Revisamos la hoja de nuevo, sólo para asegurarnos. Y llegamos a la misma conclusión. Aparte del general Vassell y el coronel Coomer en su Mercury Grand Marquis que conducían ellos mismos y luego un sargento llamado Trifonov en otra clase de coche, el 4 de enero nadie había salido en ningún vehículo ni a pie, salvo las tres furgonetas de reparto a primera hora de la tarde.
– Muy bien -dijo Summer-. El sargento Trifonov. Quienquiera que sea, es él.
– No hay otra -dije yo.
Llamé a la puerta principal. Se puso el mismo con el que ya había hablado respecto a Vassell y Coomer. Le reconocí la voz. Le pedí que buscara en el libro a partir de la página inmediatamente posterior a la que nosotros teníamos, y que averiguara a qué hora exacta había regresado cierto sargento llamado Trifonov. Le dije que podía ser cualquier hora después de las cuatro y media de la madrugada del 5 de enero. El hombre me hizo esperar unos momentos. Le oía pasar las rígidas páginas de pergamino vegetal. Lo hacía despacio, prestando mucha atención.
– Señor, a las cinco en punto de la madrugada -dijo-. Cinco de enero, sargento Trifonov, regreso a la base. -Oí que pasaba otra página-. Había salido a las 22.11 de la noche anterior.
– ¿Recuerda algo de él?
– Se marchó unos diez minutos después de aquellos oficiales de Blindados por los que usted me preguntó. Por lo que recuerdo, iba con prisas. No esperó a que la barrera se levantara del todo. Pasó justo por debajo.
– ¿Qué coche?
– Un Corvette, creo. No era nuevo, pero tenía buen aspecto.
– Cuando regresó ¿estaba usted todavía de guardia?
– Sí, señor. Así es.
– ¿Recuerda algo?
– Nada reseñable. Hablé con él, naturalmente. Tenía acento extranjero.
– ¿Cómo iba vestido?
– De civil. Chaqueta de piel, me parece. Supuse que no estaba de servicio.
– ¿Se halla ahora en la base?
Oí nuevamente que hojeaba el libro. Imaginé un dedo bajando por las líneas escritas a partir de las cinco de la mañana del día 5.
– No nos consta que haya vuelto a salir, señor -dijo-. Ahora mismo, no. Así que andará por ahí.
– Muy bien -dije-. Gracias, soldado.
Colgué. Summer me miró.
– Regresó a las cinco. Tres horas y media después de que se parara el reloj de Brubaker.
– Un trayecto de tres horas -indicó ella.
– Y ahora se encuentra aquí.
– ¿Quién es?
Llamé al cuartel general de la base. Hice la pregunta. Me dijeron quién era. Colgué y miré a Summer fijamente.
– Es un delta -dije-. Un desertor procedente de Bulgaria. Lo trajeron aquí en calidad de instructor. Sabe cosas que los nuestros ignoran.
Me levanté de la mesa y me acerqué al mapa. Puse los dedos sobre las chinchetas. El meñique en Fort Bird, el índice en Columbia. Era como si estuviera validando una teoría mediante el tacto. Doscientos cuarenta kilómetros. Tres horas y doce minutos para llegar, tres horas y treinta y siete minutos para regresar. Hice el cálculo mental. Una velocidad promedio de setenta y cinco por hora a la ida, y de sesenta y seis a la vuelta. De noche, por carreteras vacías, en un Chevrolet Corvette. Podía haberlo hecho con el freno de mano puesto.
– ¿Lo detenemos? -dijo Summer.
– No -dije-. Lo haré yo solo. Voy para allá.
– ¿Es atinado esto?
– Seguramente no. Pero no quiero que esos tíos crean que me tienen pillado.
Summer hizo una pausa.
– Le acompañaré -dijo.
– Muy bien -dije.
Eran las cinco de la tarde, habían transcurrido treinta y seis horas justas desde que Trifonov regresara a la base. El día era frío y gris. Cogimos armas, esposas y bolsas de pruebas. Nos dirigimos al parque móvil de la PM y encontramos un Humvee con una jaula separada de los asientos delanteros y sin tiradores internos en las puertas traseras. Summer iba al volante. Aparcó frente a la puerta del edificio de Delta. El centinela nos dejó entrar a pie. Rodeamos el edificio principal hasta encontrar el club de suboficiales. Me paré, y Summer se paró a mi lado.
