Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Tío, ¿dónde estás?

– En el Cedars, necesito que pases a buscarme. ¿Qué ocurre?

– Bueno, iré a buscarte, pero no creo que quieras volver aquí.

– Escúchame, Buddy. Ahórrate las adivinanzas y di me exactamente qué está ocurriendo.

– No estoy seguro, tío, pero tu barco está lleno de gente.

– ¿Qué gente?

– Bueno, están los dos de traje que estuvieron ayer aquí.

Nevins y Uhlig.

– ¿Están dentro del barco?

– Sí, dentro. También han quitado el plástico de tu Cherokee y tienen una grúa allí. Me parece que se lo van a llevar. He ido a ver qué pasaba y casi me tiran al suelo. Me han enseñado las placas y una orden de registro y me han dicho que me perdiera. No han estado nada amables. Están registrando el barco.

– ¡Mierda!

El exabrupto de McCaleb atrajo la atención de la mujer llorosa. Le dio la espalda.

– Buddy, ¿dónde estás, arriba o abajo?

– Abajo.

– ¿Ves mi barco ahora mismo?

– Claro. Estoy mirando por la ventana de la cocina.

– ¿Cuánta gente ves?

– Bueno, hay algunos dentro. Pero en total creo que hay cuatro o cinco. Y un par más en el Cherokee.

– ¿Hay una mujer?

– Sí.

McCaleb describió a Jaye Winston lo mejor que pudo y Lockridge confirmó que en el barco había una mujer que coincidía con la descripción.

– Ahora está en el salón. Cuando la he mirado antes parecía estar observando.

McCaleb asintió. En su mente bullían distintas posibilidades acerca de lo que estaba ocurriendo. Lo mirara como lo mirase todo cuadraba del mismo modo. El hecho de que Nevins y Uhlig supieran que tenía documentos del FBI no habría generado semejante operativo: una orden de registro y un equipo completo. Sólo cabía otra posibilidad. Se había convertido en un sospechoso oficial. Asumiendo esto, pensó en cómo Nevins y Uhlig conducirían un registro en busca de pruebas.

– Buddy -dijo-, ¿has visto que se llevaran algo del barco? Me refiero a cosas en bolsas de plástico o bolsas de papel marrón, como las de Lucky’s.

– Sí, hay algunas bolsas. Las han puesto en el muelle. Pero no te preocupes, Terror.

– ¿Qué quieres decir?

– No creo que encuentren lo que de verdad están buscando.

– ¿De qué estás…?

– Por teléfono, no, tío. ¿Quieres que pase a buscarte?

McCaleb se detuvo. ¿De qué estaba hablando Buddy? ¿Qué estaba ocurriendo?

– Espera. Te llamaré enseguida.

McCaleb colgó e inmediatamente puso otra moneda de un cuarto de dólar. Marcó su propio número. Nadie respondió. Se puso el contestador y oyó la cinta con su propia voz solicitando que dejaran un mensaje. Después del pitido dijo: «Jaye Winston, si estás ahí contesta.»

Esperó un momento y estaba a punto de repetir lo mismo cuando levantaron el auricular. Sintió un ligero alivio cuando reconoció la voz de Winston.

– Soy Winston.

– Soy McCaleb.

Eso fue todo. Pensaba que entendería cómo ella quería jugar la partida. El modo en que la detective manejara la llamada le proporcionaría una idea más clara de su situación.

– Ah… Terry -dijo ella-. ¿Cómo…? ¿Dónde estás?

El alivio que pudiera haber sentido empezó a desaparecer, sustituido por el pánico. Le había dado la oportunidad de hablar con él de manera oblicua, quizás en clave, actuando como si hablase con un ayudante suyo o incluso con el capitán Hitchens. Pero ella lo había llamado por su nombre.

– No importa dónde estoy -dijo él-. ¿Qué estáis haciendo en mi barco?

– Porque no vienes y lo hablamos.

– No, no quiero hablar de eso ahora. ¿Soy un sospechoso? ¿Se trata de eso?

– Mira, Terry, no compliques esto más de lo que ya está. ¿Por qué no…?

– ¿Hay una orden de detención? Sólo contéstame eso.

– No, Terry.

