Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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El ruso, pensó. Bolotov lo había encontrado y había venido a cumplir su amenaza. Sin embargo, pronto desechó la posibilidad y recuperó su instintiva convicción de que el ruso no sería tan estúpido.

Rodó hasta el borde de la cama y alcanzó el inalámbrico del suelo. Pulsó la tecla de marcado rápido del número de teléfono del barco de Buddy Lockridge y esperó respuesta. Quería que Lockridge mirara el Following Sea y preguntarle si todo estaba en orden. Por un instante pensó en Donald Kenyon y en cómo alguien lo había obligado a caminar hasta la puerta de su propia casa y lo había matado con una bala de fragmentación. Y se dio cuenta de que quienquiera que estuviese allí, seguramente no contaba con la presencia de Graciela en el barco. De repente, supo que no importaba lo que sucediese en los próximos minutos, el intruso no debía llegar a ella.

Después de cuatro timbrazos, Lockridge aún no había contestado y McCaleb decidió no perder más tiempo. Se levantó de un salto y se dirigió a la puerta cerrada del camarote; se fijo en los números iluminados del reloj: eran las tres y diez.

Mientras abría silenciosamente la puerta, pensó en su pistola. Estaba en el cajón de abajo de la mesa de navegación. El intruso se hallaba más cerca del arma que McCaleb y quizá ya la había encontrado.

Visualizó la cubierta inferior, pensando en qué podría servirle de arma, pero no se le ocurrió nada. La puerta ya estaba abierta de par en par.

– ¿Qué pasa? -susurró Graciela detrás de él.

McCaleb volvió a la cama rápidamente, pero sin hacer ruido. Le tapó la boca a Graciela y susurró:

– Hay alguien en el barco. -Sintió que el cuerpo de ella se tensaba-. No saben que estás aquí. Quiero que te metas debajo de la cama y que te quedes ahí en silencio hasta que yo vuelva.

No se movió.

– Hazlo, Graciela.

Ella empezó a moverse, pero McCaleb la detuvo.

– ¿Llevas esprái o algún arma en el bolso?

Graciela negó con la cabeza. McCaleb la empujó hacia el lado de la cama más cercano a la pared y volvió a la puerta.

Al subir en silencio las escaleras, McCaleb vio la corredera entreabierta. Había más luz en el salón que abajo y su visión mejoró. De repente, la luz que entraba por la puerta trazó la silueta de un hombre; parecía reflejarse en la figura. McCaleb no distinguía si el intruso estaba mirándolo o se hallaba de espaldas, vuelto hacia el puerto.

Sabía que el sacacorchos que había usado para abrir el vino de Graciela estaba arriba, en la encimera de la cocina, justo a la derecha de la escalera. Podía llegar a él con facilidad. Sólo tenía que decidir si iba a usarlo contra alguien mejor armado.

Se dijo que no tenía alternativa. Al llegar al último escalón se estiró para agarrar el sacacorchos. El escalón crujió y McCaleb vio que la silueta se tensaba: adiós al factor sorpresa.

– ¡Quieto, cabrón! -gritó mientras agarraba el sacacorchos y se movía hacia la oscura figura.

El intruso corrió hacia la puerta, pasó de costado y utilizó una mano para cerrar tras de sí. McCaleb perdió unos segundos preciosos tratando de abrir y el hombre ya estaba corriendo por el muelle cuando él todavía no había bajado del barco.

Aunque instintivamente sabía que no podría alcanzar al desconocido, saltó al muelle de todos modos y fue tras él lo más deprisa que pudo. El aire frío de la noche le curtía la piel y la madera áspera de las planchas de la dársena le pinchaba los pies descalzos.

Mientras corría por la pasarela inclinada oyó que se encendía el motor de un coche. Abrió la verja de un golpe y corrió hacia el aparcamiento justo cuando un vehículo aceleraba hacia la salida, con los neumáticos rechinando al perder adherencia sobre el frío asfalto. McCaleb lo vio marcharse. Estaba demasiado lejos para leer la matrícula.

– ¡Mierda!

Cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz; una técnica de autohipnosis para tratar de grabar en su memoria el máximo de detalles de lo que acababa de presenciar. Un coche rojo, pequeño, importado, suspensión gastada. Pensó que el automóvil le resultaba familiar, pero no lograba situarlo.

McCaleb se agachó y puso las manos en sus rodillas, al tiempo que sentía una náusea y su corazón parecía acelerar para cambiar de marcha. Se concentró en respirar a fondo y logró disminuir el ritmo de latidos.

Sintió una luz en sus párpados cerrados. Abrió los ojos y miró el haz de una linterna que se aproximaba. Se trataba del guardia de seguridad del puerto deportivo que llegaba en su coche de golf.

– ¿Señor McCaleb? -preguntó la voz desde detrás de la linterna-. ¿Es usted?

Sólo entonces McCaleb cayó en la cuenta de que estaba desnudo.

No faltaba nada ni habían revuelto nada. Al menos McCaleb no lo notó. Nada parecía fuera de lugar. El maletín que había dejado sobre la mesa de navegación contenía todo lo que él recordaba. Encontró el grueso fajo de documentos que había guardado en el armario de la cocina por la mañana donde lo había dejado. McCaleb inspeccionó la puerta corredera y encontró arañazos de un destornillador. También sabía que el ruido se oía con más intensidad en el exterior de la puerta que en el barco. Había tenido suerte. Por algún motivo el ruido u otra cosa lo había despertado.

Ante la atenta mirada del guardia de seguridad, Shel Newbie, McCaleb terminó de revisar todos los cajones y armarios del salón y no echó en falta nada.

– ¿Y abajo? -preguntó Newbie.

– No tuvo tiempo -dijo McCaleb-. Lo oí en cuanto abrió la puerta. Supongo que lo asusté antes de que hiciera lo que había venido a hacer.

McCaleb no mencionó la posibilidad de que el intruso no hubiera venido a robar nada. Pensó en Bolotov de nuevo, pero pronto descartó la idea. La figura que había visto escurrirse de lado por la puerta era demasiado pequeña para ser el ruso.

– ¿Puedo subir? Podría hacer café.

McCaleb se volvió hacia la escalera. Allí estaba Graciela. Cuando había vuelto al camarote para vestirse, le había dicho que sería mejor que se quedara abajo.

– ¿Quiere que llame a la División del Pacífico? -preguntó Newbie.

McCaleb negó con la cabeza.

– Probablemente era un gamberro de los muelles que quería robarme el Loran o la brújula -dijo, aunque evidentemente no lo creía-. No quiero que venga la policía. Estaríamos levantados toda la noche.

– ¿Está seguro?

– Sí, gracias por su ayuda, Shel. Se lo agradezco.

– Lo hago encantado. Entonces, supongo que me voy. Tendré que escribir un informe de incidencia. Por la mañana quizá quieran presentar una denuncia al departamento de policía.

– Sí, está bien. Es sólo que no tengo ganas de que vengan aquí ahora. Esa carrera me ha dejado agotado. Mañana está bien.

– De acuerdo, pues.

Newbie saludó y se marchó. McCaleb esperó unos segundos y luego miró a Graciela, que seguía en la escalera.

– ¿Estás bien?

– Sí, sólo un poco asustada.

– ¿Por qué no vuelves abajo? Yo iré enseguida.

Graciela regresó al camarote. McCaleb cerró la puerta corredera y accionó la cerradura para verificar que aún funcionaba. Funcionaba. Se estiró para bajar del estante de las cañas de pescar el mango de madera del arpón y lo puso en la puerta a modo de cuña para mantenerla cerrada. Para esa noche serviría, pero tendría que replantearse la seguridad de la embarcación.

Cuando hubo terminado con la puerta y se sintió razonablemente confiado en la seguridad, McCaleb se miró los pies descalzos en la moqueta del salón. Por primera vez se dio cuenta de que el suelo estaba húmedo. Entonces recordó que las luces del puerto se habían reflejado en el cuerpo del intruso cuando éste se hallaba junto a la puerta.

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