Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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Las puertas se cerraron de golpe, y el chaval quedó atrapado en el asiento del medio. Vi terror en su rostro. Estaba pálido por la conmoción, y a través del sucio parabrisas advertí que abría la boca en un grito mudo. Oí el motor rugir y los neumáticos chirriar, y de repente la furgoneta se dirigió directamente hacia mí.

Era una Toyota. Distinguí la palabra toyota en la rejilla tras el parachoques. Llevaba la suspensión levantada y alcancé a ver un enorme diferencial en la parte delantera. Era del tamaño de un balón de fútbol. Tracción en las cuatro ruedas. Neumáticos anchos. Abolladuras y zonas despintadas; no la habían lavado desde que salió de fábrica. Se acercaba a toda velocidad.

Tenía menos de un segundo para decidir qué hacer.

Aparté de un manotazo el faldón del abrigo y saqué el Colt. Apunté con cuidado y disparé. El arma destelló, retumbó y me dio un culatazo en la mano. La enorme bala del 44 destrozó el radiador de la Toyota. Luego tiré a un neumático delantero, que estalló en una espectacular explosión de trozos de caucho negro. Bailaban en el aire tiras de goma reventada. La furgoneta torció y se paró quedando el lado del conductor frente a mí. A diez metros. Me agaché tras mi camioneta, cerré las puertas traseras, salí a la acera y volví a disparar al neumático izquierdo. Lo mismo que antes. Goma por todas partes. La furgoneta cayó sobre la llanta, quedando desnivelada. El conductor abrió la puerta, saltó al asfalto y se incorporó sobre una rodilla. Tenía su arma en la mano mala. Se la cambió a la otra mano y esperé hasta estar seguro de que iba a apuntarme. Acto seguido, con la mano izquierda sostuve el antebrazo derecho que soportaba el kilo y medio de Colt y apunté cuidadosamente al centro de gravedad, como me habían enseñado hacía tiempo, y apreté el gatillo. El pecho del tipo pareció estallar en una colosal nube de sangre. Dentro de la cabina, el muchacho estaba paralizado, mirando con horror lo que ocurría. El otro tío ya había salido de la cabina y gateaba rodeando el capó, hacia mí. Su arma se acercaba. Giré a la izquierda, aguanté la respiración y sostuve el brazo como antes. Apunté al pecho y disparé, con el mismo resultado. El tipo cayó de espaldas tras el guardabarros en medio de una nube de vapor rojo.

El chico se movió en la cabina. Corrí hacia él y lo saqué por encima del cuerpo del primer tipo. Lo llevé a toda prisa a mi camioneta. Estaba desfallecido a consecuencia del sobresalto y la confusión. Lo metí en el asiento del acompañante, cerré la puerta y me dirigí al lado del conductor. Con el rabillo del ojo vi que un tercer individuo se acercaba a mí. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Era un tipo alto y grueso. Vestía ropa oscura. Apunté, disparé y vi la gran explosión roja en su pecho exactamente en la misma décima de segundo en que me di cuenta de que era el viejo poli del Caprice que estaba sacando sus credenciales del bolsillo. Era una placa dorada en un gastado soporte de piel, que voló de su mano y fue dando vueltas hasta estrellarse en el bordillo, delante de mi camioneta.

El tiempo se detuvo.

Miré fijamente al poli. Había quedado tendido de espaldas junto al bordillo. Su pecho era un amasijo de color rojo. Todo él. No había bombeo ni hemorragia. Ni rastro de latidos. Se apreciaba un orificio grande y desigual en su camisa. Permanecía completamente inmóvil. Tenía la cabeza vuelta a un lado, con la mejilla apoyada en el duro asfalto. Estaba con los brazos abiertos, y alcancé a ver venas pálidas en sus manos. Fui consciente del gris oscuro de la calzada, del verde intenso de la hierba y del azul luminoso del cielo. Oía el estremecimiento que causaba la brisa en las hojas nuevas por encima de los disparos que aún retumbaban en mis oídos. Vi que el chaval observaba por el parabrisas al poli caído y luego me miraba fijamente. Advertí que el coche de la seguridad de la universidad salía por la puerta. Avanzaba más despacio de lo normal. Se habían disparado docenas de tiros. Quizás estuvieran preocupados por saber dónde empezaba y dónde terminaba su jurisdicción. Tal vez sólo tuvieran miedo. Vislumbré la palidez de sus caras tras el parabrisas. Se volvieron hacia mí. Su vehículo debía de ir a poco más de veinte por hora. Avanzaba lentamente hacia donde yo estaba. Eché un vistazo a la placa dorada del arroyo. El metal estaba desgastado por tantos años de uso. Miré mi camioneta. Me quedé totalmente quieto. Hace tiempo aprendí que es muy fácil matar a un hombre. Pero absolutamente imposible resucitarlo.