– ¿Va a entrar ahí? -preguntó.
– Sólo un minuto.
– ¿Solo?
Asentí.
– Después iremos a su arsenal.
– No me parece sensato -señaló-. Debería entrar con usted.
– ¿Por qué?
Summer vaciló.
– Como testigo, supongo.
– ¿De qué?
– De lo que puedan hacerle.
Esbocé una breve sonrisa.
Empujé la puerta y entré. El lugar estaba bastante concurrido, poco iluminado y lleno de humo. Había mucho ruido. La gente me vio, y se fue imponiendo el silencio. Avancé unos pasos. Todos se quedaron inmóviles pero luego fueron acercándose. Tuve que abrirme paso apartándoles uno a uno. Nadie se movía. Me golpeaban con el hombro, a derecha e izquierda. Yo golpeaba a mi vez, en medio del silencio. Mido dos metros y peso cien kilos. En una competición de empujones sé defenderme.
Logré atravesar el vestíbulo y llegué al bar. Otra vez lo mismo. El ruido se apagó enseguida. Todos se volvieron hacia mí. Me miraban fijamente. Avancé, empujé y me abrí paso por la estancia. No se oía otra cosa salvo la respiración tensa, pies rozando el suelo y el ruido sordo del entrechocar de hombros. Mantuve la mirada fija en la pared más alejada. El joven bronceado de la barba se interpuso en mi camino. Sostenía un vaso de cerveza. Yo seguí andando y él se desplazó a la derecha, chocamos, y el vaso vertió la mitad de su contenido en el suelo de linóleo.
– Has derramado mi cerveza -dijo.
Miré hacia abajo. Luego lo miré a los ojos.
– Lámelo -dijo.
Nos quedamos frente a frente un segundo. Luego seguí adelante pasando por su lado. Noté una comezón en la espalda. Sabía que él me observaba. Pero yo no iba a volverme. Ni en broma. A menos que oyera el ruido de una botella rota contra una mesa.
No lo oí. Hice todo el recorrido hasta la pared del otro extremo. La toqué como un nadador al final de los últimos cincuenta metros. Me di la vuelta y miré. El viaje de vuelta no iba a ser distinto. La estancia estaba en silencio. Retomé el paso. Aceleré entre los presentes. Choqué con más fuerza. La inercia tiene sus ventajas. Cuando ya había recorrido unos diez pasos, la gente empezó a apartarse. A retroceder un poco.
Pensé que el mensaje había surtido efecto. De modo que zigzagueé un poco mostrando cierta cortesía, sin embestir como un toro. Algunos valoraron el detalle. Regresé a la puerta como cualquier persona civilizada en un lugar atestado. Me detuve y me volví. Escudriñé los rostros, lentamente, un grupo cada vez. «Mil, dos mil, tres mil, cuatro mil.» Finalmente les di la espalda y salí al aire fresco.
Summer no estaba.
Miré alrededor y la vi salir de una entrada de servicio a unos tres metros. Había estado tras la barra. Supuse que guardándome las espaldas.
Me miró a los ojos.
– Ahora ya lo sabe -dijo.
– ¿Sé qué?
– Cómo se sintió el primer soldado negro. Y la primera mujer.
Me mostró el camino hacia el viejo hangar donde se hallaba el arsenal. Cruzamos seis metros de hormigón y entramos por una puerta auxiliar para el personal. Summer no había bromeado con lo de equipar a una dictadura africana. En el techo del hangar había lámparas de arco que iluminaban una pequeña flota de vehículos especializados y enormes montones de todas las armas portátiles que quepa imaginar. Supuse que David Brubaker había hecho una labor de cabildeo muy eficaz en el Pentágono.
– Por aquí -dijo Summer.
Me condujo a una especie de jaula cuadrada de alambre. Tenía cuatro o cinco metros de lado y un techo de material a prueba de huracanes. Parecía una perrera. La puerta de alambre estaba abierta, con un candado que colgaba de una cadena de eslabones. Tras la puerta había una mesa para escribir de pie. Y detrás de la mesa, un hombre en traje de campaña. No se puso firmes, pero tampoco desvió la vista. Tan sólo se quedó donde estaba y me observó con mirada neutra, lo cual era lo más parecido a los buenos modales que los delta aprenden en su vida militar.
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