encuadernados en piel parecían absorber la poca luz que quedaba. Edwin se levantó y encendió dos cabos de velas que había sobre la repisa de la chimenea.
– Dadas las circunstancias, creo que deberíamos compartir la habitación en la que dormiste la pasada noche; no tenemos carbón suficiente para mantener dos fuegos encendidos toda la noche, y, en todo caso…
– Sí -dije tiritando.
– Entonces, lo que debo hacer en primer lugar, antes de que oscurezca completamente, es traer más carbón de la carbonera. No -dijo, viendo el temor en mi rostro-, a mí tampoco me gusta dejarte sola, pero sin carbón nos congelaremos…
Encendió su farol, cogió el cesto del carbón y salió al rellano, dejando las puertas entreabiertas. Sus pisadas se alejaron, con las tarimas crujiendo a cada paso, y transformándose en un eco amortiguado cuando comenzó a bajar, hasta que el ruido cesó por completo y todo quedó en un silencio absoluto.
Habíamos colocado dos sillones de piel cuarteada ante la chimenea, de espaldas a la que había en la galería, a medio camino de la pared común. Las largas hileras de estanterías de libros se difuminaban en la oscuridad a un lado y a otro. Se acrecentó en mí la sensación de que alguien me estaba observando; entonces me levanté y me volví para darle la espalda a la chimenea ardiente. Incluso así me resultaba imposible vigilar las cuatro entradas a la vez. Permanecí allí, de pie, observando una puerta tras otra, esforzándome en oír algo por encima de los fuertes latidos de mi corazón. Mis sombras gemelas oscilaban hacia el umbral de la puerta del estudio, y parecía que se movían independientemente. Pensé en apagar las velas, pero entonces no podría ver en absoluto las puertas que daban al rellano.
En la escuela había aprendido que uno puede contar los segundos por los latidos del corazón. El mío latía más rápido que el medido tictac de un reloj, pero comencé a contar de todos modos. No pude mantener la cuenta; llegaba a veinte o treinta, y después me distraía algún sonido fantasmagórico o algún movimiento, y comenzaba de nuevo. Así estuve durante un periodo indefinido, mientras las ventanas se oscurecían más y más… Y Edwin no regresaba.
Supe qué debía hacer: encontrar el otro farol y bajar a la carbonera; puede que Edwin se hubiera caído y se hubiera torcido un tobillo, o se hubiera golpeado en la cabeza, o… Sólo que yo no sabía dónde estaba la carbonera, y mis dientes ya estaban castañeteando de miedo.
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