Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Joe me dio otro golpecito en la espalda y supe que estaba sonriendo.

Nos tocó en la última fila de la cabina de primera clase. Estábamos hablando, pero evitando el tema familiar. Charlamos sobre música, y luego de política. Volvimos a desayunar. Tomamos café. En primera clase, Air France sirve muy buen café.

– ¿Quién era el general? -preguntó Joe.

– Un tipo llamado Kramer. Un comandante de Blindados en Europa.

– ¿Blindados? ¿Y qué hacía en Fort Bird?

– No estaba en la base, sino en un motel a unos cincuenta kilómetros de allí. Una cita con una mujer. Creemos que ella huyó con el maletín.

– ¿Civil?

Negué con la cabeza.

– Sospechamos que es una oficial de Fort Bird. Se supone que él se detuvo a pasar la noche en D.C. camino de California para asistir a una reunión.

– Hay un rodeo de quinientos kilómetros.

– Cuatrocientos setenta y seis.

– Pero no sabes quién es ella.

– Ha de tener cierto rango. Fue al motel en su propio Humvee.

Joe asintió.

– Ha de ser bastante veterana. Si mereció la pena dar un rodeo de novecientos cincuenta y dos kilómetros, es que Kramer la conocía desde hacía tiempo.

Sonreí. Cualquier otro habría dicho «un rodeo de mil kilómetros». Pero mi hermano no. No tenía segundo nombre, como yo, pero debería haber sido Pedante. Joe Pedante Reacher.

– Bird aún es sólo de Infantería, ¿verdad? -dijo-. Algunos Rangers, algunos Delta, pero por lo que recuerdo, sobre todo veteranos. ¿Tenéis también muchas veteranas?

– Ahora hay una escuela de Operaciones Psicológicas -expliqué-. La mitad de los instructores son mujeres.

– ¿De qué rango?

– Capitanes, comandantes, un par de tenientes coroneles.

– ¿Qué había en el maletín?

– El orden del día de la reunión de California -repuse-. Los colegas de Kramer del Estado Mayor pretenden hacernos creer que tal orden del día no existe.

– Siempre hay uno -señaló Joe.

– Ya lo sé.

– Pregunta a los comandantes y los tenientes coroneles -sugirió-. Ese es mi consejo.

– Gracias -dije.

– Y averigua quién quería que te mandaran a Bird -añadió-. Y por qué. El motivo no era el asunto de Kramer. Eso lo sabemos seguro. Cuando recibiste las órdenes, Kramer estaba vivito y coleando.

Leímos ejemplares del día anterior de Le Matin y Le Monde. Aproximadamente a mitad de la travesía empezamos a hablar en francés. Se notaba que nos faltaba práctica, pero nos las apañamos. En cuanto se aprende algo, ya no se olvida.

Él me preguntó sobre novias. Se imaginaría que en francés era un tema adecuado. Le expliqué que en Corea había salido con una chica, pero que desde entonces había estado en Filipinas, luego en Panamá y ahora en Carolina del Norte, y no esperaba volver a verla. Le hablé de la teniente Summer. Pareció mostrar interés por ella. Él me dijo que no salía con nadie.

Después volvió al inglés y me preguntó por la última vez que yo había estado en Alemania.

– Hace seis meses -dije.

– Es el final de una era -explicó-. Alemania se reunificará. Francia reanudará sus pruebas nucleares porque una Alemania reunificada traerá malos recuerdos. Después se propondrá una moneda única para la UE con el fin de mantener a la nueva Alemania dentro del redil. En el plazo de diez años Polonia formará parte de la OTAN y la URSS habrá dejado de existir. Allí quedarán los restos de un país de segunda fila. Que quizá también ingrese en la OTAN.

– Quizá -dije.

– Así que Kramer escogió un buen momento para estirar la pata. En el futuro todo será diferente.

– Seguramente.

– ¿Qué piensas hacer?

– ¿Cuándo?

Se volvió en el asiento y me miró.

– Habrá una reducción de efectivos, Jack. Deberías planteártelo. No van a mantener en pie un ejército de un millón de hombres, sobre todo cuando el otro se ha ido a pique.

– Aún no se ha ido a pique.

