Siempre he tenido una actitud muy ambivalente en lo que se refiere a una posible desgracia de mi padre, y hoy sigo sintiendo lo mismo. Una muerte es siempre algo emocionante, y siempre hace que te des cuenta de lo vivo que estás, de lo vulnerable que eres y de lo afortunado que has sido hasta el momento; pero la muerte de un pariente te proporciona una buena excusa para volverte un poco loco durante una temporada, para hacer cosas que, en cualquier otra situación serían inexcusables. ¡Qué maravilla poder portarse verdaderamente mal y aún así conseguir que todo el mundo se desviva por ser simpático contigo!
Pero lo echaría de menos, y no sé cual sería mi situación legal en lo que respecta a quedarme a vivir solo en la casa. ¿Heredaría todo su dinero? Eso no estaría mal; podría conseguir mi moto ahora mismo en lugar de tener que seguir esperando. Dios mío, podría hacer tantas cosas que no sé por dónde empezar cuando pienso en ellas. Pero sería un cambio muy drástico, y no creo estar preparado todavía para soportarlo.
Sentía cómo poco a poco me iba deslizando hacia el sueño; comencé a imaginar y a ver toda clase de cosas en el interior de mis ojos: primero formas laberínticas y espacios interminables de colores desconocidos; después edificios fabulosos y naves espaciales y armas y paisajes. Ojalá pudiera recordar mejor mis sueños…
Dos años después de matar a Blyth asesiné a mi hermanito Paul, por razones muy diferentes y más esenciales de las que tuve para acabar con Blyth, y un año después acabé haciendo lo mismo con mi primita Esmerelda, más o menos por capricho.
Esos son mis resultados hasta el momento. Tres. Hace años que no mato a nadie, y no pienso volver a hacerlo nunca más.
Fue solo una mala racha que estaba pasando.
Mis mayores enemigos son las Mujeres y el Mar. Odio ambas cosas. A las Mujeres las odio porque son débiles y estúpidas y viven a la sombra de los hombres y no son nada comparadas con ellos, y al Mar porque siempre me ha frustrado, destruyendo lo que construyo, arrasando lo que he levantado, borrando las marcas que he dejado. Y no estoy seguro de que el Viento esté tampoco libre de culpa.
El Mar es una especie de enemigo mitológico, y yo le ofrezco algo parecido a sacrificios en mi alma, con cierto temor, respetándolo como se merece, pero tratándolo también en cierto modo como a un igual. Lo que hace afecta al mundo, como lo que yo hago; ambos deberíamos ser temidos. Las Mujeres… bueno, en lo que a mí respecta, las mujeres las tiene uno demasiado cerca para estar cómodo. Ni siquiera me gusta que estén en la isla, aun la señora Clamp, que viene cada semana los sábados para limpiar la casa y traemos alimentos. Es vieja y asexuada, como ocurre con los muy viejos o los muy jóvenes, pero sigue siendo una mujer, y tengo mis buenas razones para no perdonárselo.
Me desperté a la mañana siguiente intrigado por saber si mi padre había vuelto o no. Sin molestarme en vestirme me fui directamente a su habitación. Cuando iba a abrir la puerta pude oír sus ronquidos antes de tocar el picaporte, así que me di la vuelta y me dirigí al cuarto de baño.
En el baño, después de hacer un pis, realicé mi diario ritual de lavado. Primero me duché. La ducha es el único momento en las veinticuatro horas del día en que me quito completamente los calzoncillos. Eché los calzoncillos en la bolsa de ropa sucia que hay en el armarito con rejilla. Me duché a conciencia, comenzando por el pelo y acabando entre los dedos de los pies y debajo de las uñas. A veces, cuando tengo que fabricar preciadas sustancias como queso de uñas del dedo gordo del pie o pelusa de ombligo, tengo que pasarme días y días sin ducharme; odio tener que hacerlo porque enseguida me siento sucio y me pica todo el cuerpo, y lo único bueno que sale de tal abstinencia es lo bien que se siente uno cuando finalmente puede ducharse.