– Pero soy sospechoso.

– Terry, ¿por qué no me dijiste que tenías un Cherokee negro?

McCaleb estaba anonadado y de pronto comprendió que todo encajaba con él en medio.

– Nunca me lo preguntaste. Escucha lo que estás diciendo, lo que estás pensando. ¿Iba a implicarme en la investigación, traer al FBI, todo, si fuera el asesino? ¿Estáis hablando en serio?

– Acabaste con nuestro único testigo.

– ¿Qué?

– Llegaste a Noone. Te metiste en la investigación y llegaste a nuestro único testigo. Lo hipnotizaste, Terry. Ahora no sirve. Era la única persona que podía haber hecho una identificación y lo perdimos. Él…

Se detuvo al oír el clic de otro teléfono que se descolgaba.

– ¿McCaleb? Soy Nevins. ¿Dónde está?

– Nevins, no estoy hablando contigo. Tienes la cabeza en el culo. Yo sólo…

– Escúcheme, estoy tratando de ser civilizado. Podemos hacer esto fácil y sencillo o podemos ir a saco. La decisión es suya. Tiene que venir y hablaremos.

La cabeza de McCaleb repasó los hechos con rapidez. Nevins y los demás habían llegado a la misma conclusión que él. Habían establecido la conexión de la sangre. El hecho de que McCaleb fuera beneficiario directo del asesinato de Torres lo convertía en sospechoso. Se imaginó que comprobaban su nombre en el ordenador y surgía el registro del Cherokee. Probablemente era el detalle que lo ponía en lo alto de la lista. Obtuvieron una orden de registro y fueron al barco.

McCaleb sintió en su cuello la fría garra del miedo. El intruso de la noche anterior. Empezó a entender que no era una cuestión de qué quería llevarse, sino de qué iba a dejar. Pensó en lo que Buddy acababa de decirle respecto a que los agentes no iban a encontrar lo que estaban buscando. Y el cuadro iba cobrando forma.

– Nevins, me entregaré. Pero antes dime qué tenéis ahí, qué habéis encontrado.

– No, Terry, esto no funciona así. Usted viene y luego hablamos de todo esto.

– Voy a colgar, Nevins. Es tu última oportunidad.

– No vaya a ninguna oficina de correos porque su foto va a estar colgada en la pared. En cuanto ordenemos todo esto.

McCaleb colgó, mantuvo la mano en el auricular y apoyó la frente contra él. No estaba seguro de qué estaba pasando ni de qué hacer. ¿Qué habían encontrado? ¿Qué había escondido el intruso en el barco?

– ¿Está bien?

Se volvió de golpe y vio a la chica del piercing en la boca y la nariz.

– Sí, ¿y tú?

– Ahora sí. Sólo necesitaba hablar con alguien.

– Conozco esa sensación.

La chica se alejó de los teléfonos y McCaleb levantó de nuevo el receptor y echó otra moneda de veinticinco centavos. Buddy contestó antes de que terminara de sonar el primer timbrazo.

– Muy bien, escucha -dijo McCaleb-. Quiero que vengas aquí. Pero no vas a poder salir de ahí fácilmente.

– ¿Cómo que no? Esto es un país…

– Acabo de hablar con ellos y saben que alguien me ha avisado de que estaban allí. Así que esto es lo que quiero que hagas. Quítate los zapatos y pon tus llaves y tu cartera dentro. Luego mete los zapatos en el cesto de la colada y llénalo de ropa. Entonces sal con el cesto y…

– No tengo ropa en el cesto, Terry. He hecho la colada esta mañana, antes de que se presentase esta gente.

– Bueno, Buddy. Pon algunas prendas (ropa limpia) en el cesto para que parezca que es ropa sucia. Esconde tus zapatos. Haz que parezca que sólo vas a la lavandería. No cierres la escotilla y asegúrate de que llevas cuatro monedas de un cuarto en la mano. Te pararán, pero si lo haces bien te creerán y te dejarán pasar. Entonces métete en el coche y ven a buscarme.

– Podrían seguirme.

– No. Probablemente ni te mirarán después de que te dejen pasar a la lavandería. Quizá deberías entrar antes en la lavandería y luego ir al coche.

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