Michael Connelly - El Vuelo del Ángel

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Las demandas entabladas por el letrado afroamericano Howard Helias contra el Departamento de Policía de los Ángeles, acusándolo de violencia y racismo, lo habían convertido en una celebridad, pero también se había ganado el odio del cuerpo al completo. Su cadáver es hallado en pleno corazón de Los Ángeles dos días antes de que e abra un nuevo y conflictivo proceso. Cuando a Harry Bosch se le asigna la investigación del asesinato sabe de lo delicado del asunto: es muy probable que sean sus compañeros quienes encabecen la lista de sospechosos y es consciente de que cualquier paso en falso podrá desencadenar el caos en la ciudad.

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– Me tiene sin cuidado. Ya veremos si se salen con la suya.

A Bosch también le tenía sin cuidado. Miró de nuevo los cadáveres. A juzgar por el color y el leve hedor que emanaban, dedujo que los dos hombres llevaban muertos varias horas. Se preguntó si Kate Kincaid habría permanecido todo ese tiempo en la casa con los cadáveres o bien habría ido a Brentwood y habría dormido en el lecho de su hija.

Bosch se inclinó por la segunda hipótesis.

– ¿Han fijado ya la hora de la muerte? -preguntó.

– Sí. El forense la sitúa entre las nueve y las doce de anoche. Dijo que la sangre indica que quizá permanecieron vivos durante un par de horas entre el primer disparo y el último. Todo hace suponer que la señora Kincaid deseaba obtener cierta información y ellos se negaron a dársela… al principio.

– Su marido confesó. No sé si Richter también, aunque lo más probable es que la señora Kincaid no se molestara en interrogarle. Pero su marido le contó todo lo que le hizo a Stacey. Y ella lo mató. Los mató a los dos. El hombre que aparece con la niña en las imágenes de la web no era Sam Kincaid. Pide al forense que tome unas fotografías del torso de Richter para que podamos compararlas. Quizá fuera él.

Lindell señaló los dos cadáveres.

– Lo haré. ¿Qué opinas? ¿Que la señora Kincaid los mató y luego fue a acostarse?

– Seguramente no. Creo que pasó la noche en la casa de Brentwood. Me dio la impresión de que alguien había dormido en la cama de la niña. La señora Kincaid tenía que verme y contarme la historia antes de llevar a cabo su plan.

– Su suicidio fue el remate.

– Sí.

– Qué fuerte…

– Vivir con el fantasma de su hija, con los remordimientos por haber dejado que su marido le hiciera lo que le hizo, debió de ser aún más fuerte. El suicidio era más fácil.

– No estoy de acuerdo. No dejo de pensar en Sheehan y de preguntarme qué oscuro tormento le llevó a quitarse la vida.

– Espero que nunca lo descubras. ¿Dónde está mi gente?

– En el despacho. Lo están registrando.

– Si quieres algo me encontrarás allí.

Bosch se dirigió por el pasillo hacia el despacho. Edgar y Rider lo estaban registrando en silencio. Los objetos que querían llevarse a la comisaría estaban amontonados sobre el escritorio. Bosch los saludó con una inclinación de cabeza y ellos hicieron lo propio. La investigación había dado un giro radical. No habría acusados, ni juicio. Ellos mismos tendrían que explicar los hechos. Y todos sabían que los medios se mostrarían escépticos y que la gente quizá no los creyera.

Bosch se acercó al escritorio. Había varios aparatos conectados al ordenador, unas cajas con discos utilizados para almacenar datos, una pequeña videocámara y un aparato de montaje.

– Tenemos mucho material Harry -dijo Rider-. Habríamos atrapado a Kincaid por su implicación en la red de pedófilos. Tiene un zip con todas las imágenes de la web secreta, y esta cámara con la que seguramente filmó los vídeos de Stacey.

Rider, que llevaba puestos unos guantes, alzó la cámara para mostrársela a Bosch.

– Es digital. Grabas una película, conectas la cámara aquí y vuelcas el material. Luego lo almacenas en tu ordenador y lo subes a la red de pedófilos. Todo esto desde la intimidad de tu hogar. Es tan sencillo como…

Rider no terminó la frase. Bosch se volvió para ver qué había distraído a su compañera y descubrió a Irving en la puerta de la habitación. Detrás de él estaban Lindell y el teniente Tulin, el ayudante de Irving. Este entró en el despacho, entregó su gabardina mojada a Tulin y le pidió que esperara en otra habitación de la casa.

– ¿Qué habitación, jefe?

– La que sea.

Cuando Tulin ya hubo salido, Irving cerró la puerta. En el despacho sólo estaban Irving, Lindell y el equipo de Bosch.