Tras darme una ducha y secarme enérgicamente, primero con una toalla de cara y después con una toalla de baño, me corto las uñas. A continuación me lavo los dientes a fondo con mi cepillo eléctrico. Después viene el afeitado. Siempre utilizo espuma de afeitar y lo último en cuchillas (las más avanzadas ahora mismo son las de doble hoja y cabeza basculante) para rasurar, con destreza y precisión, esa pelusilla marrón que me ha crecido el día y la noche anterior. Al igual que ocurre con todas mis abluciones, el afeitado sigue una pauta definida y predeterminada; me doy un mismo número de pasadas, de idéntica extensión y en el mismo orden cada mañana. Como siempre, cada vez que contemplo las superficies meticulosamente tonsuradas de mi cara, siento un creciente cosquilleo de emoción.
Me soné la nariz y me la hurgué hasta dejarla limpia, me lavé las manos, limpié la cuchilla, el cortauñas, la bañera y la ducha, escurrí el trapo de fregar y me peiné. Afortunadamente no tenía ningún grano, así que no me quedaba más que un lavado final de manos y un par de calzoncillos limpios. Coloqué todos mis útiles de limpieza, las toallas, la cuchilla y lo demás, en su lugar preciso, limpié un poco el vaho del espejo que hay en mi armarito del baño, y volví a mi habitación.
Allí me puse los calcetines; ese día tocaban verdes. A continuación una camisa caqui con bolsillos. En invierno me pondría una camiseta debajo y una chupa militar verde encima, pero en verano no. Después venían mis pantalones de pana verde seguidos de mis botas Kickers de color gamuza con las etiquetas arrancadas, como toda la ropa que llevo, pues me niego a servir de anuncio ambulante para nadie. Las demás cosas, mi cazadora de combate, la navaja, las bolsas, el tirachinas y el resto del equipo, me lo llevé directamente a la cocina.
Seguía siendo muy temprano y estaba a punto de caer la lluvia que habían anunciado el día anterior. Tomé mi frugal desayuno y ya estaba preparado.
Salí a la fresca humedad de la mañana y me puse a caminar con paso vivo para mantener el calor y dar la vuelta a la isla antes de que empezara a llover. Las colinas que hay detrás del pueblo estaban ocultas tras las nubes, y el mar se iba encrespando a medida que refrescaba el viento. La hierba estaba cubierta de rocío; gruesas gotas de rocío doblaban las flores cerradas y se aferraban también a mis Postes de Sacrificio, como sangre transparente en las resecas cabezas y en los cuerpos desecados. En un momento dado cruzaron el cielo un par de aviones a reacción, dos Jaguars que pasaron ala con ala a unos cien metros de altura y acelerando, cruzando toda la isla en un abrir y cerrar de ojos en dirección al mar. Les eché una mirada furibunda y seguí mi camino. Dos años antes, un par de aviones como aquellos me hicieron saltar. Llegaron a una altura ilegalmente baja tras unas prácticas de bombardeo en el campo de tiro que hay justamente debajo del estuario, retumbando sobre la isla tan inesperadamente que pegué un salto cuando estaba enfrascado en la delicada operación de conseguir introducir en un frasco una avispa que había en el viejo tronco caído cerca del abandonado corral de ovejas al final de la isla. La avispa me picó.
Aquel día fui al pueblo, me compré un modelo del Jaguar en un kit de modelismo, lo construí aquella misma tarde y, siguiendo un ceremonial, procedí a volarlo en mil pedazos en el techo del Bunker con una pequeña bomba de tubo. Dos semanas después se estrelló un Jaguar en el mar a la altura de Nairn, aunque el piloto pudo salir expulsado a tiempo. Me gusta pensar que ya en aquel tiempo funcionaba el Poder, pero sospecho que solo fue una coincidencia; los aviones de combate a reacción se estrellan con tanta frecuencia que no era nada sorprendente que mi destrucción simbólica y su destrucción real ocurrieran con quince días de diferencia.
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