– Entiendo -dijo Susana.
– En fin. Vamos viviendo, y vamos aprendiendo.
– Escuche… -dijo Susana-, si va a contarnos ciertas cosas, ¿no es mejor que los niños se instalen en alguna parte?
– A eso vamos, precisamente -dijo Abraham.
Adentrarse en aquel submundo de tinieblas fue aún peor que vislumbrarlo desde el umbral de la entrada. En ocasiones, parecía que se internaban en alguna estridente atracción de feria, como el túnel fantasma o la casa de los horrores. Olía a orines, a flatulencias y a miasmas, y por debajo de esos olores se disfrazaban otros aún peores: el de la enfermedad y la desesperación. Ojos anónimos les miraban con más temor que curiosidad desde los pequeños compartimentos que tenían asignados, y tras uno de los recodos encontraron a una anciana arrodillada que lloraba, postrada en el suelo con los brazos extendidos.
Isabel quiso atenderla, pero Abraham la retuvo por el brazo.
– Es Luisa -explicó en voz baja-. Perdió a toda su familia a orillas del Darro, cuando intentaban cruzar. Una tragedia terrible: lo vio todo. El río se tiñó de sangre y permaneció así hasta que lo perdimos de vista. Nunca lo ha aceptado… es como si, en su cabeza, todo hubiera sucedido ayer. Ahora no puedes verle la cara, pero ha perdido las córneas de tanta lágrima.
– Dios mío… -dijo Isabel, llevándose la mano al pecho-. ¿No se puede hacer nada?
– Le dimos tranquilizantes los primeros días, hasta que se acabaron -explicó Abraham encogiéndose de hombros-. Luego le dimos Valium, y también se agotaron. Ahora no tenemos nada que darle.
– Pero… esa mujer…
– Te entiendo. Crees que necesita apoyo, que puedes darle calor. Creo que de las doscientas personas que somos en el campamento, más de la mitad lo ha intentado. Pero cada vez que alguien se dirige a ella, empieza a chillar. Creo que sigue viendo zombis . Los ve en todos nosotros. A menudo me pregunto si no tiene razón…
– ¿Qué quiere decir? -quiso saber Susana.
– Pues que los muertos vivientes no son los zombis -reflexionó Abraham-. Somos nosotros.
Se produjo entonces un silencio incómodo, mientras las miradas se iban apartando poco a poco de aquella mujer, tirada en el suelo como un despojo. Finalmente, Abraham continuó el camino, cabizbajo, y uno a uno fueron rodeando a la anciana para seguirle en silencio, sintiéndose impotentes y tristes al mismo tiempo.
Llegaron a un extremo de una sala espaciosa donde aún había espacio libre. Una serie de catres inmundos estaban apilados contra la pared, cuajados de manchas oscuras y combados por el uso.
– Esto es lo mejor que podemos ofrecerles -señaló Abraham-. Todas las habitaciones están ocupadas. Treinta y seis habitaciones para cientos de personas no dan para mucho. Tendrán que buscar un hueco. Podrían quedarse aquí, pero no lo recomiendo. Entra un frío de mil demonios desde ese lado y la corriente puede congelarles los huesos durante la noche. A menos que me digan que han traído medicinas en alguna parte, no creo que quieran pasar por una gripe con complicaciones de pulmón. La gente… hemos tenido personas que han muerto de eso.
Isabel palideció. Miraba los colchones como si fueran una excrecencia hedionda de algún animal, y estaba verdaderamente mareada por el aire de aquellas estancias colmadas de miseria humana. Los ojos se le llenaron de lágrimas recordando la habitación en la que había compartido tantas noches de amor con Moses, y aunque era pequeña y en su momento les pareció insuficiente, al lado de aquello se le antojaba la suite presidencial del hotel Ritz. De repente pensaba que no se veía con fuerzas para pasar por aquello. Dormir con un montón de gente desconocida que les miraba con el recelo de un perro maltratado en unos colchones comidos por la mugre la superaba. Tuvo que llevarse una mano a la boca para ahogar el llanto.
