Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Romero pestañeó, escuchando su propia respiración en primer plano, cálida y pesada. El aire estaba viciado y al expulsarlo, sus pulmones emitían un pitido agudo y sibilante.

Y en mitad de esa experiencia de percepción extrasensorial, Romero comprendió. Había perdido.

Detrás de una de las columnas del patio, uno de sus hombres se mecía, aferrado a su arma como si acunara a un bebé. Incluso con el casco cubriéndole los ojos, sabía que estaba llorando, presa de un ataque de pánico. En el otro extremo, un soldado golpeaba con la culata la cabeza de un muerto viviente, incapaz de encontrar una sola bala en sus cargadores.

La sala de munición había volado, y el exterior era impracticable no sólo por los zombis , sino por el humo tóxico de los vapores que se habían liberado. Por consiguiente, resultaba imposible acceder al segundo almacén de armas y munición. Paradójicamente, tenían máscaras con filtros especiales (parte del equipo de la divisiones UME con las que había parcheado a sus hombres), pero estaban también en ese depósito auxiliar. No sabía quién era su enemigo, sólo su sello o marca de guerra.

Trauma. Trauma. Trauma .

Habían perdido uno de los helicópteros y el otro quedaba ya inalcanzable. A esas alturas, estaría rodeado por una legión de muertos vivientes. Y por añadidura no tenía ni idea de cuál era el paradero de Aranda, que era su objetivo primordial. Por lo que sabía, podía estar camino de Almería en uno de sus camiones, o estar escondido en una de las muchas galerías que se rumoreaba que estaban ocultas bajo la Alhambra. En cualquier caso, ya poco importaba.

Apretó los dientes, con una pequeña sonrisa apenas esbozada en su rostro bañado en sudor. Luego cerró los ojos unos breves instantes.

Se dirigió entonces a la sala de radio, para informar a sus superiores antes de que la electricidad fallase. Si él estuviera al mando del grupo de insurrectos, ése sería el siguiente paso lógico, el mazazo definitivo en el clavo que cierra la tapa del ataúd. No quería ni imaginar la presión psicológica a la que se verían sometidos sus hombres al tener que luchar en la oscuridad, cegados por los fogonazos de los rifles y en clara desventaja numérica. Quizá la batalla estuviera perdida, pero no la guerra. Todavía podía controlar la situación, si jugaba bien las pocas cartas que le quedaban. Si en el norte reaccionaban a tiempo, en unas horas podría tener refuerzos en la base: unos cuantos helicópteros cargados de hombres fieles y munición abundante que pudieran recuperar el perímetro.

Después buscarían a Aranda.

Cuando llegó a la sala de radio, le saludó el vacío: no había ningún operador en su puesto. No le extrañó, pese a que las órdenes siempre habían indicado que la radio debía estar atendida en todo momento. Tampoco importaba: había visto a sus hombres hacer las mismas operaciones varias veces y se sentía completamente capaz. Se sentó en su sitio y empezó a operar el aparato.

Después de enviar su mensaje y estar un rato a la escucha, empezó a inquietarse: no llegaba ningún tipo de respuesta. Revisó la frecuencia y todos los otros parámetros y realizó nuevas tentativas, pero el aparato continuaba mudo. ¿Y si había algún interruptor cuya existencia desconocía?, ¿y si no se había fijado bien? En una explosión de rabia, descargó un puño sobre la mesa y una pequeña taza con restos de algo que parecía café saltó unos milímetros en el aire. Luego, se mesó los cabellos con ambas manos y volvió a intentar toda la operación desde el principio, esta vez con infinito cuidado, como si accionando los controles lentamente fuese a conseguir que la comunicación fluyese.

– La lentitud da precisión -dijo a la sala vacía, en un intento de recobrar la serenidad-. La precisión, rapidez.

Tres minutos más tarde, todavía sin noticias, el teniente Romero revisaba las conexiones, los cables, la posición de la antena y, por último, las frecuencias de emergencia que conocía. Nada funcionó.

