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George Pelecanos: El Jardinero Nocturno

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George Pelecanos El Jardinero Nocturno

El Jardinero Nocturno: краткое содержание, описание и аннотация

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La obra maestra de pelecanos y la que le convirtió un Best-Séller en Estados Unidos. Cuando el cadáver de un adolescente aparece en un parque público de Washington, el detective Gus Ramone revive con intensidad una investigación en la que participó veinte años atrás. El asesino, a quien los mede víctimas los parques de la ciudad y salió impune. El nuevo crimen reunirá a los tres hombres que participaron en aquel caso y les dará la oportunidad de cerrarlo. Tal vez ahora consigan atrapar al Jardinero Nocturno…

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– Muy bien. Ayer me salió un encargo, un cliente de Nueva York. Un inversor de los gordos que quería echar un vistazo a una empresa que está a punto de salir al mercado. Lo llevé a un edificio de oficinas en el corredor de Dulles, le esperé unas horas y le llevé de vuelta al centro, al Ritz. Y nada, cuando ya me volvía para casa, me entró sed, así que paré en el Royal Mile de Wheaton a tomarme una rápida. Y en cuanto entro me veo a una morena sentada con otras dos tías. La chorba llevaba unos cuantos kilómetros encima, pero era atractiva. Nos miramos, y no veáis todo lo que decían sus ojos.

– ¿Qué decían sus ojos, Doc? -preguntó cansado West.

– Decían: «Me muero por una buena tranca.»

Todos menearon la cabeza.

– Pero no me lancé enseguida. Esperé hasta que tuvo que levantarse para ir a mear. Es que quería echarle un vistazo al culo, claro, a ver si luego me iba a encontrar con una película de terror. En fin, que la miré bien y no estaba nada mal. Había tenido hijos, evidentemente, pero no parecían haber dejado demasiadas secuelas, por así decirlo.

– Venga ya, tío -exclamó Bonano.

– Paciencia. En cuanto volvió del tigre, me tiré encima de cabeza. Sólo me costó dos Miller Lites. Ni siquiera se acabó la cerveza, la tía. Me dijo que se quería marchar. -Holiday sacudió la ceniza del cigarrillo-. Yo pensé en llevármela al parking de enfrente, que me la chupara o algo.

– Y dicen que el romanticismo ha muerto -terció West.

– Pero qué va -prosiguió Holiday, sin darse cuenta del tono de West, o sin hacerle caso-. Me dice que ella en el coche pasa. Que ya no tiene diecisiete años. Y yo pensando: «eso fijo». Pero bueno, no iba yo a decir que no a un culo como el suyo.

– Aunque no tuviera diecisiete tacos -apuntó Jerry Fink.

– Así que nos fuimos a su casa. Tiene un par de críos, un adolescente y una niña pequeña, que casi ni apartaron la vista de la tele cuando entramos.

– ¿Qué estaban viendo? -preguntó Bonano.

– ¿Y eso qué más da?

– Pues que así la historia es mejor. Así es como si lo viera en mi cabeza.

– Pues era un capítulo de esos de Law and Order. Lo sé porque oí eso del duh-duh que hacen.

– Sigue.

– Vale. Pues nada, que les dice a los niños que no se queden hasta muy tarde, porque al día siguiente tienen colegio, y luego me lleva de la mano a su habitación.

En ese momento sonó el móvil que estaba en la barra delante de Bob Bonano, «el experto en cocinas y baños». Bonano miró el número y no contestó. Si era un nuevo negocio, contestaría. Si era un cliente al que ya había jodido, no. Casi nunca cogía las llamadas. El negocio de Bonano se llamaba Artistas del Hogar. Jerry Fink lo llamaba «Chapuzas del Hogar», y a veces «Desastres del Hogar», cuando estaba inspirado.

– ¿Te la follaste mientras los chicos veían abajo la tele? -preguntó Bonano, todavía mirando el móvil, que seguía sonando con el tema de El bueno, el feo y el malo. A Bonano, moreno y de rasgos y manos grandes, le gustaba darse aires de vaquero, pero era más italiano que un salami.

