Harlan Coben - Un paso en falso

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Myron Bolitar, jugador profesional de baloncesto al que una lesión mantiene alejado de las canchas, es agente deportivo y, ocasionalmente, detective privado y guardaespaldas. Hace dos semanas recibió un encargo muy especial: proteger a una fulgurante estrella del baloncesto, la bella Brenda Slaughter, cuya vida parece correr peligro. De un tiempo a esta parte recibe amenazas telefónicas anónimas, y su padre -lo mismo que su madre veinte años atrás- ha desaparecido misteriosamente, dejando vacías las cuentas bancarias. Pronto Bolitar se verá inmerso en un conflicto de intereses que salpica a las principales familias de Nueva Jersey, incluido un candidato a gobernador. Para resolver el caso, Bolitar tiene que remover el pasado y andarse con mucho cuidado: un paso en falso puede ser mortal.
Harlam Coben combina en esta quinta entrega de la serie de Myron Bolitar una sólida intriga, aliviada con algún toque de humor, un ritmo trepidante y un protagonista muy peculiar. Todo al servicio del mejor suspense.

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Myron retrocedió.

– Usted los mató a todos -dijo-. Primero a Anita. Después a Horace. Y por último a Brenda.

Ella lo miró boquiabierta.

– No lo dirás en serio.

Myron desenfundó el arma y la apoyó en la frente de la mujer mayor.

– Si me miente, la mataré.

La mirada de Mabel pasó de inmediato del asombro al frío desafío.

– ¿Llevas un micro, Myron?

– No.

– No importa. Tienes un arma que apunta a mi cabeza. Diré lo que tú quieras.

El arma la empujó de vuelta al interior de la casa. Myron cerró la puerta. La foto de Horace aún estaba en la repisa de la chimenea. Myron observó a su viejo amigo por un instante. Luego se volvió hacia Mabel.

– Me mintió -afirmó-. Desde el principio. Todo lo que me contó fue una mentira. Anita nunca la llamó. Lleva muerta veinte años.

– ¿Quién te lo dijo?

– Chance Bradford.

Ella emitió un sonido burlón.

– No debería creer a un tipo como ése.

– El teléfono está pinchado -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Arthur Bradford tiene pinchado su teléfono. Desde hace veinte años. Esperaba que Anita la llamase. Pero todos sabemos que nunca lo hizo.

– Eso no significa nada -manifestó Mabel-. Quizá pasó por alto dichas llamadas.

– No lo creo. Pero hay más. Me dijo que Horace la llamó la semana pasada mientras estaba oculto. Le advirtió que no intentase buscarle. Pero Arthur Bradford buscaba a Horace y tenía pinchado su teléfono. ¿Cómo es que no sabía nada de la llamada?

– Supongo que una vez más se le pasó por alto.

Myron sacudió la cabeza.

– Acabo de visitar a un estúpido matón llamado Mario -prosiguió-. Le sorprendí mientras dormía, y le hice algunas cosas de las que no estoy orgulloso. Cuando acabé, Mario admitió unos cuantos delitos, incluido el de intentar conseguir información de usted con su socio flacucho, tal como usted me dijo. Pero jura que él nunca le pegó en el ojo. Y le creo. Porque fue Horace quien le pegó.

Brenda le había llamado sexista, y últimamente él se había estado preguntando acerca de sus propios prejuicios raciales. Ahora veía la verdad. Sus prejuicios aún latentes se habían retorcido como una serpiente que se muerde su propia cola, jugándole una mala pasada. Mabel Edwards. La dulce viejecita negra. La señorita Jane Pittman. Agujas de hacer calceta y gafas. Grande, bondadosa y maternal. La maldad jamás podría haber acechado en un cuerpo tan políticamente correcto.

– Me dijo que se trasladó a esta casa poco después de la desaparición de Anita. ¿Cómo la pudo pagar una viuda de Newark? Me dijo que su hijo se había costeado su carrera de derecho en Yale. Lo siento, pero ningún trabajo a tiempo parcial te permite ganar tanto dinero.

– ¿Y?

Myron mantuvo el arma en alto.

– Usted sabía desde el principio que Horace no era el padre de Brenda, ¿no? Anita era su más íntima amiga. Usted aún trabajaba en casa de los Bradford. Tenía que saberlo.

Ella no se dio por vencida.

– ¿Y qué pasa si lo sabía?

– Entonces sabía que Anita se escapó. Sin duda confió en usted. Y si se hubiese encontrado con un problema en el Holiday Inn la hubiese llamado a usted, no a Horace.

– Podría ser -admitió Mabel-. Si hablas hipotéticamente, supongo que todo eso es posible.

Myron apretó el cañón del arma en la frente de la mujer, y la empujó hacia el sofá.

– ¿Mató a Anita por el dinero?

Mabel sonrió. Físicamente era la misma sonrisa celestial, pero ahora Myron creyó ver al menos una pizca de la podredumbre detrás.

