– Vale. ¿Dónde te recojo?
McCaleb no dudó. Lockridge se había ganado su confianza. Además, sabía que tomaría sus propias precauciones.
Después de colgar, McCaleb llamó a Tony Banks y le dijo que pasaría por su negocio. Banks le dijo que allí estaría.
McCaleb caminó hasta el Jerry’s Famous Deli y pidió un sándwich de pavo y ensalada de zanahoria y repollo con salsa rusa para llevar. También pidió pepinillos y una lata de Coca-Cola. Después de pagar el sándwich, cruzó Beverly Boulevard y regresó al Cedars. Había pasado tantos días y noches en el centro médico que se conocía de memoria la distribución. Tomó el ascensor a la tercera planta, donde se hallaba la maternidad y sabía que había una sala de espera con vistas al helipuerto y, más allá, Beverly Boulevard y el Jerry’s. No era raro ver a un padre expectante devorando un sándwich en la sala de espera. McCaleb sabía que podía sentarse a comer allí y aguardar a Buddy Lockridge.
El sándwich le duró menos de cinco minutos, pero transcurrió una hora sin que divisara a Lockridge. McCaleb observó que dos helicópteros llegaban con neveras rojas que contenían órganos para ser trasplantados.
Estaba a punto de llamar al Double-Down para ver si los agentes habían detenido a Lockridge cuando vio el familiar Taurus de Buddy aparcando frente a la charcutería. McCaleb se acercó a la ventana y examinó Beverly Boulevard, luego miró el cielo en busca de un helicóptero de la policía o el FBI. Se apartó de la ventana y se encaminó al ascensor.
En la parte de atrás del Taurus había un cesto lleno de ropa. McCaleb subió, lo miró y luego miró a Lockridge, que estaba tocando alguna melodía irreconocible con la armónica.
– Gracias por venir, Buddy. ¿Algún problema?
Lockridge dejó el instrumento en el bolsillo de la puerta.
– No. Me pararon tal como dijiste que harían y me hicieron algunas preguntas. Pero yo me hice el sueco y me dejaron pasar. Creo que fue porque sólo llevaba las cuatro monedas. Ésa fue una buena, Terry.
– Ya veremos. ¿Quién te paró? ¿Los dos federales?
– No otros dos tipos, eran policías, no federales. Al menos eso me dijeron, pero no me dijeron cómo se llamaban.
– Uno era grandote, latino, con un palillo en la boca.
– Premio. Es él.
Arrango. McCaleb sintió una pequeña satisfacción al meterle un gol al capullo pomposo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Buddy.
McCaleb había pensado en ello mientras esperaban. Y sabía que tenía que ponerse a trabajar con la lista de receptores de trasplantes. Tenía que ponerse enseguida. Pero antes quería asegurarse de que lo tenía todo en orden. Con el tiempo había llegado a considerar las investigaciones como algo similar a las escaleras extensibles de los bomberos. Cuanto más se extendía más se tambaleaba en su extremo. No se podía descuidar la base, el inicio de la investigación. Cada detalle perdido que pudiera ser concretado debía colocarse en su sitio exacto. Y por eso pensaba que tenía que completar el cronograma. Tenía que contestar a las preguntas que él mismo había planteado antes de seguir subiendo peldaños. Su filosofía y también su instinto le empujaban a hacerlo: una corazonada le decía que entre las contradicciones encontraría la verdad.
– A Hollywood -le dijo a Lockridge.
– ¿A ese sitio de los vídeos?
– Eso es. Primero vamos a Hollywood y luego al valle de San Fernando.
Lockridge continuó unas cuantas manzanas hacia Melrose Boulevard antes de doblar al este en dirección a Hollywood.
– Muy bien, te escucho -dijo McCaleb-. ¿De qué estabas hablando al teléfono, cuando me decías que no iban a encontrar lo que buscaban?
– Mira en el cesto de la ropa, tío.
– ¿Por qué?
– Echa un vistazo.
