Javier Marías - Tu rostro mañana - 2 Baile y sueño

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Tu rostro mañana: 2 Baile y sueño: краткое содержание, описание и аннотация

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«Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera… Ojalá nadie se nos acercara a decirnos "Por favor", u "Oye, ¿tú sabes?", "Oye, ¿tú podrías decirme?", "Oye, es que quiero pedirte: una recomendación, un dato, un parecer, una mano, dinero, una intercesión, o consuelo, una gracia, que me guardes este secreto o que cambies por mí y seas otro, o que por mí traiciones y mientas o calles y así me salves".»
Así comienza Baile y sueño, el segundo y penúltimo volumen de Tu rostro mañana, probablemente la obra cumbre novelística de Javier Marías. En él se nos sigue contando la historia, iniciada en Fiebre y lanza, de Jaime o Jacobo o Jacques Deza, español al servicio de un grupo sin nombre, dependiente del MI6 o Servicio Secreto británico, cuya tarea y «don» es ver lo que la gente hará en el futuro, o conocer hoy cómo serán sus rostros mañana.
Baile y sueño nos abisma una vez más en la embrujadora prosa de su autor y nos lleva a meditar sobre tantas cosas que creemos hacer «sin querer», incluidas las más violentas, y que por eso acabamos por convencernos de que «apenas si cuentan» y aun de que nunca se hicieran.

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Aún había una mujer, distinta de la anterior, a la espera de entrar en el concurrido lavabo reservado a ellas y no sé si a los travestidos (había visto por allí a un par, ignoro dónde los mandan ir, en los lugares públicos). Pasé a su lado con tanta presteza y resolución que sólo pudo reparar en mi quebrantamiento cuando ya la primera puerta se cerraba a mi espalda. 'Hey, you', llegué a oír que intentaba exclamar, pero demasiado tarde y sin convicción, la segunda palabra casi abortada como si se le hubiera ido la electricidad -luego no fue exclamación-, no me seguiría dentro, ella no. Henchí el pecho, tomé aliento, ensanché los hombros y abrí la segunda puerta con el mismo desparpajo (una actuación), la que ya daba al cuarto de baño, una visión repentina de un montón de damas ante los espejos o cerca de ellos aguardando turno o aprovechando un hueco entre dos cabelleras para recomponerse a distancia; se hizo un semisilencio, hubo un movimiento de caras vueltas en mi dirección, distinguí algún ojo perplejo, alguno divertido, alguno asustado y hasta alguno de apreciación. Murmuré varias veces con seguridad el absurdo vocablo 'Seguridad. Seguridad', y cada vez me estiraba o levantaba una de las solapas de la chaqueta, como si en ella llevara una insignia que no llevaba: pero da lo mismo, lo que cuenta es el gesto o el señalamiento aunque nada haya que señalar, como cuando uno apunta con el índice al cielo y todo el mundo mira hacia arriba, al azul y a las nubes, tan vacíos y en calma como el instante anterior; ni siquiera sabía si la repetida palabra, 'Security' en realidad, era en inglés plausible o una tontería aún mayor que en español, si eso sería lo que dirían un policía o un matón británicos en persecución de alguien o en tareas de registro urgente.

Paseé la mirada veloz, rostros agraciados en general, si Rafita y la señora Manoia se habían introducido allí eran unos insensatos si no unos imbéciles (bueno, él lo era del todo pero aun así no tanto: meterse en un lavabo atestado, teniendo cerca y desierto el de los mutilados); pero ya que estaba dentro tenía que cerciorarme, así que me acerqué a las cabinas con paso firme de inspector o de esbirro (cumplir órdenes, hacer algo por encargo de otro y no por interés ni iniciativa propios, eso ayuda y exime de responsabilidades al ánimo, prestar servicio, eso infunde desenvoltura y desconsideración y hasta puede que crueldad); eran ocho, ocupadas todas como era de prever por la permanente cola en el exterior. Eché una ojeada panorámica bajo las portezuelas cojas, dos pantalones arrugados y seis faldas, o más bien no -las faldas estarían subidas y no asomaban-, sino seis pares de piernas con las medias y las bragas caídas (algún tanga había y una de las mujeres no vestía medias, cosa rara en Inglaterra incluso en verano, sería una extranjera seguro. 'Cuánta lata cada vez', pensé; 'cuánta pequeña complicación, nosotros lo tenemos más cómodo'), ninguno de los ocho en postura irregular, quiero decir ningún par de piernas, todos parecían estar a lo mismo normal, en fin, a lo esperable y a lo regular. Fue un instante, el barrido del ojo, a lo sumo dos, pero no pude evitar recordar la imaginada imagen de un cuento que mi madre me contaba de niño: una de las siete pruebas que debía superar el héroe para rescatar a su amada -campesina o princesa raptada, cautiva en un castillo, no sé- consistía en reconocerla por sus piernas precisamente, el resto del cuerpo y la cara ocultos detrás de un largo biombo corrido o de la correspondiente puerta asimismo truncada, al igual que los de seis o trece o veinte mujeres más puestas en fila, una rueda de reconocimiento como las de las comisarías sólo que con fines liberadores y no acusatorios y nada más que de piernas, no en posición sedente como las de los retretes sino bien erguidas, al héroe le resultaban visibles sólo los seis, trece o veinte pares de pantorrillas y muslos, tenía que adivinar cuáles pertenecían a su pastorcilla o a su damisela; si no me equivoco había algún truco o detalle -no una cicatriz, demasiado pobre hasta para la imaginación de un niño- que le permitían acertar y salvar la prueba, aunque sólo para pasar a otra más ardua. Ya no estaba mi madre en el mundo para preguntarle cuál era la clave del reconocimiento, y seguro que mi padre no recordaría ese cuento, puede que él nunca lo oyera ni lo pidiera al no ser hijo sino marido, tal vez mi hermana o mis dos hermanos, sin embargo era improbable, yo tenía por lo general mejor memoria para las cosas de nuestra infancia, y si la mía fallaba… 'Nunca lo sabré, pero tampoco importa, la mayoría de la gente no se da cuenta de que no importa nada no saberlo todo, aun así demasiado es sabido siempre, tanto que olvidamos gran parte sin querer o queriendo, en todo caso sin preocuparnos ni lamentarlo, aunque averiguarlo en su día nos costara lágrimas y sudor y denuedo y sangre.'

