Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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27

McCaleb ocupó el asiento del pasajero en el Volkswagen de Graciela durante el trayecto a la planta del Times, en el valle de San Fernando. Apenas dijo nada, su mente recorría los acontecimientos de la noche anterior como un ancla que se arrastra por un fondo de arena sin encontrar nada a lo que aferrarse.

Después de haber notado la mancha de humedad en la moqueta, había vuelto al aparcamiento y había descubierto que el camino que habían seguido hasta allí también estaba húmedo. Era una noche fresca y seca, y demasiado temprano para que el rocío se hubiera formado. El intruso estaba mojado cuando entró en el barco. El hecho de que la luz hubiera brillado en su cuerpo indicaba que probablemente llevaba un traje de neopreno. La pregunta era por qué, y McCaleb no conocía la respuesta.

Antes de salir, había ido al barco de Buddy Lockridge para ver si su vecino estaba allí. Encontró a Buddy, despeinado como era habitual, sentado en el puente de mando y leyendo un libro titulado Hocus. McCaleb se interesó por si había dormido en el barco y él contestó que, en efecto, así había sido. Cuando le preguntó porque no había contestado el teléfono, Buddy le respondió que no había sonado. McCaleb lo dejó estar. O bien Lockridge estaba tan borracho que no lo había oído o él había marcado mal el número.

Le dijo a Lockridge que no lo necesitaba como chófer ese día, pero que quería contratar sus servicios como submarinista.

– ¿Quieres que te limpie el casco?

– No, quiero que busques en el casco. Y debajo. Y por todos los muelles de alrededor.

– ¿Buscar? ¿Buscar qué?

– No lo sé. Lo sabrás cuando lo veas.

– Lo que tú quieras, pero se me rasgó otra vez el traje de neopreno cuando limpiaba ese Bertram. En cuanto lo cosa, iré a comprobarlo.

– Gracias. Ponlo en mi cuenta.

– Claro. Oye, ahora tu amiga va a ser tu chófer.

Estaba mirando a Graciela, que se hallaba detrás de McCaleb, en la popa del Following Sea. McCaleb se volvió un momento hacia ella.

– No, Buddy. Sólo hoy. Va a presentarme a algunas personas. ¿Te parece bien?

– Claro, perfecto.

En el coche McCaleb tomó un sorbo de café de la taza que se había traído y miró por la ventana, todavía atribulado por el hecho de que Lockridge no hubiera contestado a su petición de auxilio. Estaban en el paso de Sepúlveda, al otro lado de las montañas de Santa Mónica. El grueso del tráfico de la 405 iba en sentido contrario.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Graciela.

– En esta noche, supongo. Trato de entenderlo. Buddy se va a sumergir bajo el barco hoy, quizá descubra qué estaba haciendo ese tipo.

– Bueno, ¿estás seguro de que quieres ir al Times hoy? Podemos cambiar el día.

– No, ya estamos en camino. Siempre viene bien hablar con el máximo posible de gente. Aún no sabemos qué significa todo eso de ayer. Hasta que lo hagamos, deberíamos seguir insistiendo.

– Me parece bien. Dijo que también podremos hablar con algunos de los amigos de Glory que trabajaban allí.

McCaleb asintió y se agachó hacia el maletín del suelo, engrosado con todos los documentos y cintas que había acumulado. Había decidido no dejar nada del caso en el barco, por si volvía a entrar alguien. Y su Sig-Sauer P-228 también contribuía al peso del maletín. Salvo el día de su encuentro con Bolotov, no la había llevado desde su retiro del FBI. Pero mientras Graciela se duchaba, él la había sacado del cajón y había puesto el cargador. No había metido bala en la recámara, siguiendo las mismas normas de seguridad que había practicado en el FBI. Para hacer sitio a la pistola había tenido que deshacerse de su botiquín. Su idea era estar de regreso en el barco para cuando tuviera que tomar más pastillas.