Lockridge miró a McCaleb y le hizo un ademán en dirección al asiento trasero. McCaleb se quitó el cinturón de seguridad y se volvió hacia atrás. Al hacerlo se fijó en los coches que le seguían. Había mucho tráfico, pero ningún vehículo que despertara sospechas.
Bajó la vista hacia el cesto. Estaba lleno de ropa interior y calcetines. Una buena idea de Buddy. Eso hacía menos probable que Nevins o cualquier otro mirase en el cesto cuando lo parasen.
– Esto está limpio, ¿no?
– Claro. Está debajo de todo.
McCaleb se arrodilló sobre el asiento y se inclinó. Vació las prendas sucias y oyó el sonido sordo de algo más pesado que la ropa al golpear el asiento. Apartó un par de calzoncillos y vio una bolsa de plástico con cierre hermético que contenía una pistola.
En silencio, McCaleb volvió a sentarse con la bolsa que contenía la pistola en la mano. Alisó el plástico que se había puesto amarillento por dentro a causa del aceite del arma, de este modo pudo verla mejor. Sintió que una gota de sudor se formaba en su espalda. En la bolsa había una HK P7 y no necesitaba ningún informe balístico para saber que se trataba de la HK P7 con la que habían matado a Kenyon, luego a Cordell y luego a Torres y Kang. Se dobló para mirar más de cerca y vio que el número de serie había sido borrado con ácido. Sería imposible determinar la procedencia de la pistola.
Un temblor se apoderó de las manos de McCaleb mientras sostenía el arma de los crímenes. Su cuerpo se desplomó contra la puerta y sus sentimientos saltaron de la angustia de saber la historia del objeto que en ese momento sostenía a la desesperación de pensar en el aprieto en el que se hallaba. Alguien había tendido una trampa a McCaleb y con toda seguridad no habría podido salir de ella si Buddy Lockridge no hubiese encontrado la pistola cuando se sumergió en las oscuras aguas bajo el Following Sea.
– Jesús -susurró McCaleb.
– Impresionante, ¿no?
– ¿Dónde estaba exactamente?
– En una bolsa de inmersión que colgaba dos metros por debajo de la popa. Estaba atada en una de las anillas. Sabiendo que estaba ahí, se podía subir con un arpón. Pero había que saber que estaba ahí. De lo contrario no la habrías visto desde arriba.
– ¿La gente que estaba haciendo el registro se ha sumergido hoy?
– Sí, un buzo. Se sumergió, pero para entonces yo ya había comprobado la zona como tú me pediste. Le gané de mano.
McCaleb asintió y puso la pistola en el suelo entre sus pies. Mirando hacia abajo, plegó los brazos en torno al pecho como para protegerse del frío. Le había ido de un pelo. Y pese a que estaba sentado junto al hombre que por el momento le había salvado, le invadió una sobrecogedora sensación de aislamiento. Se sentía completamente solo. Y percibió la parpadeante llegada de algo de lo que hasta entonces sólo había leído: el síndrome de huye o lucha. Notaba una urgencia casi violenta de olvidarse de todo y correr. Simplemente cortar la cuerda y salir corriendo lo más lejos posible de todo aquello.
– Estoy en un buen lío, Buddy -dijo.
– Lo suponía -contestó su chófer.
McCaleb ya se había serenado y había tomado una determinación cuando llegaron a Video GraFX Consultants. Por el camino había examinado la posibilidad de huir y la había descartado rápidamente. Luchar era su única opción. Sabía que estaba encadenado por su corazón: huir era morir, porque necesitaba la cuidadosamente dispuesta terapia farmacológica para prevenir el rechazo del nuevo órgano. Huir también suponía abandonar a Graciela y a Raymond. Y sentía que hacerlo marchitaría su corazón a la misma velocidad.
Lockridge lo dejó en la puerta y esperó en la zona roja. La puerta estaba cerrada, pero Tony Banks le había dicho que tocase el timbre si llegaba después de la hora del cierre. McCaleb pulsó el timbre dos veces antes de que Banks abriera la puerta. Llevaba un sobre en la mano y se lo tendió a McCaleb.
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