– Hipotéticamente, Myron, supongo que podría tener un montón de motivos. El dinero, sí, catorce mil dólares es mucho dinero. O por amor fraternal; Anita le iba a destrozar el corazón a Horace, ¿no? Se iba a llevar a la niña que él creía suya. Quizás ella iba incluso a decirle a Horace la verdad sobre el padre de Brenda. Y posiblemente Horace se enteraría de que su única hermana le había ayudado a mantener el secreto todos aquellos años. -Miró el arma-. Muchos motivos, eso te lo reconozco.

– ¿Cómo lo hizo, Mabel?

– Vete a casa, Myron.

Myron levantó el cañón y la golpeó en la frente con fuerza.

– ¿Cómo?

– ¿Crees que te tengo miedo?

Él volvió a golpearla con el cañón. Más fuerte. Después de nuevo:

– ¿Cómo?

– ¿Qué quieres decir con cómo? -Ahora le escupía las palabras-. Tuvo que ser muy fácil, Myron. Anita era una madre. Yo sólo tendría que mostrarle el arma con discreción. Le diría que si no hacía lo que le decía, mataría a su hija. Entonces Anita, la buena madre, me escucharía. Le daría a su hija un último abrazo y le diría que se quedara en el vestíbulo. Yo habría usado un cojín para amortiguar la detonación. Sencillo, ¿no?

Una nueva sacudida de rabia movió su cuerpo.

– ¿Entonces qué pasó?

Mabel titubeó. Myron la volvió a golpear con el arma.

– Llevé a Brenda de vuelta a su casa. Anita había dejado una nota diciéndole a Horace que se marchaba y que Brenda no era su hija. La rompí y escribí otra.

– Así que Horace nunca supo que Anita pensaba llevarse a Brenda.

– Así es.

– ¿Brenda nunca dijo nada?

– Tenía cinco años, Myron. No sabía qué estaba pasando. Le dijo a su papá que la había recogido y me la había llevado de los brazos de su mamá. Pero no recordaba nada del hotel. Al menos es lo que yo creía.

Silencio.

– Cuando desapareció el cuerpo de Anita, ¿qué creyó que había pasado?

– Supuse que Arthur Bradford se había presentado, la había encontrado muerta y había hecho lo que siempre hacía su familia: tapar la basura.

Otro fogonazo de rabia.

– Y usted encontró la manera de aprovecharlo. Con su hijo, Terence, y su carrera política.

Mabel meneó la cabeza.

– Demasiado peligroso -dijo-. No puedes incordiar a los chicos Bradford con el chantaje. Yo no tuve nada que ver con la carrera de Terence. Pero en honor a la verdad, Arthur siempre estuvo dispuesto a ayudar a Terence. Después de todo, era el primo de su hija.

La furia aumentó, presionó contra su cráneo. Deseaba tanto apretar el gatillo y acabar con eso.

– ¿Qué pasó después?

– Venga, Myron. Ya conoces el resto de la historia, ¿no? Horace comenzó de nuevo a buscar a Anita. Después de todos estos años. Dijo que tenía una pista. Creía que podría encontrarla. Intenté convencerle de que lo dejase correr, pero, bueno, el amor es algo curioso.

– Horace descubrió lo del Holiday Inn -dijo Myron.

– Sí.

– Habló con una mujer llamada Caroline Gundeck.

Mabel se encogió de hombros.

– Nunca he oído el nombre de esa mujer.

– Acabo de despertar a la señora Gundeck de un sueño profundo -dijo Myron-. Casi la mato del susto. Pero habló conmigo. De la misma manera que habló con Horace. En aquel entonces ella era una doncella, y conocía a Anita. Solía trabajar en las fiestas del hotel para ganarse un sobresueldo. Caroline Gundeck recordaba haber visto a Anita allí aquella noche. Se sorprendió porque estaba allí como huésped, no trabajando. También recordaba haber visto a su hija pequeña. Y recordaba haber visto a la hija marcharse con otra mujer. Una drogadicta colgada, así describió a la mujer. Nunca hubiese adivinado que era usted. Pero Horace ató cabos.

Mabel Edwards no dijo nada.

– Horace lo dedujo después de oírlo. Así que vino aquí hecho una furia. Todavía huyendo. Todavía con todo el dinero encima: once mil dólares. Le pegó. Se puso tan furioso que le pegó en el ojo. Entonces usted lo mató.

Ella volvió a encogerse de hombros.

– Casi suena a defensa propia.

– Casi -admitió Myron-. Con Horace, fue fácil. Ya estaba huyendo. Todo lo que tenía que hacer era fingir que él continuaba huido. Sería un negro que escapaba, no un homicidio. ¿A quién le iba a importar? Era de nuevo como con Anita. Durante todos estos años usted fue haciendo pequeñas cosas para que la gente creyese que aún estaba con vida. Escribió cartas, falseó las llamadas telefónicas. Lo que sea. Entonces decidió hacerlo de nuevo. Demonios, ya había funcionado una vez, ¿no? Pero el problema era que usted no es tan buena para deshacerse de los muertos como Sam.

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