Cuando estaba a punto de rendirse, una voz brotó por los altavoces externos.

– ¿Orestes?, ¿me oyen? Adelante, Orestes.

Romero saltó sobre la silla y cogió el micrófono.

– Aquí Orestes, ¿me recibe? -preguntó, visiblemente exaltado.

– Le recibo, Orestes… Identificación… A29.

Romero sacó su propio libro de claves del bolsillo de la camisa: una pequeña libreta negra donde tenía apuntados varias decenas de códigos. Era la única manera de garantizar que las personas al otro lado del aparato eran quienes decían ser, ya que de todos los sistemas de comunicación posibles, el de la radio era el menos seguro. Nunca repetían ningún código.

– Delta Juliet Sierra Víctor Papa Quebec Quebec Lima -contestó Romero.

– Orestes, es una alegría oírles. ¡Llevamos dos días intentando contactar con ustedes!

Romero pestañeó, y una palabra se formó en su mente, escrita con caracteres temblorosos y sangrientos: TRAUMA, exactamente igual a la que había visto en la pared del área. Nadie le había informado sobre ningún intento de comunicación, aunque estaba claro a qué se debía. Una vez más, sus dientes chirriaron al percibir la magnitud del problema, aunque de nuevo, tanto daba. Era obvio que los rebeldes seguían camuflados entre sus hombres, tejiendo traicioneras telarañas que saltaban a la cara en el último momento. ¡Qué ciego había estado! De pronto, tuvo la tentación de darse la vuelta, temiendo encontrar el cañón de una pistola apuntando a su sien, pero luego sacudió la cabeza y agarró el micrófono con ambas manos.

– Póngame con el oficial al mando, ¡es muy urgente! -dijo al fin.

Una pequeña pausa.

– Creo que yo soy el oficial al mando, Orestes…

Romero frunció el entrecejo.

– ¿Con quién hablo? -preguntó.

– Soy el sargento Iván.

Romero tragó saliva, aunque tenía la boca seca y la garganta hizo un esfuerzo por tragar en vacío.

– Soy el teniente Romero. ¿Dónde están sus superiores?

– Teniente, creo que a estas alturas… deben estar muertos.

Los ataques de pánico, por lo general, no suelen durar mucho, pero son tan intensos que la persona afectada los percibe como muy prolongados. Para Romero, el instante duró una eternidad. El pecho se entregó a una especie de montaña rusa y la sensación de ahogo fue a más, brotando de una pequeña palpitación en la zona del corazón hasta el cuello. Luego la visión se nubló, para terminar enfocándose de nuevo como una película antigua.

– ¿Teniente?, ¿me recibe? -preguntó el sargento.

– Tengo una situación de emergencia aquí -logró decir Romero-. Necesito apoyo inmediato. -Y como para reforzar su comentario, el grito de uno de sus hombres resonó a través del corredor desde el patio.

Pero el sargento no contestó enseguida.

– Mierda -exclamó-. Eso iba a pedirle yo a usted… -Su voz estaba cargada de pesadumbre.

– ¿Qué está diciendo? -graznó Romero.

– Teniente, todo está perdido.

– ¿Qué está perdido?

– Todo. Hemos perdido la guerra.

– ¿Contra los muertos?, ¿han sido esas cosas?

– Contra los vivos, teniente. Hemos perdido casi todos nuestros efectivos. Esperamos la ocupación final en dos o tres días.

– ¿De qué está hablando? -exclamó Romero, confuso. Sudaba copiosamente.

– De los hombres del general Edgardo Guerrero -hizo una pausa y añadió-. ¿No lo sabe? Teniente, ¿está enterado de nuestra situación?

A Romero le sonaba el nombre. Edgardo Guerrero. Había oído hablar de ese general en alguna ocasión, pero el dato flotaba en su memoria como si fuese un eco de antaño, quizá de la época anterior a la Pandemia Zombi.

– Nos sesgamos en dos facciones -continuó diciendo el sargento-. Intereses políticos, entre otras cosas… Hemos estado enfrentados en las últimas semanas.

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