Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Después comprobó la distancia entre Fort Bird y Columbia. Le salieron doscientos cuarenta kilómetros, menos de lo que yo había supuesto en un principio.

– Tres horas -indicó-. Con un margen cómodo. -Luego me miró-. Pudo haber sido el mismo -dijo-. Si mataron a Carbone entre las nueve y las diez, el mismo tío pudo haber estado en Columbia a medianoche o a la una para cargarse a Brubaker. -Colocó su pequeño dedo en la chincheta de Fort Bird-. Carbone -dijo. Extendió la mano y puso el índice sobre la chincheta de Columbia-. Brubaker -añadió-. La secuencia es clarísima.

– La conjetura es clarísima -corregí.

No replicó.

– ¿Sabemos si Brubaker condujo desde Raleigh? -pregunté.

– Podemos presumir que sí.

– Debemos preguntar a Sánchez y confirmarlo -apunté-. Y averiguar si han encontrado el coche en alguna parte. Y para empezar, si su esposa dice que se lo llevó.

– Muy bien -dijo.

Salió y se dirigió a la mesa de la sargento para efectuar la llamada. Me dejó con las interminables listas de personal. Regresó al cabo de diez minutos.

– Se llevó el coche -explicó-. La esposa le dijo a Sánchez que en el hotel tenían dos coches. Uno de cada uno. Siempre lo hacían así porque con frecuencia Brubaker tenía que irse pitando a algún sitio y ella no quería quedarse colgada.

– ¿Qué clase de coche? -Supuse que ella ya lo habría preguntado.

– Chevy Impala SS.

– No está mal.

– Se fue después de cenar y, según cree la esposa, se dirigió aquí, a Bird. Eso habría sido normal. Sin embargo, el vehículo aún no ha aparecido. Al menos, según la policía de Columbia y el FBI.

– Muy bien -dije.

– Sánchez cree que están ocultando algo, que saben algo que nosotros ignoramos.

– Eso también sería normal.

– Los está presionando. Pero no es fácil.

– Nunca lo es -dije.

– En cuanto tenga alguna novedad nos llamará.

Al cabo de media hora recibimos una llamada. Pero no de Sánchez. Ni sobre Brubaker o Carbone. Era el detective Clark, desde Green Valley (Virginia). Sobre el caso de la señora Kramer.

– Tengo algo -dijo.

Sonaba muy satisfecho de sí mismo. Se puso a contar con todo detalle los movimientos que había llevado a cabo. Todo parecía bastante atinado. Se había valido de un mapa para determinar los probables accesos a Green Valley desde una distancia de hasta quinientos kilómetros. Luego había consultado las páginas amarillas para confeccionar una lista de ferreterías a lo largo de esas rutas. Sus hombres habían llamado a todas, una por una, comenzando en el centro de la telaraña. Clark había supuesto que en invierno habría pocas ventas de barras de hierro. Las reformas importantes empiezan a hacerse a partir de la primavera. Si hace frío, nadie quiere que le tiren paredes para ampliar la cocina. Así que esperaba muy pocos informes positivos. Al cabo de tres horas no tenía ninguno. Después de la Navidad, la gente se había dedicado a comprar taladros y destornilladores eléctricos. Algunos habían adquirido motosierras para poder seguir alimentando sus estufas de leña. Quienes tenían fantasías de pionero habían comprado hachas. Pero nadie había mostrado interés en cosas tan inertes y prosaicas como las barras de hierro.

Así que Clark cambió de estrategia y consultó sus bases de datos criminales. En un principio pensó buscar informes, de otros crímenes que incluyeran puertas forzadas con barras de hierro. Consideró que así reduciría el número de posibles emplazamientos. No encontró nada que se correspondiera con sus parámetros. Pero lo que sí vio en Información sobre Crímenes Nacionales de su ordenador fue un robo en una ferretería pequeña de Sperryville (Virginia). La tienda era un local solitario en una calle sin salida. Según el propietario, en las primeras horas del día de Año Nuevo habían roto a patadas la ventana delantera. Como era fiesta, no había dinero en la caja registradora. Por lo que el hombre sabía, sólo le habían robado una barra de hierro.

