Iain Banks - La fábrica de avispas

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La fábrica de avispas: краткое содержание, описание и аннотация

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«Hace años que no mato a nadie, y no pienso volver a hacerlo nunca más. Fue solo una mala racha que estaba pasando.»
Esta es la voz de Frank, un adolescente que vive solo con su padre en la costa escocesa. Ha crecido inmerso en un mundo de creación propia como la fábrica de avispas, un artefacto oracular en el cual lee el futuro mediante el sufrimiento y muerte de estos insectos. También ha creado sus propias reglas morales, reglas con las que el asesinato se vuelve lícito, y para el que emplea métodos de lo más sorprendentes: una cometa; una serpiente; un martillo; la ingenuidad de un hermano… Frank sabe que vive en un universo personal que el resto de la humanidad no comparte.
Y a él le gusta así.

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Un operario de la sala de calderas oyó el grito de Eric y se apresuró hasta la sala blandiendo una enorme llave inglesa en la mano; encontró a Eric agazapado en un rincón aullando con todas sus fuerzas hacia el suelo, con la cabeza metida entre las rodillas medio arrodillado, medio tendido en posición fetal sobre las baldosas. La silla en la que se sentaba el niño había sido derribada y tanto la silla como el niño atado a ella —que seguía sonriendo— se encontraban unos metros más allá.

El operario de la sala de calderas sacudió a Eric pero no obtuvo respuesta. Entonces vio al niño atado a la silla y se fue hacia él, tal vez a poner la silla en pie; llegó a medio metro del niño y entonces salió corriendo hacia la puerta, vomitando antes de llegar. Una enfermera de la sala superior encontró a aquel hombre que seguía luchando con sus arcadas en el pasillo cuando bajó para ver a qué se debía aquel escándalo. Eric había dejado de gritar por entonces y se había quedado quieto. El niño seguía sonriendo.

La enfermera enderezó la silla del niño. Si ella pudo contener sus ganas de vomitar, o si se sintió mareada, o si había visto antes algo tan horrible o peor, es algo que no sé, pero la cuestión es que no perdió los nervios, llamó por teléfono para pedir ayuda y sacó a Eric de su rincón, rígido. Lo sentó en una silla, cubrió la cabeza del niño con una toalla y consoló al operario. Había retirado la cuchara del cráneo abierto del niño sonriente. Eric la había metido allí, pensando quizá en ese primer instante de su psicosis que sería mejor recoger lo que había visto.

Unas moscas se habían metido en la sala, probablemente a través del aire acondicionado que se había estropeado días atrás. Se habían introducido por debajo de la placa de acero inoxidable que cubría el cráneo del niño y depositaron allí sus huevos. Lo que Eric vio al levantar aquella placa, lo que pudo contemplar con todo aquel peso de sufrimiento humano que cargaba encima, con todo aquel poderoso despliegue agobiante de la ciudad caldeada y oscura que le rodeaba, lo que vio con su propio cerebro partido en dos, fue un nido de gruesas larvas que se retorcían flotando en sus propios jugos digestivos al tiempo que consumían el cerebro del niño.

De hecho, Eric pareció recuperarse de lo que le ocurrió. Estuvo sedado, pasó un par de semanas en el hospital como paciente y después unos días descansando en su habitación en la residencia de estudiantes. A la semana volvió a sus estudios y asistió a las clases como siempre. Pocas personas sabían lo que le había ocurrido, y se dieron cuenta de que Eric estaba más callado, pero eso fue todo. Mi padre y yo no supimos nada excepto que había faltado unos días a clase debido a una migraña.

Más adelante nos enteramos de que Eric comenzó a beber mucho, a faltar a clases, o a aparecer en clases que no le tocaban, a gritar en pesadillas y a despertar a otra gente de su planta en la residencia, a tomar drogas, a no asistir a exámenes y a clases prácticas… Al final la universidad tuvo que sugerirle que se tomara el resto del año libre porque había faltado a demasiadas clases. Eric se lo tomó mal; cogió todos sus libros, los amontonó en el pasillo al lado de la puerta de su tutor, y les prendió fuego. Tuvo suerte de que no le denunciaran, pero los responsables de la universidad hicieron la vista gorda con respecto al humo y los leves daños en los paneles de madera antigua, y Eric volvió a la isla.

Pero no volvió a mí. No quiso tener nada que ver conmigo y permaneció encerrado en su habitación escuchando sus discos a todo volumen y apenas sin salir, excepto para ir al pueblo, en donde pronto le prohibieron la entrada en los cuatro pubs por empezar peleas y gritar e insultar a la gente. Cuando por fin me prestó atención se quedaba mirándome fijamente con sus enormes ojos, o se tocaba la nariz y me guiñaba un ojo. Ahora sus ojos eran oscuros y tenía enormes ojeras y su nariz parecía haberle crecido mucho. Una vez me agarró y me dio un beso en los labios que verdaderamente me asustó.