Bosch sabía lo que iba a ocurrir. Había llegado el jefe. La investigación pasaría por un ciclo de decisiones y declaraciones públicas en función de los intereses del departamento, no de la verdad. Bosch cruzó los brazos y aguardó.

– Se acabó el registro -dijo Irving-. Recojan lo que hayan encontrado y márchense.

– Pero jefe -protestó Rider-, todavía no hemos registrado toda la casa.

– No importa. Quiero que se lleven los cadáveres, y después que se largue la policía.

– Señor -insistió Rider-, aún no hemos encontrado el arma. La necesitamos para…

– Y no la encontrarán.

Irving avanzó hasta el centro de la estancia. Echó un vistazo en derredor suyo y luego fijó la vista en Bosch.

– Me equivoqué al hacerle caso, detective. Espero que la ciudad no tenga que pagar por ese error.

Bosch no se dio prisa en replicar. Irving lo miró directamente a los ojos.

– Sé lo que piensa sobre esto, jefe…, en términos políticos. Pero debemos continuar el registro de esta casa y de otros lugares relacionados con los Kincaid. Tenemos que hallar el arma para demostrar…

– Ya se lo he dicho, no van a encontrar el arma. Ni aquí ni en ningún sitio relacionado con los Kincaid. Todo esto, detective, es sacar las cosas de quicio, lo cual ya ha costado tres muertes.

Bosch no sabía a qué venía todo aquello, pero por si acaso se puso a la defensiva.

– Yo no lo llamaría sacar las cosas de quicio -dijo señalando el material apilado sobre el escritorio-. Kincaid estaba envuelto en una importante red de pedófilos y nosotros…

– Su misión era resolver el caso de Angels Flight. Es evidente que les he dado demasiada libertad, y éste es el resultado.

– Este asunto está relacionado con Angels Flight. Por eso tenemos que hallar el arma. Así podremos relacionar…

– ¡Ya tenemos el arma, joder! ¡La encontramos hace veinticuatro horas! ¡También teníamos al asesino! Digo que lo teníamos porque lo dejamos escapar y ya no podemos atraparlo.

Bosch miró sorprendido a Irving, que tenía el rostro congestionado de rabia.

– Hace menos de una hora completaron el análisis de balística -dijo Irving-. Las tres balas extraídas del cadáver de Howard Elias eran idénticas a las disparadas en el laboratorio de armas de fuego con la Smith and Wesson de nueve milímetros del detective Francis Sheehan. El detective Sheehan mató a esas personas en el funicular. Y punto. Algunos de nosotros creíamos en esa posibilidad pero nos dejamos convencer por usted, detective Bosch. Ahora esa posibilidad es un hecho, pero el detective Sheehan ya no está.

Bosch estaba tan estupefacto que no podía articular palabra.

– Esto lo hace por el viejo -consiguió decir al cabo de unos instantes-. Por Kincaid. Usted prefiere…

Rider agarró a Bosch del brazo para impedir que se suicidara profesionalmente. Pero Bosch se soltó y señaló la sala de estar, donde se hallaban los cadáveres.

– … traicionar a uno de los suyos con tal de proteger a esa gente. ¿Cómo ha sido capaz de hacerlo? ¿Cómo ha podido hacer ese trato con ellos? ¿No le remuerde la conciencia?

– ¡Se equivoca! -gritó Irving. Luego, más calmado, repitió-: Se equivoca, y yo podría hundirlo por lo que acaba de decir.

Bosch guardó silencio pero sostuvo la mirada del subdirector.

– La ciudad demanda justicia para Howard Elias -dijo Irving-. Y también para la mujer que murió asesinada en Angels Flight. Usted les ha privado de ese derecho, detective. Permitió que Sheehan se nos escapara. Arrebató a la gente de Los Ángeles el derecho a que se haga justicia, y no se lo van a agradecer. ¡Todos vamos a pagar las consecuencias!

33

El plan consistía en celebrar la rueda de prensa cuanto antes, mientras seguía lloviendo, y aprovechar la circunstancia para mantener a la multitud -una multitud enfurecida- fuera de las calles. El equipo investigador fue reunido junto a la pared del fondo de la sala. El jefe de la policía y Gilbert Spencer, del FBI, presidirían la rueda de prensa y responderían a todas las preguntas. Era el procedimiento habitual en una situación tan delicada como aquélla. El jefe de la policía y Spencer sabían poco más que lo que decía el comunicado. Por tanto, podían responder fácilmente a preguntas sobre los pormenores de la investigación con comentarios como «no estoy informado del tema» o «que yo sepa no».

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