Allí tenía yo ante mí aquella fila, no me pareció que estuvieran las de Flavia entre las dieciséis piernas, más jóvenes, casi todos los pies muy bien calzados -eso lo aprecié: iban de fiesta-, me llamaron la atención los elegantes zapatos de tacón alto de quien no usaba medias o se las había quitado antes de tomar asiento y lo mismo las bragas -nada le colgaba de los tobillos, estaban limpios-, claro que fue un golpe de vista muy breve, las mujeres de la zona de espejos no protestaban ni se largaban de allí escopetadas, notaba más expectación o curiosidad a mi espalda que indignación o alarma, nuestros gobernantes aprovechados han metido tanto miedo a la gente que ésta se ha vuelto dócil en poco tiempo, sobre todo ante quien esgrime la aterradora y dominante palabra que lo justifica todo, 'Seguridad. Seguridad': hasta los abusos irónicos y las humillaciones que fingen no serlo, no sé: las funcionales.

Quizá no lo pensé entonces sino más tarde, cuando mucho más tarde me acosté por fin aquella noche o era ya mañana, pero el germen de estos pensamientos sí surgió entonces, en esa situación del lavabo de damas apremiante y disparatada, a veces los concebimos como relámpagos y los aplazamos porque en el momento nos va mal mirarlos, para luego recuperarlos y desarrollarlos con ociosidad y falsa calma; y sin embargo puede decirse que el fogonazo es ya el pensamiento, concentrado o medio ignorado (o quizá es la presciencia de una presciencia). 'Yo habría reconocido las piernas de Luisa entre dieciséis, veintiuna, aunque ahora haga mucho que no las veo y parezcan difuminarse a ratos y aun empiecen a confundirse con otras presentes que serán pasajeras y sí olvidadas', pensé. 'Tal vez también sabría señalar las de Clare Bayes, mi antigua amante de Oxford, pero estas sí que hace siglos que no se me muestran y podrían haber cambiado, tener cicatrices o estar coja una de ellas como la de Alan Marriott o haberse hinchado o incluso ser ya sólo una, como eran tres las del perro al que la gitana Jane no le había cortado la cuarta -eso tengo que recordármelo siempre, que no fue ella, porque en el primer latido de mi memoria es eso lo que siempre creo y lo que me asalta, me ha quedado más viva la hipótesis, la historia inventada con su horrible conjunción de ideas y su pareja espantosa, que la verdadera con su estación de tren y sus hinchas borrachos del Oxford United-, la joven florista de aquellos tiempos en que Clare Bayes me visitaba con su bolsa llena de peregrinas compras, sus fragmentos de eternidad exigidos o su tiempo expansivo impuesto y con algo de utilitarismo, ahora ya puedo decírmelo sin que me duelan la palabra ni el hecho, eso fue en otro país y de la moza quién sabe, quién sabía (pero el país vuelve a ser este), un accidente de coche basta y lo puede sufrir cualquiera, la amputación viene luego y entonces ella tendría que ir al lavabo espacioso y desierto. Pero es difícil imaginar a Clare Bayes sin pierna, porque eran tan conspicuas ambas, con los pies calzados a la italiana o con ellos descalzos, en los interiores privados ella se descalzaba siempre, dos puntapiés al aire y los zapatos volaban, y luego había que rastrearlos', pensé eso ante los gabinetes cerrados con sus ocho pares de zapatos brillantes asomando bajo las portezuelas, y también antes de dormirme con tantísimo malestar como me llevé a la cama, debí de recuperar la escena del lavabo de las mujeres y rememorar el cuento tan envuelto en nieblas que contaba mi madre, para alejar de mi mente cuanto había sucedido más tarde y aplacar la punzada del alfiler en mi pecho. Y aún alcancé a pensar a continuación, con tan sólo un hilacho de conciencia despierta: 'No reconocería en cambio las piernas de Pérez Nuix, no todavía, si es que tiene esa palabra algún fin o sentido, "todavía"'.

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