Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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¿Cuántas balas le quedarían? No le importaba. En el mismo instante en que la pistola hiciera su último clic, se lanzaría sobre quien fuese como una alimaña rabiosa. Estaba bien seguro de sus nuevas capacidades físicas.

– ¡AYUDADME! -gritó entonces Romero-. ¡AQUÍ, SOCORRO!

Grita, pensó Isidro, tráelos aquí. ¿No lo sabes? Maldito es el hombre que confía en el hombre, ¡y maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor!

– ¡Por aquí! -dijo alguien.

– ¡Oh, Dios!

Acababan de descubrir a su compañero, que aún continuaba de rodillas, intentando decir algo; cada vez que lo intentaba, su boca escupía sangre como un macabro volcán. Casi por inercia, el soldado se acercó para asistirlo, pero en el último momento se paralizó, comprendiendo a lo que se había expuesto. Sus ojos se abrieron como platos. Isidro aprovechó ese instante fugaz para disparar cuatro veces. Una de las balas le atravesó el cráneo limpiamente, y el soldado cayó hacia un lado como si le hubiera derribado un huracán.

– ¡JOSELE! -gritó alguien.

Isidro frunció el ceño. Había algo fuera de lugar, aunque aún no había podido determinar qué. Seguía apuntando a la puerta, sin que el brazo diera ningún síntoma de estar cansado (tal era la fortaleza que el Señor le infundía) y se concentraba en el punto de mira. Pero en su mente comenzaba a flotar una inquietud.

Si supiera de qué se trataba…

Y entonces cayó en la cuenta.

Ninguno de aquellos hombres vestidos con uniformes de soldado llevaba armas. Ninguno de los tres.

Había mantenido a su presa sobre él en previsión de una ráfaga de disparos. Sabía que el Señor le había concedido el preciado don de la inmortalidad, pero la última vez que le dispararon necesitó un tiempo para recuperarse, aunque cuánto exactamente, no lo sabía. Sin embargo, quizá movido por el incesante soniquete del corazón de Romero, consideraba que era hora de abandonar su agujero. Adelantarse a sus presas para darles caza; al menos, mientras aún estaban desorientados y desorganizados, llamándose unos a otros en las habitaciones y pasillos de aquel lugar deleznable, con las voces contagiadas de un miedo más que evidente.

Entonces liberó a Romero y se incorporó, delgado y esperpéntico. El labio superior era apenas un pellejo reseco que recubría los dientes, y sus ojos enloquecidos eran dos puntos blancos en mitad de las penumbras.

– ¡AQUÍ! -llamó alguien a lo lejos.

Romero gimió, resoplando, con el brazo colgando a un lado. Isidro, dedicándole apenas una breve mirada, puso el pie en su cuello y empezó a apretar. Romero hizo un intento por toser, escupiendo una lluvia de saliva. Agarró el zapato inmundo con la mano sana e hizo un último esfuerzo por apartarlo, pero descubrió que era inútil. La traquea crujió, mientras el sacerdote seguía atento al único acceso a la habitación. El aire empezó a ser insuficiente, y el rostro de Romero empezó a adquirir un tono amoratado.

Después, con un gesto de desdén, el padre Isidro levantó el pie y lo dejó caer con toda la fuerza de la que fue capaz. El cuello se quebró como una rama seca. Romero se sacudió por última vez, y sus extremidades saltaron por el aire y golpearon el suelo al unísono, en un estertor final. Entonces el sacerdote se lanzó fuera, moviéndose de una forma tan silenciosa como innatural.

