Dunne había descubierto que detrás de la placa y la pistola podía hacer cualquier cosa. Por eso se había hecho policía.
Giró y entró en el camino de grava. Sacó la cuarenta y cinco para meter una bala en la recámara. Pensaba entrar directamente. No era un criminal. Era la policía.
Romeo Brock estaba en el porche de su casa fumándose un pitillo. Tenía agarrotado el estómago y las manos le sudaban. Era consciente de su miedo, y lo aborrecía. Un hombre como él, la clase de hombre que imaginaba ser, no tenía que sentir miedo. Y a pesar de todo, tenía las manos húmedas.
Miró hacia la oscuridad. La noche había caído. Esperaba ver a Conrad volver a casa por el camino de grava. Conrad, que era fuerte de cuerpo y voluntad, sabría qué hacer. Pero Conrad no apareció.
Brock había llamado de nuevo a Dunne después de haber hablado con él anteriormente, pero esta vez le saltó el buzón de voz.
Creyó oír algo en la parte trasera de la casa. Pero serían los nervios, seguramente. O sería Chantel, que había subido el volumen de la radio. Mejor sería ir a comprobarlo.
Apagó el Kool en la baranda del porche y entró en la casa sin cerrar la puerta. El estómago le enviaba mensajes. Quiso girar el pomo del dormitorio pero estaba bloqueado, de manera que llamó a la puerta. No hubo respuesta. Terminó aporreándola con el puño.
– ¡Chantel! ¡Abre!
Brock pegó la oreja a la puerta. No se oían los pasos de Chantel, ni ninguna otra cosa excepto la radio. La canción que sonaba era una que había oído muchas veces, aquella de Been around the World. Solía gustarle, pero ahora el tema parecía burlarse de él, hablándole de lugares que jamás vería.
– Chantel -llamó con voz débil, apoyando la frente en la puerta.
Notó el cañón de la pistola en la nuca.
– No te muevas si no quieres que te salte la tapa de los sesos.
Brock no se movió. El hombre de su espalda le sacó el Colt del cinto.
– Date la vuelta, despacio.
Era un joven con una gorra azul de los Nationals ligeramente ladeada. Llevaba una automática en una mano y la Gold Cup de Brock en la otra. Se le notaba en los ojos que no vacilaría en matar.
– Por aquí -indicó Ernest Henderson, metiéndose la Gold Cup en los tejanos. Retrocedió por el pasillo sin dejar de apuntar a Brock con la Beretta. Al llegar al salón, Henderson le indicó que se sentara de frente a la puerta abierta-. Las manos en los brazos de la butaca.
Cuando Brock obedeció, Henderson le dio varias veces al interruptor de la luz. Enseguida entró en la casa un hombre guapo y alto con una Desert Eagle del cuarenta y cuatro Magnum, que miró ceñudo a Brock.
– ¿Eres Romeo?
Brock asintió.
– ¿Dónde está mi dinero?
– Está aquí-dijo Brock.
– He dicho dónde.
– En el dormitorio, en la parte de atrás. Hay dos maletas…
– ¿Hay alguien más en la casa?
– La mujer del gordo está en el dormitorio.
– ¿Y tu compañero?
– Se ha ido.
– Vamos, Nesto. -Benjamin alzó la pistola con indiferencia, apuntando a Brock-. Y comprueba todas las habitaciones. A ver si este cabrón hijo de puta nos la está jugando.
Henderson salió al pasillo y Benjamin se quedó mirando a Brock, que apartó la vista. Ambos escucharon los ruidos de Henderson mientras inspeccionaba la cocina y la habitación donde dormía Conrad Gaskins.
– El dormitorio está cerrado-informó.
– Dale una patada -repuso Benjamin.
Henderson lo intentó varias veces, gruñendo con el esfuerzo. Por fin la puerta cedió y Henderson volvió al salón con una maleta Gucci.
– Sólo hay una. Y tampoco había ninguna chica. La ventana estaba abierta, así que, si es que estaba, se ha marchado.
– Abre la maleta -ordenó Benjamin a Brock-. Dale la vuelta para que la veamos, y ábrela.