– No se preocupen… -se apresuró a añadir Abraham cuando reparó en Isabel-. Les buscaré tanta ropa de abrigo como sea posible. Estoy seguro de que localizaré mantas suficientes para todos.
– Uf… -dijo José, dejándose caer al suelo.
– Esto es la hostia… -añadió Sombra, que aunque hasta el momento no había abierto la boca, empezaba a pensar que toda esa nueva situación era demasiado para él.
Algo en su olfato de superviviente nato le decía además que las peores noticias estaban por llegar, y sin ser consciente del hecho, se pasó las palmas de las manos por la pernera de los pantalones, como si quisiera librarse de algún rastro invisible de suciedad.
El desánimo se apoderó de todos. Sólo Jukkar parecía mirarlo todo con cierta indiferencia, como si estuviera viendo una exposición de fotografías que no le comunicaban nada.
– Bueno… a ver… tengamos calma -pidió Moses-. Tendremos que acostumbrarnos…
– ¿Acostumbrarnos? -preguntó José con una mueca, sintiendo un escalofrío debido a la corriente de aire que circulaba por el ala-. Joder…
– No sé de dónde vienen… -dijo Abraham, estudiando las reacciones del grupo-, pero entiendo que esto sea un shock para ustedes… En cuanto a la gente, no se lo tengan en cuenta. La mayoría son personas de gran calidad humana, una vez se los conoce. Muchos se presentarán en los próximos días.
– Entiendo a estas personas… -comentó Moses, intentando reconfortar a Isabel pasándole un brazo por encima-. Y no es lo que más me preocupa ahora mismo, pero… es bastante duro, se lo aseguro…
– Lo sé. Nos hemos degradado mucho en muy poco tiempo. Al principio no era así. Había abundancia de alimentos y teníamos ganas de organizar las cosas. Había cierta sensación de esperanza porque sentíamos que nos encontrábamos en el mejor lugar del mundo en que podíamos estar a salvo. Pero la mayoría de los jóvenes y los hombres fuertes no vinieron a refugiarse aquí, intentaron huir de la ciudad e irse a otros lugares cuando la cosa empezó a desmadrarse y las calles se llenaron de muertos. No sé cómo ocurrió en Málaga, pero aquí fue una progresión geométrica… todo ocurrió demasiado rápido. Demasiado… Así que nuestra población ya estaba compuesta sobre todo por personas mayores cuando los militares que quedaban eligieron la Alhambra como base de operaciones y reajuste. Qué contentos estábamos cuando los vimos llegar con todos aquellos helicópteros. Eran tantos hombres… parecía que la cosa estaba hecha.
– ¿Y qué ocurrió? ¿Se les ha acabado la comida? -preguntó José.
Sombra dejó escapar un bufido.
– No teníamos mucha, para empezar. Los militares llegaron también por la cuesta del Rey Chico con bastantes camiones cargados de alimentos, y desde luego parecía que sería suficiente. Pero después de algunas escaramuzas fallidas, empezaron a cortarnos las raciones.
– ¿Escaramuzas fallidas? -quiso saber Moses.
– La ciudad está atestada de comida, eso lo sabemos todos. Debe de haber centenares de supermercados y grandes superficies, almacenes, tiendas y hogares abarrotados de alimentos que aún hoy deben de estar en buen estado. En las primeras semanas todavía había interés por rescatar a la población civil que quedaba en la ciudad y alcanzar estos objetivos prioritarios. Quiero decir… no sé si habrán vivido algo semejante, pero cuando caía la noche y llegaba el silencio, el viento traía los gritos de la gente que todavía aguantaba, y que acababa cayendo en las garras de los muertos.
– Perdonad… -interrumpió Isabel, con los ojos acuosos abiertos de par en par-. Creo que voy a llevarme a los niños a que jueguen fuera.
– Ésa es una buena idea -opinó José.
– Pero… yo quiero quedarme -pidió Gabriel.
Moses se agachó para que sus ojos quedaran a la altura de los del muchacho.
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