Uno a uno, los seis soldados fueron cayendo bajo el ansia frenética y violenta del Ángel Exterminador. Cuando acabó con los dos primeros se le terminaron las balas definitivamente, pero se limitó a dejar caer el arma al suelo y continuar. Inexorable, terrible y despiadado, se movió como un depredador brutal y salvaje, aprovechando las sombras y escuchando, anticipándose a los movimientos de los soldados. Aquellos hombres, algunos con muchos años de experiencia a la espalda, habían salido victoriosos en más de una docena de escaramuzas contra los muertos vivientes; eran fuertes y valientes, y muchos estaban entrenados en técnicas de cuerpo a cuerpo. Sin embargo, no tuvieron ninguna oportunidad contra Isidro. El monstruoso sacerdote era cruel, era rápido y se movía con la convicción de que hacía lo que hacía porque Dios le había señalado, y eso le imprimía una determinación sobrenatural. Los hombres que una vez estuvieron a las órdenes de Romero estaban destruidos psicológicamente. Aquella misma mañana se contaban por cientos, y ahora eran apenas unos pocos, desarmados y asustados. Cuando la sombra oscura que era Isidro se abalanzaba sobre ellos emboscándolos en los rincones o desde detrás de algún mueble, la contienda se resolvía enseguida. Isidro mordía, empujaba, desgarraba, y en medio de aquella barbarie en el marco incomparable de una Alhambra que una vez inspiró a tantos artistas, poetas y escritores, la base Orestes quedó definitivamente aniquilada.

29.

EL CÍRCULO SE CIERRA

Dozer saltaba sobre su asiento, lamentando no haberse puesto el doble cinturón de seguridad. Éste se ajustaba sobre el cuerpo como el de los aviones, con el cierre en el pecho, y estaba aprendiendo por las malas que resultaba del todo imprescindible. Víctor, más pequeño y delgado, brincaba como una palomita en una sartén, dándose golpes contra los laterales. Se aferraba como podía al asiento y movía los brazos hacia el salpicadero cuando se precipitaba contra él.

Lentamente, recuperó el control del vehículo y éste empezó a avanzar con un ruido ronco y desagradable. Y entonces, sólo entonces, Dozer empezó a recuperar la calma.

Lanzó una honda exhalación y se arrellanó en el asiento.

Víctor todavía respiraba con dificultad. Miraba por el espejo retrovisor y hacia atrás a cada segundo.

– Oye -dijo Dozer-, ¿estás bien?

Víctor le devolvió la mirada con una expresión de consternación, como si acabara de proponerle un intercambio sexual. Pero, de todas maneras, sacudió la cabeza afirmativamente.

– Nos seguirán… -dijo Dozer.

– Puede que sí. O tal vez no. Ya nos preocuparemos si eso ocurre. Por ahora, no veo nada…

Y era cierto. La nave industrial donde habían estado atrapados se alejaba lentamente, desapareciendo entre el polvo que el Roña Muñinator dejaba tras de sí. Y vaya vehículo era ése. A través de la vibración del volante se podía intuir la desmesurada potencia que podía desarrollar. Sólo el motor entregaba más de mil caballos gracias a una modificación realizada en el bloque de cilindros (hecho de una sola pieza de aluminio) y a unas tomas de aire laterales que favorecían la entrada de aire en los radiadores.

– Sospecho que este trasto puede dejarlos muy atrás, si nos empeñamos. Y sospecho además que ellos lo saben.

Víctor miraba ahora alrededor, como si se fijara en los detalles por primera vez. El salpicadero también parecía casero, al menos en parte. Allí donde se habían hecho ajustes y parches había manchas de fibra de vidrio, todavía sin pintar, y dispuestas en hilera había estampitas de diferentes santos. Del espejo retrovisor colgaba una cadenita con una cruz que se sacudía como si fuese a caer en cualquier momento.

– Dios mío… -dijo al fin, y echó la cabeza hacia atrás.

Seguía agarrado al asiento como si estuviese a punto de ser eyectado. Dozer condujo durante unos minutos, sin que ninguno de los dos dijera nada. No reconocía el entorno, sólo viajaba a través de una especie de sembrado, buscando alguna carretera que le ayudase a reencontrar el camino; alguna población o cartel. Después de un rato, empezó a sentirse a salvo de nuevo.

– Ya está… -dijo entonces-. ¡Se ha acabado!

– Hijos de puta…

– Lo sé.

– ¡Hijos de puta!

Dozer asintió. Ante ellos empezaba a distinguirse la carretera principal. Se preguntó dónde estarían, y cuánto los habrían desviado de su ruta. Habría estado tan cerca ya… si no lo hubiesen detenido con aquella estúpida trampa para conejos, habría llegado a Granada aquella misma noche. Y ahora, ¿qué hora era? No lo sabía con certeza, pero por la posición del sol debía de ser un poco más del mediodía. Las tres, puede que algo más tarde.

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