Hurgó en la pila de papeles hasta que encontró el bloc y lo abrió por la página del cronograma que había elaborado a partir del expediente de asesinato del departamento de policía. Leyó la parte superior y encontró lo que buscaba.

– Annette Stapleton -dijo.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿La conoces? Me gustaría hablar con ella.

– Era amiga de Glory. Vino un día a ver a Raymond y también estaba en el funeral. ¿Cómo la conoces?

– Su nombre está en el material de la policía. Ella y tu hermana charlaron en el aparcamiento esa noche. Yo quiero hablar de otras noches. Ya sabes, ver si tu hermana estaba preocupada por algo. La policía nunca pasó mucho tiempo con Stapleton. Recuerda que desde el principio pensaron que se trataba de un asesinato casual.

– Palurdos.

– No sé, me cuesta culparles. Llevan un montón de casos y éste parecía lo que alguien quiso que pareciera.

– Sigo sin ver la excusa.

McCaleb se calló. No sentía una particular necesidad de defender a Arrango y Walters. Volvió a pensar en la noche pasada y llegó a una conclusión positiva: al parecer había levantado bastantes olas para producir la respuesta de alguien, aunque no sabía cuál había sido exactamente esa respuesta.

Llegaron a la planta del Times diez minutos antes de su cita con el superior de Gloria, un hombre llamado Clint Neff. La planta era un enorme local en la esquina de Winnetka con Prairie, en Chatsworth, en el extremo noroccidental de Los Ángeles, un barrio de oficinas, almacenes y viviendas de clase media alta. El edificio del Times parecía construido de vidrio ahumado y plástico blanco. Terry y Graciela se detuvieron ante una garita de vigilancia y tuvieron que esperar mientras un hombre uniformado llamaba y confirmaba su cita. Sólo entonces levantó la barrera. Después de aparcar, McCaleb sacó el bloc y dejó el maletín, que se había vuelto demasiado pesado para acarrearlo. Se aseguró de que Graciela cerraba el coche antes de alejarse.

Unas puertas de apertura automática les franquearon el paso hasta un vestíbulo de dos plantas, de mármol negro y azulejos de terracota. Sus pasos hacían eco en el suelo. Era un local frío y austero: los críticos habrían dicho que no muy diferente de la cobertura que el diario hacía de la comunidad.

Un hombre de pelo blanco con un uniforme de pantalón y camisa azules salió de un pasillo para darles la bienvenida. El parche ovalado cosido sobre su uniforme les informó de que se llamaba Clint antes de que él mismo tuviera ocasión de hacerlo. Del cuello le colgaban unos protectores para los oídos iguales a los que lleva el personal de tierra de los aeropuertos. Graciela se presentó a sí misma y luego a McCaleb.

– Señora Rivers, lo único que puedo decirle es que aquí todos lo sentimos mucho -dijo Neff-. Su hermana era una buena muchacha, una gran trabajadora y una excelente amiga para nosotros.

– Gracias.

– Si me acompañan, podemos sentarnos un momento y les ayudaré en lo que pueda.

Los condujo por un pasillo, caminando por delante de ellos y hablando por encima del hombro.

– Probablemente su hermana ya se lo dijo, pero aquí es donde se imprimen todos los diarios para la edición metropolitana, y la revista de la tele y la mayoría de los especiales que se insertan en todas las ediciones.

– Sí, lo sé -dijo Graciela.

– Sabe, no sé en qué puedo ayudarle. Les he dicho a algunos empleados que quizá también querrían hablar con ellos. Todos estarán encantados de atenderles.

Llegaron a un tramo de escalera y subieron.

– ¿Sigue Annette Stapleton en el turno de noche? -preguntó McCaleb.

– Eh… la verdad es que no -dijo Neff. Estaba sin aliento por subir la escalera-. Nettie se asustó mucho después de lo que le ocurrió a Gloria y no la culpo. Una cosa así… Ahora trabaja durante el día.

Neff se encaminó por otro pasillo hasta unas puertas dobles.

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