Oí al vehículo de la universidad aproximarse despacio. Y los neumáticos aplastar gravilla en el asfalto. Todo lo demás permanecía en silencio. De pronto el tiempo volvió a transcurrir y oí una voz interior que decía: «Huye huye huye.» Y huí. Me metí a toda prisa en el vehículo, arrojé el arma sobre el asiento, puse el motor en marcha y arranqué haciendo un cambio de sentido tan brusco que llegamos a estar sobre dos ruedas. El muchacho rebotó de un lado a otro. Sujeté el volante con fuerza, pisé el acelerador y puse dirección sur. En el retrovisor mi visión era limitada, pero observé que los polis de la universidad encendían la luz del techo y comenzaban a perseguirme. A mi lado, el chico permanecía totalmente callado. La mandíbula colgando. Estaba concentrado en mantener el equilibrio; y yo en correr todo lo posible. Menos mal que no había mucho tráfico. Era una ciudad soñolienta de Nueva Inglaterra a primera hora de la mañana. Puse la camioneta a ciento veinte y aferré el volante, con la mirada fija en la calle, al frente, como si no quisiera saber qué había detrás.

– ¿Están muy lejos? -pregunté al muchacho.

No respondió. Estaba inerte y desolado por el shock en el extremo del asiento, todo lo lejos de mí que podía. Miraba fijamente el techo. Su mano derecha aferraba la puerta. Piel pálida, dedos largos.

– ¿Muy lejos? -volví a preguntar. El motor bramaba con fuerza.

– Has matado a un poli -balbuceó-. Ese viejo era un poli, ya lo sabes.

– Sí, lo sé.

– Le has disparado.

– Fue un accidente -repliqué-. ¿Están muy lejos?

– Te estaba mostrando la placa.

– ¿Están muy lejos? -insistí en tono perentorio.

Se movió en el asiento, se volvió y agachó un poco la cabeza para alinear la visión con la luna trasera.

– A unos treinta metros -dijo, indeciso y asustado-. Muy cerca. Uno de ellos se asoma por la ventanilla con un arma en la mano.

En ese preciso instante oí la lejana detonación de una pistola por encima del rugido del motor y los gemidos de los neumáticos. Cogí el Colt. Volví a dejarlo donde estaba. Me había quedado sin balas. Ya había disparado seis veces. Un radiador, dos neumáticos, dos tipos. Y un poli.

– La guantera -señalé.

– Deberías parar -sugirió-. Explicárselo. Querías ayudarme. Fue un error. -No me miraba. Tenía la vista fija en la luna trasera.

– He matado a un policía -dije con voz totalmente neutra-. Eso es todo lo que saben. Todo lo que quieren saber. Les dará igual cómo o por qué lo hice.

El chico no dijo nada.

– La guantera -repetí.

Se volvió de nuevo y abrió la guantera con torpeza. Allí había otro Colt Anaconda de reluciente acero. Estaba cargado. Lo cogí de manos del muchacho. Bajé el cristal de mi ventanilla. Entró un vendaval de aire frío. Transportaba el sonido de una pistola que nos disparaba por detrás, rápido y sin parar.

– Mierda -solté.

El chaval no abrió la boca. Los tiros llovían con un ruido fuerte y sordo, percutiendo sin cesar. ¿Cómo era posible que fallaran?

– Échate al suelo -dije.

Me deslicé de lado hasta que mi hombro izquierdo quedó encajado entre el marco de la puerta y el asiento y estiré el brazo derecho hasta que la nueva arma estuvo fuera de la ventanilla apuntando hacia atrás. Abrí fuego. El chico me miró horrorizado y a continuación se acurrucó entre el asiento y el salpicadero, cubriéndose la cabeza con los brazos. Un instante después estallaba la luna trasera, a tres metros de su cabeza.

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