Mi padre se fue volviendo tan cerrado como Eric. Se recluyó en una existencia indolente hecha de largos paseos y silencios malhumorados e introspectivos. Comenzó a fumar cigarrillos, llegando por un tiempo a fumarlos en cadena. Durante un mes o algo así la casa se convirtió en un infierno y yo me largaba en cuanto podía, o me quedaba en mi habitación y miraba la tele.

Entonces Eric empezó a asustar a los niños del pueblo, primero arrojándoles gusanos y más tarde metiéndoselos por la camisa cuando volvían del colegio. Cuando Eric empezó a forzar a los niños a comerse puñados de gusanos y de larvas, algunos de los padres vinieron a la isla acompañados de Diggs. Yo me quedé sentado en mi habitación, sudando, mientas se reunían todos en el salón de abajo y los padres le gritaban a mi padre. El médico del pueblo, Diggs y hasta un asistente social llegado de Inverness consiguieron hablar con Eric, pero él no soltó prenda; se quedó sonriendo y mencionando de vez en cuando la cantidad de proteínas que contenían las larvas. Una vez llegó a casa apaleado y sangrando, y mi padre y yo supusimos que algunos de los hermanos mayores de los chicos, o quizá sus propios padres, lo habían agarrado y le habían dado una paliza.

Parece ser que desde hacía dos semanas venían desapareciendo perros del pueblo antes de que algunos niños vieran a Eric rociando una lata de gasolina sobre un pequeño Yorkshire terrier y prendiéndole fuego. Sus padres les creyeron, salieron en busca de Eric y le encontraron haciendo lo mismo con un viejo perro callejero al que había atraído con caramelitos de anís y lo había agarrado. Lo persiguieron por los bosques que hay detrás del pueblo pero lo perdieron de vista.

Diggs volvió a la isla aquella tarde para comunicarnos que venía a detener a Eric por perturbación del orden público. Esperó hasta bastante tarde y solo aceptó un par de los whiskies que mi padre le ofreció, pero Eric no volvió. Diggs se marchó y mi padre se quedó esperándole, pero Eric siguió sin aparecer. No volvió hasta tres días y cinco perros más tarde, ojeroso y sin lavar, oliendo a gasolina y a humo, con las ropas hechas trizas y el rostro sucio y demacrado. Mi padre le oyó entrar muy temprano por la mañana, darle un repaso a la nevera, engullir varias comidas a la vez, y salir pitando a su habitación para meterse en la cama.

Mi padre fue sigilosamente hasta el teléfono y llamó a Diggs. quien llegó antes del desayuno. Pero Eric debió de oír o sospechar algo porque salió por la ventana de su habitación, se descolgó por el desagüe hasta el suelo y se escapó con la bicicleta de Diggs. Pasaron otra semana y dos o tres perros más antes de que lo cogieran sacando gasolina del coche de alguien en mitad de la calle. Le rompieron la mandíbula en el proceso de arrestarlo, y esta vez Eric no se escapó.

Unos meses después dictaminaron que estaba loco. Le hicieron pasar por todo tipo de pruebas, intentó escaparse en innumerables ocasiones, atacó a enfermeros, a asistentes sociales y a médicos, y les amenazó con todo tipo de acciones legales y con asesinatos. Lo fueron trasladando gradualmente a sanatorios de mayor seguridad para pacientes crónicos a medida que aumentaron sus pruebas, sus amenazas y sus peleas. Mi padre y yo oímos que se tranquilizó bastante una vez lo internaron en el hospital que está al sur de Glasgow y que no volvió a intentar fugarse, pero, considerando lo que ha ocurrido, se me ocurre que probablemente estaba tratando, al parecer con éxito, de conseguir que sus guardianes se confiaran.

Y ahora estaba desandando el camino de vuelta para visitarnos.

Recorrí lentamente con los prismáticos el terreno que se extendía frente a mí, de norte a sur, de neblina a neblina, la ciudad y las carreteras y la estación de ferrocarril y los campos y playas, preguntándome si en alguno de aquellos lugares que transitaba mi mirada se encontraría Eric en aquel preciso momento, si ya habría llegado hasta aquí. Sentí que estaba cerca. No sabía por qué, pero había tenido tiempo de sobra y la llamada de la noche anterior había sonado más clara que sus otras llamadas y… simplemente lo sentía. Podría ser que estuviera aquí en este instante, merodeando, esperando a que cayera la noche para avanzar, o emboscado en el monte, o tras las retamas, o agazapado en las hondonadas de las dunas, avanzando hacia la casa, o buscando perros.

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