– Cuando empezó a hacer ruido le tapé la boca con la mano. -Holiday se encogió de hombros-. Casi me arranca un dedo de un mordisco.

– Déjate de rollos -le espetó Fink.

– Es lo que hay. La tía era una fiera.

El camarero, Leo Vazoulis, un hombre corpulento, de fino y escaso pelo gris y bigote negro, les sirvió las bebidas. El padre de Leo había comprado el edificio, al contado, cuarenta años atrás para montar un restaurante, que estuvo regentando hasta que un infarto lo mandó al otro barrio. Leo heredó la propiedad y convirtió el restaurante en bar. No tenía gastos aparte de los impuestos y los suministros, y ganaba bastante sin partirse tanto los cuernos como su padre. Así se suponía que tenía que pasar de padres a hijos.

Leo vació los ceniceros y se alejó.

– Eso no explica que vengas con perfume -dijo Fink.

– Es desodorante -protestó Holiday-. Bueno, en el bote ponía que era una mezcla de desodorante y colonia, o algo así.

– Yo leí una vez un artículo sobre eso -comentó West-. Es como un fenómeno.

– Esta mañana estaba ahí en la cama de esta mujer, esperando que mandase a sus hijos al colegio y pensando en un plan de fuga. En cuanto oí la puerta de la casa y el motor del coche, me levanté, me fui al cuarto de su hijo y me eché en los sobacos lo primero que pillé. También me eché un poco ahí abajo, no sé si me entendéis. Para quitarme el olor de la tía.

– Axe -dijo Bonano, como si intentara recordarlo.

– «Axe Rejuvenate», es lo que ponía en el bote. Por lo visto los chavales flipan con eso.

– Pues hueles como una puta -insistió Fink.

Holiday apagó el cigarrillo.

– Igual que tu madre.

Terminaron las copas y pidieron otra ronda. Bonano seguía sin contestar el móvil, pero Fink cogió una llamada y prometió a una señora de Palisades que pasaría por allí «en algún momento de la semana que viene» a tomar medidas del cuarto de estar. Nada más colgar, Fink metió unas monedas en la jukebox. Escucharon una canción de Ann Peebles y luego otra de Syl Johnson, y cuando entró la sección rítmica todos menearon la cabeza.

– ¿Cómo va la novela, Brad? -preguntó Holiday, mientras sacaba otro cigarrillo y le daba un codazo a Fink.

– Todavía ando dándole vueltas -contestó West. Tenía una barba gris y el pelo largo y canoso. Se había dejado la barba cuando Fink le dijo que parecía una vieja con tanto pelo.

– ¿No deberías estar en el New Yorka o como se llame? -preguntó Fink. Se refería a la cafetería de ambiente íntimo de la línea District, en la esquina más allá de Crisfield-. Ahí están siempre los tíos de tu cuerda, dándole a la tecla en sus portátiles con su cafetito delante.

– Y con sus boinas -apuntó Bonano.

– Ésos tíos no escriben nada -replicó West-. Están ahí haciendo el canelo.

– No como tú -le pinchó Holiday.

Hablaron del nuevo chico que Gibbs había seleccionado como quarterback. Comentaron a cuál de las Mujeres Desesperadas les gustaría follarse, las razones por las que echarían a las otras de la cama y el Chrysler 300. A Bonano le gustaba su línea, pero se le antojaba «muy de negrata» con aquellas llantas, no encontraba mejor manera de definirlas. Aun así, miró alrededor al decirlo. Por la noche los parroquianos del bar eran casi todos negros, como los empleados. Por las tardes solían estar ellos solos: cuatro blancos alcohólicos y maduritos sin ningún otro sitio al que ir.

El tema del coche les llevó a una charla sobre delincuencia, y todos giraron la cabeza hacia Holiday, que conocía el tema de primera mano.

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