– Pero se irá. En el lapso de un año. Gorbachov no durará. Habrá un golpe de Estado. Los viejos comunistas harán un último intento, pero no funcionará. Entonces volverán los reformistas y ya se quedarán para siempre. Yeltsin, casi seguro. El tipo no está mal. Así que en D.C. la tentación de ahorrar dinero será irresistible. Será como cien Navidades llegando todas a la vez. No olvides que tu comandante en jefe es ante todo un político.

Pensé en la sargento con el niño pequeño.

– Pasará poco a poco -señalé.

Joe meneó la cabeza.

– Pasará más rápido de lo que crees.

– Siempre tendremos enemigos -observé.

– Sin duda. Pero serán enemigos de otra clase. No tendrán diez mil tanques apostados en las llanuras alemanas.

No dije nada.

– Has de averiguar por qué estás en Fort Bird -prosiguió Joe-. O bien allí no está pasando nada, y por tanto ya vas cuesta abajo, o bien está pasando algo y quieren que tú lo resuelvas, lo que para ti sería una buena noticia.

Seguí callado.

– En cualquier caso has de enterarte -aconsejó-. Pronto se producirá la reducción de efectivos, y te conviene saber si ahora mismo vas para abajo o para arriba.

– Siempre necesitarán polis -señalé-. Si acaban teniendo un ejército de dos hombres, mejor que uno sea PM.

– Deberías trazarte un plan -dijo.

– Nunca hago planes.

– Te conviene hacerlo.

Pasé la yema de los dedos por los galones del pecho.

– Me han dado un asiento en la parte delantera del avión -comenté-. Quizá me den un empleo.

– Quizá. Pero, en caso de que lo hagan, ¿será un empleo que te guste? Todo va a ser espantosamente mediocre.

Advertí los puños de su camisa. Limpios, recién planchados y cerrados con unos discretos gemelos de plata y ónice negro. La corbata era un sencillo artículo de seda de tono apagado. Se había afeitado con esmero. La base de las patillas, perfectamente recta. Era un hombre al que aterraba cualquier cosa que se alejara de la excelencia.

– Un empleo es un empleo -dije-. No soy muy exigente.

Dormimos el resto del viaje. Nos despertó el piloto al anunciar por megafonía que estábamos a punto de iniciar el descenso hacia el aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle. Ya eran las ocho de la noche, hora local. Casi la totalidad del segundo día de la nueva década había desaparecido como un espejismo mientras cruzábamos el Atlántico pasando de un huso horario a otro.

Cambiamos moneda e hicimos una excursión hasta la parada de taxis. Estaba a un kilómetro, llena de gente y maletas. Apenas se movía. Así que tomamos una navette, que es como los franceses llaman al autobús lanzadera del aeropuerto. Tuvimos que soportar todo el rato la visión de los deprimentes barrios del norte de París hasta llegar al centro. Bajamos en la Place de l’Opéra a las nueve de la noche. París estaba oscuro y húmedo, frío y tranquilo. Los cafés y restaurantes tenían encendidas acogedoras luces tras las puertas cerradas y las ventanas empañadas. Las calles estaban mojadas y llenas de pequeños coches aparcados. Estos aparecían cubiertos por el rocío nocturno.

Caminamos hacia el sur y el oeste cruzando el Sena y el Pont de la Concorde. Torcimos de nuevo hacia el oeste y seguimos por el Quai d’Orsay. El río se veía oscuro, sus aguas mansas. Nada en él se movía. En las calles no había un alma. No andaba nadie por ahí.

– ¿Compramos flores? -sugerí.

– Demasiado tarde -dijo Joe-. Todo estará cerrado.

En la Place de la Résistance giramos a la izquierda y nos metimos en la Avenue Rapp, uno al lado del otro. Mientras cruzábamos la Rue de l’Université veíamos la torre Eiffel a la derecha, iluminada con una luz dorada. Nuestros tacones sonaban como disparos de rifle en la acera silenciosa. Llegamos al edificio donde vivía mi madre. Era una modesta casa de pisos de seis plantas atrapada entre dos fachadas belle époque más llamativas. Joe sacó la mano del bolsillo y abrió el portal.

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