Michael Connelly - El Vuelo del Ángel

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Las demandas entabladas por el letrado afroamericano Howard Helias contra el Departamento de Policía de los Ángeles, acusándolo de violencia y racismo, lo habían convertido en una celebridad, pero también se había ganado el odio del cuerpo al completo. Su cadáver es hallado en pleno corazón de Los Ángeles dos días antes de que e abra un nuevo y conflictivo proceso. Cuando a Harry Bosch se le asigna la investigación del asesinato sabe de lo delicado del asunto: es muy probable que sean sus compañeros quienes encabecen la lista de sospechosos y es consciente de que cualquier paso en falso podrá desencadenar el caos en la ciudad.

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En ese preciso momento sonó el busca de Bosch. No era una llamada de su casa, como le hubiera gustado. Era el número personal de Grace Billets. La teniente probablemente quería averiguar qué ocurría. Si Irving se había mostrado por teléfono con ella tan circunspecto como con Bosch, la teniente aún debía de estar en la inopia.

– ¿Es importante? -inquirió Garwood.

– Ya llamaré más tarde. ¿Quiere que hablemos aquí o en el funicular?

– En primer lugar deje que le explique lo que hemos averiguado. Luego puede hacer lo que guste.

Garwood metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un paquete de Marlboro y empezó a abrirlo.

– ¿No me había pedido un cigarrillo? -preguntó Bosch.

– Sí. Éste es mi paquete de emergencia.

Bosch miró un tanto perplejo a Garwood mientras éste encendía un cigarrillo y luego le ofrecía el paquete de tabaco.

Harry rehusó el ofrecimiento y metió las manos en los bolsillos para evitar tentaciones.

– ¿Le molesta que fume? -preguntó Garwood, sonriendo socarronamente.

– En absoluto, capitán. Tengo los pulmones negros como el carbón. Pero mis compañeros…

Rider y Edgar hicieron un gesto con la mano para indicar que no les molestaba el humo. Parecían tan impacientes como Bosch por llegar al fondo de la historia.

– Bien -dijo Garwood-. Esto es lo que sabemos. Es el último parte de la noche. Un hombre llamado Elwood… ¿Elwood…? Un momento.

Garwood sacó un pequeño bloc de notas del bolsillo donde había vuelto a guardar el paquete de tabaco y miró lo que había escrito en la primera hoja.

– Eldrige, sí, Eldrige. Eldrige Peete. El encargado del funicular. Sólo necesitan a una persona, todo está controlado por ordenador. El hombre se disponía a cerrar el funicular hasta el día siguiente. Las noches de los viernes, el último recorrido es a las once. Eran las once en punto. Antes de hacer que descienda el coche que está arriba, Eldrige sale y cierra la puerta. Luego regresa aquí, da las instrucciones al ordenador y hace descender el coche.

Garwood consultó de nuevo su bloc de notas.

– Esos artilugios tienen nombre. El coche que mandó para abajo se llama Sinaí y el que hizo subir se llama Olivos . Son nombres de montes que figuran en la Biblia. Cuando Olivos llegó aquí, a Eldrige le dio la impresión de que el coche estaba vacío. De modo que salió para cerrarlo, porque luego tiene que ponerlos nuevamente en marcha y el ordenador hace que se detengan uno junto al otro a mitad del carril.

Bosch miró a Rider e hizo un gesto como si escribiera en la palma de su mano. La detective asintió, sacó un bloc y un bolígrafo de su voluminoso bolso y empezó a tomar notas.

– Cuando Elwood, quiero decir Eldrige, salió para cerrar el coche, se encontró a los dos cadáveres dentro. Entonces regresó aquí y llamó a la policía. ¿Me siguen?

– Sí. ¿Qué pasó a continuación?

Bosch pensaba en las preguntas que tendría que formular a Garwood y probablemente a Peete.

– Nuestros hombres sustituyen temporalmente a los de la División Central, de modo que cuando me llamaron envié a cuatro agentes para que investigaran la escena del crimen.

– ¿No registraron los cadáveres para comprobar su identidad?