Summer retrocedió hasta el mapa de la pared y colocó una chincheta en Sperryville (Virginia). Era un punto diminuto, y la cabeza de plástico de la chincheta lo tapaba del todo. Luego puso otra chincheta en Green Valley Las dos quedaron separadas por unos seis milímetros. Casi se tocaban. Unos quince kilómetros.

– Fíjese en esto -dijo Summer.

Me puse en pie y me acerqué al mapa. Sperryville estaba en el codo de una carretera sinuosa que seguía hacia el sudoeste pasando por Green Valley. La otra dirección no apuntaba a ninguna parte salvo a Washington D.C. De modo que Summer colocó una chincheta en Washington D.C. Puso el meñique encima. Luego el dedo corazón en Sperryville y el índice en Green Valley.

– Vassell y Coomer -dijo-. Salieron de D.C., robaron la barra en Sperryville y entraron en la casa de la señora Kramer en Green Valley.

– Lástima, pero no fue así -observé-. Llegaban del aeropuerto, no tenían coche y no pidieron ninguno. Usted misma examinó las llamadas.

Summer se quedó callada.

– Además son oficiales de despacho -añadí-. No sabrían cómo robar en una ferretería ni en el caso de que su vida dependiera de ello.

Ella quitó la mano del mapa. Yo volví a la mesa y coloqué las listas de personal en un montón ordenado.

– Hemos de concentrarnos en Carbone -dije.

– Entonces necesitamos un nuevo plan -dijo ella-. El detective Clark dejará de buscar barras de hierro. Ya tiene la que quería.

Asentí.

– Volvamos a los métodos de investigación consagrados por la tradición.

– ¿Cuáles son?

– No lo sé exactamente. Yo fui a West Point, no a la escuela de la PM.

Sonó el teléfono. La misma voz cálida y sureña de antes repitió la misma rutina: «10-33, 10-16 de Jackson.» Acepté la llamada, pulsé el botón del altavoz, me recliné en la silla y esperé. Un zumbido electrónico llenó la estancia. Luego se oyó un clic.

– ¿Reacher? -dijo Sánchez.

– Y la teniente Summer -dije-. Tengo el altavoz conectado.

– ¿Hay alguien más?

– No -repuse.

– ¿Está cerrada la puerta?

– Sí. ¿Qué pasa?

– Pasa que la policía de Columbia ha llamado otra vez. Me están soltando cosas con cuentagotas. Se lo están pasando en grande, regodeándose como cochinos.

– ¿En qué?

– Brubaker llevaba heroína en el bolsillo. Tres bolsitas. Y un buen fajo de billetes. Van diciendo que fue un trapicheo que salió mal.

15

Nací en 1960, por lo que tenía siete años en el Verano del Amor, trece al final de nuestra participación efectiva en Vietnam y quince al final de nuestra postrera implicación en dicha guerra. Ello significa que me perdí la mayor parte del conflicto de los militares americanos con los narcóticos. No viví los años intensos de Purple Haze, de Jimmy Hendrix. Yo pillé la fase siguiente, más estable. Como muchos soldados, había fumado hierba de vez en cuando, quizá la suficiente para desarrollar cierta preferencia entre distintas clases y orígenes, pero no tanto como para ocupar un buen puesto en las estadísticas de drogadictos norteamericanos en cuanto a volumen consumido a lo largo de la vida. Yo consumía a tiempo parcial. Era de los que compraba, no de los que vendía.

Pero como PM había visto vender mucho. Había visto trapicheos, unos que salían bien, otros que no. Sabía cuál era el procedimiento. Y una cosa que sabía con seguridad era que si un mal negocio termina con un tío muerto en el suelo, en su bolsillo no hay nada. Ni dinero ni mercancía. Segurísimo. ¿Por qué iba a haberlo? Si el muerto es el comprador, el vendedor huye con su droga y el dinero del otro. Si el muerto es el vendedor, el comprador se queda el alijo gratis. En uno u otro caso, alguien saca un buen provecho a cambio de un par de balas y de hurgar un poco en los bolsillos ajenos.

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