Henderson le dejó la maleta a los pies y se apartó. Romeo se inclinó para abrir la cremallera y todos se quedaron mirando la ropa de mujer que había dentro. Por un momento nadie dijo nada.
Mikey tenía el dinero, pensó Benjamin. Tenía el dinero y a la chica y estaría esperando en los coches. No se le ocurriría robarle, no después de todo lo que había hecho por Dink y por su madre.
– Chantel -dijo Brock. No estaba enfadado, sino orgulloso de ella. Esa mujer era puro fuego, y él allí, haciendo el gilipollas. Miró a Benjamin con una chispa de desafío en los ojos.
– Sí, Chantel -repitió Benjamin. Luego se volvió hacia Henderson-. No pierdas de vista a este imbécil.
A continuación se sacó el móvil del bolsillo y pulsó la tecla 3, el número de marcación rápida de Michael Tate.
Cuando oyó pasos pensó que sería él, pero al volverse vio a un hombre blanco que salía de la oscuridad del porche y entraba deprisa en la casa. Llevaba una pistola en la mano, y el brazo tenso.
– ¡Policía! -exclamó Grady Dunne-. ¡Policía! -Tenía la cara fiera, congestionada, y movía la pistola de Benjamin a Henderson-. ¡Soy policía! ¡Soltad las armas ahora mismo!
Benjamin no se movió. No tiró el arma. Miró la H amp;K que llevaba Dunne en la mano. No era una pistola de la policía.
– ¡He dicho que tires la puta pistola ahora mismo!
Ernest Henderson seguía apuntando a Brock con la Beretta. Giró la cabeza para mirar al que decía ser policía. Era rubio, y tenía hinchada la vena del cuello. Henderson esperó a que Benjamin dijera algo, cualquier cosa. Pero el jefe no le dijo qué hacer.
– ¡Tirad las armas!
Brock miró el cuello de Henderson, fijándose en el punto en el que se unía a los hombros. Y pensó: «Ahí es donde le voy a clavar el picahielos. Directamente en la columna. Hablarán de mí hasta el fin de los días, dirán mi nombre, contarán lo que hice. Que me enfrenté a dos pistolas con un trasto para cortar hielo. Yo, Romeo Brock.»
Brock se sacó el picahielos de la pantorrilla. Tal como esperaba, al sacarlo saltó el corcho de la punta. Se puso en pie, con el brazo alzado y se acercó a Henderson.
– Detrás de ti, Nesto -advirtió Benjamin con calma.
Henderson se volvió y disparó a Brock en mitad del pecho. La pistola le brincó en la mano. Brock retrocedió contra la silla y cayó braceando a través de una bruma escarlata.
Dunne disparó dos veces en dirección a Benjamin. La primera bala le atravesó el hombro y le abrió un agujero del tamaño de un puño en la espalda. La segunda, más alta por el retroceso, le tocó la arteria carótida al atravesarle el cuello.
Benjamin disparó su cuarenta y cuatro entre una nube de humo y una rociada de sangre al perfil del hombre que decía ser policía. Luego cayó, todavía disparando. Vio al hombre estrellarse contra la pared, y cerró los ojos.
Grady Dunne trastabilló hacia la puerta. Volvió la vista hacia el tipo con la gorra de béisbol, que seguía en mitad de la habitación, todavía armado. El joven sacudía la cabeza como para librarse de lo que había pasado.
Dunne intentó alzar la pistola, pero se le abrió la mano y se le cayó.
– Dios -masculló, llevándose la mano al estómago, que estaba empapado en sangre que ahora le rezumaba entre los dedos. El dolor era extremo. Atravesó la puerta y salió al porche a trompicones. Notaba aire a la espalda. Se dio la vuelta como si estuviera bailando o borracho, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al camino de grava.
Miró las ramas de un tulipero, y más allá las estrellas.
– Agente abatido -susurró, en un hilo de voz tan débil que no se oyó ni él mismo. Tenía en la boca un regusto a sangre. Tragó y respiró deprisa, y abrió los ojos con expresión de miedo. En su campo de visión había entrado el tipo que parecía un semental. El hombre se acercó a Dunne y le apuntó al pecho. Las lágrimas le corrían por la cara.
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