– No enseguida. De todos modos, no llevaban ningún documento de identidad. Mis hombres siguieron las normas al pie de la letra. Hablaron con ese tal Eldrige Peete, bajaron la escalera del funicular en busca de casquillos de bala y esperaron a que llegara el equipo forense. La cartera y el reloj del tipo asesinado habían desaparecido, al igual que su maletín, suponiendo que lo llevara. No obstante, consiguieron identificarlo gracias a una carta que el muerto tenía en el bolsillo. Dirigida a Howard Elias. Cuando conocieron su identidad, mis hombres examinaron el cadáver y verificaron que se trataba de Elias. Luego, como es lógico, me llamaron a mí, yo llamé a Irving, él se puso en contacto con el jefe de la policía y decidimos llamarle a usted.

Garwood había pronunciado la última parte de la frase como si él hubiera participado en la decisión de llamar a Bosch. Al mirar a través de la ventana, Harry vio que aún había muchos detectives pululando por el lugar.

– Yo diría que esos hombres hicieron alguna llamada más, capitán -comentó Bosch.

Garwood se volvió para mirar por la ventana, como si no se le hubiera ocurrido que no era habitual ver a quince detectives en el lugar de un crimen.

– Supongo que sí -respondió.

– Bien, ¿qué más? -inquirió Bosch-. ¿Qué más hicieron antes de descubrir quién era el muerto y retirarse del caso?

– Hablaron con Eldrige Peete, como ya le he dicho, y examinaron la zona alrededor de los coches. De arriba abajo. Ellos…

– ¿Encontraron algún casquillo?

– No. El asesino es cuidadoso. Recogió todos los casquillos. Pero sabemos que utilizó un arma del nueve.

– ¿Cómo lo averiguaron?

– Por la segunda víctima, la mujer. El disparo la atravesó. La bala impactó en el marco de acero de la ventanilla situada detrás de ella, se aplastó y cayó al suelo. Está muy deteriorada para hacer comparaciones, pero todo indica que es una pistola del nueve. Hoffman dijo que seguramente se trata de un arma federal, pero tendrá usted que esperar al análisis de balística para saberlo con certeza. Suponiendo que llegue hasta allí.

Perfecto, pensó Bosch. El nueve era el calibre del arma de la policía. Y el hecho de que el asesino recogiera los casquillos era muy revelador. Nada frecuente.

– Según mis hombres -continuó Garwood-, Elias fue asesinado poco después de llegar allí. El tipo se acercó y le disparó primero en el culo.

– ¿En el culo? -preguntó Edgar.

– Así es. El primer disparo le alcanzó en el culo. Elias se disponía a subir al funicular, de modo que estaba a pocos pasos de la acera. El tipo se acercó por detrás y le metió el primer balazo en el culo.

– ¿Y luego? -preguntó Bosch.

– Creemos que Elias cayó al suelo y se volvió para mirar a su agresor. Alzó las manos, pero el tipo volvió a dispararle. La bala le atravesó una mano y le dio en la cara, entre los ojos. Esa es probablemente la causa de la muerte, el disparo en el rostro. Elias cae de nuevo, boca abajo. El tipo se sube en el funicular y le dispara otro tiro en la nuca, a bocajarro. Luego levanta la vista y ve a la mujer, en la que seguramente no había reparado. Le dispara a una distancia de cuatro metros aproximadamente. La bala le atraviesa el pecho. La mujer muere en el acto. No hay testigos. El tipo le quita la cartera y el reloj a Elias, recoge los casquillos y se larga. Al cabo de unos minutos, Peete hace subir el coche y encuentra los cadáveres. Ahora ya saben lo mismo que nosotros.

Bosch y sus compañeros guardaron silencio durante un buen rato. El escenario que había descrito Garwood no acababa de convencer a Bosch, pero no conocía aún suficientes pormenores sobre el crimen para cuestionar el informe del capitán.

– ¿El robo parecía auténtico? -preguntó por fin Bosch.

– A mí me lo pareció. Sé que la gente del sur no querrá darse por enterada, pero es la realidad.

Rider y Edgar permanecían callados como estatuas.

– ¿Y la mujer? -preguntó Bosch-. ¿El asesino le robó algo?

– Parece que no. Yo creo que el asesino no pretendía subir al funicular. En cualquier caso, el blanco era el abogado vestido con un traje de mil dólares.

– ¿Peete oyó algún disparo o algún grito?

– Dice que no. Me contó que el generador de electricidad está instalado bajo tierra, justamente aquí, y que como emite todo el día un ruido parecido al de un ascensor, él se pone tapones en los oídos. No oyó nada.

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